Los trabajos de los penados (Retales de la Historia - 164)
Por Luis Cola Benítez (Publicado en La Opinión el 8 de junio de 2014).
Se trató en un Retal anterior del problema que representaba para el ayuntamiento de Santa Cruz, con sus eternas escaseces, la manutención de los presos pobres. La ley dictaba que los medios debían aportarlos los municipios del partido judicial, pues se sobreentendía que la cárcel acogía a individuos de todos ellos, a cuyos ayuntamientos se les asignaba una contribución de acuerdo con su censo de población. Pero si Santa Cruz, cabeza del partido, tenía dificultades hasta el punto de que el gasto lo tenía a veces que cubrir el alcalde de su bolsillo, qué no sería de ayuntamientos como los de Valverde, Agulo o Güímar, que frecuentemente se dirigían al de Santa Cruz solicitando aplazamientos y prometiendo pagos que luego no se cumplían, sin que hubiera forma de reclamarlos. Por fin, en 1875, se autorizó a Santa Cruz a expedir apremios judiciales para el cobro de las deudas a los municipios morosos, que eran los más.
Una solución puesta en práctica en varias ocasiones fue la de dedicar los penados a trabajos comunitarios, asignándoles una pequeña gratificación que, al menos, les podría servir de alguna ayuda. Así se vino haciendo durante bastante tiempo con un corto número de ellos, para pequeñas obras, hasta que con los trabajos de reparación y mejora del camino de La Laguna, que comenzaba en lo que hoy es la Plaza Weyler, se aumentó considerablemente el número de penados ocupados.
Tal es así que, en 1822, el comandante de Ingenieros, que dirigía los trabajos, pidió al ayuntamiento que le cediera la casa que tenía arrendada a Bartolomé González de Mesa, conocida como cuartel de San Miguel, para alojar a los presidiarios, a lo que se accedió mientras durasen las obras y siempre que el municipio no la necesitara. Pero el edificio estaba en tan mal estado que el militar calculó en 5.000 reales las reparaciones necesarias, que se descontarían de los 150 pesos al año en que se había acordado el alquiler.
Dos años más tarde también el alcalde Francisco Meoqui pidió le fueran facilitados presidiarios para efectuar la limpieza de las bóvedas de los barranquillos del Aceite –hoy bajo la calle Imeldo Serís– y el de San Francisco –bajo Ruiz de Padrón–, a lo que accedió la autoridad militar. Esta operación se repetía cada dos o tres años.
En 1826 sufrió Santa Cruz, y la isla toda, uno de los mayores aluviones que registra su historia y que causó daños incalculables. En el puerto todo quedó arrasado: las calles y caminos, las bóvedas y puentes, las plazas y espacios públicos, las canalizaciones y atarjeas. Casi nada se salvó de la terrible riada producida por las copiosas lluvias y los responsables municipales, con muy escasos recursos, tenían que hacer frente a los cuantiosos gastos necesarios para devolver a la población algo parecido a la normalidad, y lo primero era comprar canastas y herramientas.
Una vez más, con licencia del comandante general, tuvo que recurrirse a los penados para hacer la mayor parte de los trabajos, a los que había que pagar la gratificación acostumbrada y, a pesar de que el obispo había donado 100 pesos corrientes para ayudar a paliar daños, que se destinaron a las necesidades más urgentes, el ayuntamiento no tenía un céntimo. Ante tal situación la corporación acordó que era preferible hacerles un vestuario correspondiente a su clase en lugar de gratificación de dinero, que no hay. Y hay que preguntarse cómo se iba a pagar el vestuario.
En la década de los treinta del mismo siglo se seguía trabajando en el camino de La Laguna, tarea en verdad inacabable, puesto que cada vez que llovía con alguna intensidad era preciso volver sobre lo ya reparado. Se pidió a los vecinos de 15 a 60 años que colaboraran con su trabajo personal o con el importe de un jornal, así como a los soldados francos de servicio. Además, se formaron dos cuadrillas de penados para dedicar una desde Santa Cruz hacia arriba y la otra desde La Laguna hacia abajo. Como para los trabajos se necesitaban los útiles correspondientes, también los penados tenían su parte en ello, como cuando el guarda-mayor de montes, Antonio Cifra, denunció que doce presidiarios habían estado cortando cabos para herramientas en el Monte Aguirre produciendo grandes destrozos en el arbolado, lo que se comunicó al jefe político para que en lo sucesivo se sirviera avisar y pudiera controlarse el corte.
También se empleaban los presidarios en otras misiones, como en 1836 cuando se preparaban elecciones de diputados a Cortes, y para llevar las papeletas a los pueblos se dedicaron tres penados a hacer de verederos, y se les gratificó con 10 reales a cada uno. También la limpieza del pueblo, en la que constan las protestas de varios alcaldes, José Fonspertuis, Bartolomé Cifra y otros, porque llevaban meses costeando este trabajo de su bolsillo. En 1841, el responsable del Presidio presentó al alcalde José Calzadilla cuenta de lo que se debía a los penados, que se vería precisado a retirar si no se les pagaba la gratificación correspondiente.
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