La langosta, plaga bíblica (Retales de la Historia - 153)

 
Por Luis Cola Benítez (Publicado en La Opinión el 23 de marzo de 2014).
 
 
 
          “…y cubrió toda la superficie de la tierra y consumió toda la hierba de la tierra y todo el fruto de los árboles… y no quedó nada de verde, ni en los árboles, ni de las hierbas de los campos.” Así se narra en el Éxodo la plaga de langosta que se abatió sobre Egipto por no dejar el faraón salir al pueblo de Israel hacia la tierra prometida.
 
          Desde el inicio de su historia Canarias sufrió las calamidades debidas a las invasiones de langosta, también conocida como cigarra berberisca, que a impulso de los vientos llegaban desde la vecina costa africana o que arrastradas por las corrientes en grandes manchas o masas sobre el mar arribaban a sus playas. Y, como ocurría con las enfermedades epidémicas, poco o casi nada podía hacerse para combatirlas, fuera de las acostumbradas plegarias implorando el auxilio divino. En los años 1516 y siguiente el daño ocasionado por esta plaga fue terrible, especialmente en la zona de Geneto, donde el Cabildo ordenó a los porqueros que concentrasen todos los cerdos para que comieran insectos y sus larvas. Volvió la cigarra en 1587 y también en los años 1606 y siguientes, en que Santa Cruz sufrió una de las mayores plagas de su historia, siendo los daños cuantiosísimos a pesar de la diligencia del alcalde Lucas Pérez de Guadalupe que organizaba la lucha, haciendo batidas por las noches para quemarlas cuando se posaban sobre árboles y matorrales. Pero todos los esfuerzos lo eran en vano, prolongándose durante años la situación, al nacer las larvas depositadas en oleadas anteriores que se reproducían al año siguiente.
 
          La plaga se repitió en octubre de 1659 en que, según nos cuenta Viera y Clavijo, las nubes de insectos asolaron los campos y “destruyeron las yerbas, huertas, viñas y demás plantas, de tal manera que hicieron presa hasta en las hojas de las palmas que son tan duras, y en las de la pita que no hay animal que la coma.” La situación en que quedó la isla fue de lo más trágica, hasta el punto de que en un informe del obispo García Ximénez se decía que “apenas los ricos han podido sostenerse y los pobres se han ayudado con algún marisco y yerbas silvestres.” 
 
          Volvió a abatirse la desgracia en 1680, especialmente en las zonas de Santa Cruz y Güímar, y en 1757, en que las bandadas de insectos oscurecían la luz del sol y consumida por su voracidad toda la hierba y las hojas de los árboles acabaron con sus cortezas y hasta a los cardones y tuneras dejaban en sus centros leñosos. Entre 1778 y 1785 se volvió a luchar contra la langosta, que en esta ocasión llegaba a las playas en grandes manchas o “bolos” que empujaban las olas hacia tierra. Se organizaron cuadrillas o “ranchos” de diez personas con el propósito de enterrarlas a su llegada antes de que el sol las secara, y se les daba pan y real y medio y se contó también con los milicianos. De las que entraban y lograban cogerse se pagaba otro real  por cada saco para proceder a quemarlas y se llegó a gratificar el saco con dos almudes de trigo, lo que ya era bastante, puesto que por la escasez de cereal su precio se había elevado considerablemente. Era una lucha sin cuartel en la que se empleaban los únicos y rudimentarios medios de que se disponía, pero en la que al final salía siempre victorioso el odiado insecto.
 
          En 1812, cuando el pueblo aún no se había recuperado de la tremenda epidemia de fiebre amarilla sufrida los dos años anteriores, cuando todo era necesidad y penuria sin que el bisoño ayuntamiento de la villa exenta dispusiera de medios y recursos propios para ayudar a que la situación se normalizara, volvió el voraz insecto a arrasar los pobres recursos que podían dar los campos. El comandante general Rodríguez de la Buria y el alcalde José Víctor Domínguez organizaron una infructuosa lucha desesperada que, como en ocasiones anteriores, apenas dio resultado. Según Francisco María de León, arrasadas las mieses y los campos, se daba el caso de que la cigarra “devorase la dura corteza de los naranjos, dejándolos perfectamente blancos…”
 
          Una nueva invasión se sufrió en 1839, en la que se pagó a cinco reales el costal de insectos, y que se prolongó hasta los primeros años de la década de los cuarenta. Y, aunque con menor intensidad, también se repitieron las plagas en el siglo XX, que en alguna ocasión obligó al ayuntamiento a habilitar créditos especiales para la lucha contra la langosta.
 
          Actualmente se emplean en sus áreas de origen métodos y técnicas que eran impensables en épocas anteriores, en las que aparte del esfuerzo personal del pueblo el principal recurso consistía en traer a la Virgen de Candelaria a La Laguna y hacer rogativas a los santos patronos del campo. Al final, siempre había que esperar la llegada de las lluvias y el descenso de la temperatura para que la plaga se extinguiera.
 
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