Santa Cruz industrial (Retales de la Historia - 152)

 
Por Luis Cola Benítez (Publicado en La Opinión el 16 de marzo de 2014).
 
 
          En las cuatro primeras centurias de su vida Santa Cruz no se distinguió por una actividad industrial, según se entiende el término en el contexto económico actual, con la salvedad de lo que representaba entonces el importante renglón de la construcción naval y del que se denominaba pesca del salado.
 
          Al poco tiempo de asentado el lugar, ya se tienen noticias de la construcción de barcos en sus playas, ensenadas y desembocaduras de barrancos. Las evidencias de esta actividad señalan a Diego Santos como constructor de algún barco en el barranco al que dio nombre, nos hablan de la playa del Varadero en Almeida o nos indican que Blas Díaz construyó un navío de gran porte para su época en la que más tarde fue conocida como Caleta de la Aduana. Así tenía que ser pues se trataba de disponer del único medio de comunicación entre las islas y con el exterior, actividad que fue aumentando con el paso del tiempo y que, aunque no dejaba de ser una necesidad, colaboró con otras poderosas razones a la rápida desforestación de los bosques cercanos.
 
          Ya en el siglo XIX, los barcos Teide, Tinerfe, Nivaria, Concha, Puerto Franco, San Antonio, Adriano, Voluntad, Tinguaro, Victoria, nos hablan de la frenética actividad de los carpinteros de ribera y calafates del puerto.
 
          Los barcos que no se dedicaban exclusivamente al transporte lo fueron también a la pesca en el cercano litoral africano, dando lugar a una industria que alcanzó gran relevancia para la economía isleña, puesto que el pescado salado, en unión de las papas y del imprescindible gofio, constituía la base secular de la alimentación del pueblo. En la segunda mitad del siglo XVIII la iniciativa particular levantó un edificio para el secado y salazón del pescado cogido en la costa de Berbería, con idea de exportarlo a la España peninsular, establecimiento que a partir de 1784 arrendó el Cabildo para ubicar el lazareto para las cuarentenas. Poco antes se había formado una compañía para la pesca de la ballena, pero sus resultados fueron desalentadores.
 
          Pero también surgían otras industrias, aunque de tipo más artesanal y que no precisaban de grandes inversiones, que por otra parte solían escapar a la precaria economía local. Una de ellas, tal vez de las primeras, fue la industria de la seda, pues desde 1517 se sabe que comenzó a cultivarse en Tenerife la morera, cuya hoja es la base de la alimentación de los gusanos productores, árboles que también se plantaron más tarde en el antiguo paseo de la Concordia y que fueron aprovechados con idéntico fin.
 
          Otras industrias que hoy nos pueden parecer curiosas son, en primer lugar, la de fabricación de velas y cirios que además de ser casi el único medio de alumbrarse era de considerable consumo en las iglesias, hasta el punto de que uno de los renglones que más aumentaba el gasto en las funciones de la Cruz y de Santiago era precisamente el de la cera. El gremio lo presidía un alcalde del oficio, que en 1765 lo era Cristóbal Perdomo de Mederos, y llegó a contar entre sus miembros a nombre tan ilustre como el del pintor y escultor Miguel Arroyo y Villalba, autor de la talla de la Virgen de las Angustias que se venera en la iglesia del Pilar. En segundo lugar puede citarse como otra industria peculiar la fabricación de peines de asta de buey, que en 1782 un soldado francés enseñó al joven José Luciano de Acosta, bajo los auspicios de la Real Sociedad Económica. Acosta intentó seguir la industria después de la marcha del francés, pero se encontró con que las astas salían todas para la exportación, lo que motivó protestas de la Económica al alcalde de Santa Cruz Tomás Cambreleng.
 
          En 1777 Jorge Madan trajo tornos de hilar parta fomentar esta industria y a los pocos años, según las tazmías de rentas decimales, había en Santa Cruz once telares que producían 1.654 varas de lienzo y quince que hacían 5.654 varas de cinta.
 
          Hacia 1791 encontramos nueve herreros, cinco latoneros y siete dedicados al curtido de pieles, que entre otros géneros producían 318 varas de cordobanes. Destacan también nueve toneleros, lo que nos habla de la revitalización del comercio del vino en aquellos años. En cuanto a la construcción, en 1797 se cuentan veintitrés carpinteros –lo que resulta lógico al ser la madera el primordial elemento constructivo-, ocho pedreros, tres albañiles, dos canteros y, extrañamente, sólo uno especializado en colocación de tejas.
 
          En la segunda mitad del siglo XIX ya aparecen otras industrias, tales como la fábrica de jabón de José Benítez en la calle San Martín, o la sociedad alfarera “La Industrial”, en la calle de La Laguna, de la que era director Juan de la Puerta Canseco, que también había participado como socio en la de José Benítez. Luego, en 1894, la sociedad “El Teide”, en el camino de Las Cruces, dedicada a la fabricación de hielo.
 
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