Guerra con Inglaterra (Retales de la Historia - 146)

 
Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 2 de febrero de 2014).
 
 
          Corría el año 1762 cuando una junta establecida en Santa Cruz propiciada por el Cabildo había logrado reunir un importante caudal que se envió a Londres para la compra de trigo, tratando de paliar la extrema escasez de grano que se padecía en la isla. Cuando los barcos portadores de la ansiada mercancía ya tenían la carga a bordo, el martes 9 de marzo se publicó en Santa Cruz la noticia de la declaración de guerra con Inglaterra, que poco después se haría extensiva con Portugal. Los datos sobre este episodio son contradictorios, pues mientras que por una parte se dice que la mercancía fue transbordada a buques neutrales holandeses, por otra hay constancia de que los barcos ingleses ya habían zarpado y no tardarían en arribar al puerto tinerfeño.
 
          Consecuencia de la contienda fue la continuada presencia en nuestras aguas de barcos enemigos que bloqueaban el tráfico entre islas, con la Península y América, con el consiguiente desabastecimiento y aumento del desasosiego en que se encontraba el pueblo. No obstante, corsarios franceses apresaban a algunos de los que hacían el bloqueo, presas que luego remataban en Santa Cruz, bien con grano de las otras islas, con pescado salado y otros productos que habían cogido, lo que en cierto modo ayudaba al comercio  local y, lo que era más importante, a la subsistencia de los habitantes.
 
          En el mes de abril cundió gran alarma al verse desde Tacoronte 41 navíos con rumbo a Anaga, lo que unido al rumor que había llegado por cartas de Inglaterra y de España de que los ingleses estaban preparando una escuadra contra Tenerife, hizo temer lo peor. Cuenta el regidor Anchieta y Alarcón que se organizaron rondas nocturnas de vigilancia en Santa Cruz y se acercaron a tierra todo lo posible los barcos surtos en la bahía en previsión de un ataque. La armada no se acercó a Santa Cruz, pero varios navíos enemigos se colocaron en Anaga tratando de bloquear el tráfico. Ante el temor de invasión fueron muchos los que se trasladaron a La Laguna con sus más preciadas pertenencias, hasta el punto de que la demanda hizo difícil encontrar casas en alquiler.
 
          Los vecinos, como buenamente podían, se aprestaron a la defensa y, en palabras de Dugour, “volvieron a ser militares entusiastas los que antes eran labradores, mercaderes o mareantes”. Hasta tal punto fue así, que cuando alguna barcaza de La Palma, con carga de papas y ganado, arrimándose cuanto podía a la costa trató de llegar a puerto y las lanchas de los navíos enemigos intentaban apresarlas, los vecinos de los valles las hicieron retroceder a tiros y, ya a la vista de Santa Cruz, salieron varias barcas a socorrerla obligando a retirarse a los ingleses. Esta decidida actitud hizo que en cuatro días del mes de mayo pudieran entrar unos seis barcos que el enemigo no pudo detener.
 
          En esta situación, el comandante general Pedro Rodríguez Moreno Pérez de Oteiro, que cuando fue nombrado había renunciado al destino siendo obligado a aceptarlo por mandato real, y que seguía deseando volver cuanto antes a su Zaragoza, no las tenía todas consigo. Según se propaló por el pueblo su ánimo era pesimista al considerar que la isla no disponía de defensas adecuadas -lo que era cierto-, ni de artillería suficiente, ni de fuerzas adiestradas y disciplinadas que pudieran hacer frente a una más que probable invasión. Según se decía, pensaba que en caso de ataque y desembarco lo mejor sería capitular para evitar mayores daños y sufrimientos a la población, a lo que se oponían tanto el Cabildo en La Laguna como el Ayuntamiento de Santa Cruz, que no dejaron de aportar iniciativas para la defensa de playas y calas que obstaculizaran un desembarco.
 
          Pero no todo fue negativo en el comportamiento de Pérez de Oteiro. Cuando llegó orden del S. M. de que no se dejase salir a los barcos de bandera inglesa que se  encontraran en la bahía, se daba el caso de que estaban en puerto los que habían traído el trigo desde Londres. El comandante consideró que sería manifiesto ultraje de desagradecimiento apresar a los que habían contribuido a paliar el hambre con su apreciada carga. Se veía obligado a ejecutar las órdenes superiores pero, como señala Dugour, “no cumplía a la hidalguía castellana obrar con tanta ingratitud”. Inmerso en la duda consultó con el Cabildo y la Audiencia y expuso al Gobierno la situación de extrema necesidad en que se encontraba el pueblo y los motivos que tenía para no ejecutar el embargo. Carlos III, “de gloriosa memoria”, mandó escribir al general comprendiendo sus razones y anunciando el envío de 6.000 fanegas de trigo en tres embarcaciones, y corroboró todos los privilegios y exenciones otorgadas a las islas, al tiempo que permitía la introducción de efectos ingleses mediante pago de Aduana.
 
          El 8 de mayo del año siguiente se supo que Pérez de Oteiro había sido ascendido a teniente general de los Reales Ejércitos. En Santa Cruz, donde según Lope de la Guerra “adulan con exceso a los Comandantes”, se celebró mucho la noticia.
 
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