El General Urbina. Más palos da el hambre. (Retales de la Historia - 143)

 
Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 12 de enero de 2014).
 
 
          Corría el año 1760 en el Lugar y Puerto, cuando ya rebasaba con creces las 6.500 almas, pueblo de marineros y comerciantes o de ambas cosas a la vez, porque no era extraño que los comerciantes fueran también navieros propietarios de sus propios barcos dedicados al tráfico de Indias, con Europa o al cabotaje. El cuadro se completaba con comerciantes de tiendas o ventas, lonjas, bodegas, artesanos de diversas ramas, entre los que destacaban los maestros toneleros, funcionarios, militares y milicianos, agricultores, frailes y no demasiados profesionales libres. Todos bajo la suprema autoridad de todas las Islas, el comandante general y presidente de la Real Audiencia don Juan de Urbina, y del alcalde real ordinario del puerto don Blas del Campo y Campos-Crousbeck.
 
          Era la época en que llegaría el comerciante inglés George Glas que, después de su fracasado intento de establecer una factoría pesquera en la vecina costa africana, nos trajo de Berbería una epidemia de viruelas que causó estragos en la población. Por si fuera poco, también se sufrió por estos años una plaga de langosta, pero las providencias ordenadas por el general Urbina hicieron que los daños no fueran excesivos. Fueron tiempos de bonanza, consecuencia de la Paz de Aquisgrán, en los que el comercio exterior y la exportación de vinos experimentaron un incremento muy beneficioso para Santa Cruz, que en su puerto recibía la visita de multitud de buques extranjeros, especialmente ingleses, a cargar vinos para las colonias de América y la India. El general Urbina, según nos dice el historiador Dugour, “siempre tendía a proteger el comercio y darle toda la libertad posible”, actitud no siempre seguida por otros responsables, como el síndico personero del Cabildo de la Isla, marqués de Villanueva del Prado, más partidario de medidas proteccionistas.
 
          Juan de Urbina, al poco tiempo de su llegada en 1747, intentó la creación de una Compañía de Canarias para el tráfico con América, proyecto que no prosperó, mantuvo el impuesto del uno por ciento, aunque ya estaba oficialmente derogado, en beneficio de las mejoras y asistencia de la población, y trató de impulsar por todos los medios, incluso con aportación personal, las obras del incipiente espigón del muelle, que consideraba fundamental para el desarrollo y prosperidad del comercio. A su iniciativa se debe la llegada de la primera imprenta de Canarias, la del sevillano Pedro José Pablo Díaz, con sede en la calle del Sol, primero, y luego en la del Clavel, lo que le permitía emitir impresas sus comunicaciones y las oficiales del Gobierno con el consiguiente ahorro de tiempo al ganar rapidez en su difusión. También intervino en la reconstrucción del puente del Cabo, que se había arruinado por un temporal, y apoyó la construcción de uno nuevo, el de Zurita, lo que estimaba no debería ser óbice para mantener el del Cabo por su importancia para el sector Sur de la población y la imprescindible comunicación con importantes instalaciones relacionadas con la defensa allí establecidas. En lo militar, logró el reconocimiento de fuero para las Milicias Canarias, hasta entonces sometidas a la jurisdicción ordinaria.
 
          El año 1760, igual que el anterior, se distinguió por una extrema falta de lluvias que trajo consigo la escasez y casi inexistencia de granos, fundamental para la alimentación del pueblo por ser la base del suculento gofio. El Cabildo de la Isla había logrado reunir entre particulares unos 12.000 pesos para, por medio de Roberto La Hanty, importar  trigo que paliara la situación. Según cuenta Anchieta y Alarcón, el 4 de marzo llegó a Santa Cruz un navío con unas 4.000 fanegas del ansiado cereal y el pueblo, expectante y desesperado por el hambre, se arremolinó esperando su reparto dándose lugar a violentas situaciones por llegar de los primeros a recoger el grano, operación que trataban de controlar los diputados del ayuntamiento con el alcalde Blas del Campo a la cabeza, bajo la supervisión del general Urbina. Entre las gentes se produjeron fuertes discusiones, gritos, empujones y altercados, que terminaron en golpes y peleas a palo limpio, destacándose entre todos algunos que a mamporros y “variscazos” pretendían colocarse los primeros para el reparto.
 
          Viera y Clavijo dice que Juan de Urbina era “de corazón sencillo, buen cristiano, buen soldado y buen español”, y Anchieta dice de él que “siendo tan manso y bueno, con todo se impacientó”, y para tratar de detener al más osado y levantisco le propinó un bastonazo en la cabeza, causándole una herida.
 
          Es posible que en evitación de que el tumulto llegara a mayores, tal vez a Su Excelencia se le fuera la mano, pero queda claro, y hay que reconocer, que más bastonazos daba el hambre. 
 
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