Mujeres, el bien más preciado (Retales de la Historia - 139)
Por Luis Cola Benítez (Publicado en La Opinión el 15de diciembre de 2013).
El primero de todos, Adán, no tuvo que esforzarse. Se durmió y, al despertarse, se encontró a su lado a Eva. Así, sin necesidad de “ligar” -tampoco había más para escoger-, tuvo esposa y compañera. Y, dale que dale, aquí estamos nosotros.
Por supuesto que en los primeros tiempos de nuestra pequeña, o grande, historia no fue tan sencilla la cosa. Los primeros colonizadores de las islas se encontraron con una absoluta carencia de todo lo necesario para su supervivencia al pretender vivir y disponer de los elementos que eran comunes y habituales en la sociedad renacentista de la que procedían, aunque lo que de forma natural ofrecía la tierra había sido más que suficiente para el pueblo guanche. No había metales, ni tejidos, ni cal para la construcción, ni vidrio para las ventanas…. Sólo encontraron ganado menor, madera, piedra volcánica, barrilla, sangre de drago y, naturalmente, esclavos. Y de esto último fue un experto Lope de Salazar, aún antes de conquistarse Tenerife.
Como es lógico, entre lo que se encontraron, unas cosas eran abundantes y otras escaseaban y entre estas últimas hay que contar a las mujeres aborígenes, puesto que su número era reducido e insuficiente para que las primeras oleadas de colonizadores pudieran asentarse y fundar casa y familia. El núcleo de los primeros conquistadores estaba formado exclusivamente por hombres, pues sólo se sabe de una mujer a la que pueda aplicarse el título de “conquistadora”, de nombre Ana Rodríguez, que realizó una benemérita labor como enfermera asistiendo desde los primeros momentos a enfermos y heridos, lo que le valió el reconocimiento del propio Adelantado y la concesión de varias datas.
Esta dificultad que padecía aquella incipiente sociedad fue lo que poco después llevó a elevar la cotización de las viudas, que si bien lograban la seguridad con un segundo matrimonio, facilitaban a los colonos solteros poder avecindarse, ya que una de las condiciones impuestas por el Adelantado para el repartimiento de tierras era la de afincarse con su casa, mujer e hijos por un mínimo de cinco años. Aunque parezca algo exagerado, dice el profesor Rumeu de Armas: “Puede asegurarse que la conquista de la hembra fue el problema número uno con que tropezó Tenerife en su etapa auroral.”
Es posible que algo tenga que ver con este problema el origen del establecimiento del comercio de las “puterías”, con perdón, pero es así como se les denomina en los más antiguos documentos del Cabildo de la Isla, hasta que años más tarde comenzó a aplicarse el menos agresivo término de “mancebías”, y que no debían ser un mal negocio. Tal es así que pronto el mismo Cabildo tomó para sí su renta, procediendo a subastarla y concediendo su explotación al mejor postor, al que se denominaba con el chocante nombre de “padre”, mientras que a sus pupilas al principio se les llamaba sencillamente “rameras” y más tarde se les aplicó el eufemístico nombre de “enamoradas”.
El concesionario debía cumplir algunas condiciones bien curiosas. Por ejemplo, en La Laguna sabemos que se estableció en las afueras, en el camino que bajaba al puerto por la zona de la Cruz de Piedra, pero de forma que la puerta estuviera emplazada hacia el campo abierto, para que desde el pueblo no se viera quien entraba y salía. Cuando se padecía alguna calamidad o enfermedad contagiosa, con el convencimiento de que respondía a castigo por los pecados cometidos, se cerraba la mancebía en señal de penitencia y se hacían rogativas, hasta que pasada la epidemia pronto se reabría para volver a cobrar la renta.
Varias veces se habló de suprimir este negocio de antiquísimo origen, pero al final los regidores llegaban a la conclusión de que era conveniente su existencia para que las “mujeres honestas” pudieran gozar de la tranquilidad de sus habitaciones y salir sin exponerse al “menoscabo de su virtud”. Y habrá que exclamar con el latino: ¡O tempora, o mores!
A este respecto, lo que en tiempos recientes hemos visto en reportajes televisivos de autobuses llenos de mujeres en busca de pareja en aislados pueblos donde los hombres eran mayoría, nos cuenta el profesor Rumeu que ya se había inventado en Tenerife hace quinientos años. Basta decir que una carabela procedente de La Madera trajo un grupo de doncellas lusitanas, “ansiosas de aventura maridable”, que de forma sorprendente y en evitación de posibles disputas, desembarcaron con sus cabezas cubiertas por velos y fueron sorteadas a su llegada. Y al que Dios se la dé, San Pedro se la bendiga…, y así no se daba pie a discusiones, problemas y rencillas.
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