La última pena (Retales de la Historia - 131)
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Por Luis Cola Benítez (Publicado en La Opinión el 20 de octubre de 2013).
La vida es, indudablemente, el bien más preciado del ser humano. Y la muerte, aunque sintamos lógico rechazo, sea accidental, deliberada o sentenciada, también forma parte de la vida. Sin embargo, este tramo final de la trayectoria vital posee un componente morboso del que carecen sus inicios. No se sabe de aglomeraciones humanas con motivo de un nacimiento, pero sí que se han dado, a lo largo de la Historia, auténticas manifestaciones multitudinarias para presenciar la ejecución que pone fin a una vida, como si de un truculento espectáculo se tratara. Y los ejemplos son numerosos.
Pero en Santa Cruz, y posiblemente en toda Canarias, salvo contados casos, los vecinos de los pueblos consideraban una ejecución de la última pena como una tragedia que a todos afectaba y llegaban a sentirse unidos en el dolor con el desgraciado protagonista de los hechos. Como es natural siempre hay excepciones y así ocurrió cuando el pueblo se tomó la justicia por su mano y acabó con la vida del intendente Juan Antonio Ceballos en 1720, suceso en el que todo induce a señalar la existencia de, si no incitaciones ajenas, al menos de ciertas negligencias, lo que dio lugar a la inmediata ejecución de una docena de, al parecer, implicados en la tragedia, cuyos cuerpos se exhibieron en las almenas del castillo de San Cristóbal como ejemplo disuasorio de que los hechos pudieran repetirse.
Por no haber en Santa Cruz -según parece se había olvidado-, ni siquiera estaba señalado lugar para las ejecuciones y así, en 1853, “sufrió este vecindario las angustias y disgustos que son consiguientes a estos espectáculos tan desagradables, con la ejecución de un desgraciado en la esquina del Teatro hacia la calle de la Luz”. Sin embargo, siendo alcalde Juan de Mattos en 1822, se había acordado que se realizaran estos trágicos acontecimientos en el llamado “Campo de Ultonia”, situado en Los Llanos, al Sur de la población. Todo parece indicar que esta decisión municipal había caído en el olvido o bien que se consideraba muy apartado el paraje e incómodo para el traslado de jueces, alguaciles, escribano y demás comitiva que forzosamente debían asistir al acto.
Este mismo año, transcurridos más de veinte desde la última vez que se había aplicado la última pena, se dio garrote vil a uno conocido como José María el Habanero, del que nada más sabemos. La ejecución costó 66 pesos, que adelantaron el escribano José Rodríguez, José Fonspertuis y el mismo alcalde Mattos Azofra. Diez años después todavía no habían cobrado. En 1881, cuando se dice que hacía veintiocho años que no se aplicaba la nefasta sentencia, hubo que hacerlo a dos reos de asesinato de un súbdito inglés.
Pero la ejecución que más recuerdos dejó en el pueblo por la singularidad del personaje, fue la del cubano Ángel García, conocido como “Cabeza de Perro”, capitán del navío El Invencible, pirata famoso por su extrema crueldad. Parece ser que por desavenencias con algunos compañeros buscó aquí refugio, pero fue reconocido y apresado, siendo fusilado en terrenos próximos a la ermita de Regla.
Lamentablemente no fueron estas las únicas veces que se aplicó la última pena a diversos individuos, pero sí son las más famosas o las que dejaron mayor huella en la conciencia del pueblo. Otras, más de la cuenta y por otros motivos, se han sucedido en el tiempo.
Ello no quiere decir que el sentimiento de las gentes cambiara o que se habituara a estos trágicos hechos. El ayuntamiento llegó a solicitar que se prohibiera el toque de agonía que se solía hacer en las iglesias, alegando que con esta costumbre “se ocasiona disgustos de graves consecuencias por atacar los ánimos de las personas que padecen algún mal epiléptico y especialmente a las que se encuentran fecundas, viéndose obligados por esta causa diferentes vecinos del Pueblo a abandonarlo en semejantes días”.
Esta última frase, literalmente transcrita de las actas municipales, es fiel reflejo de la sensibilidad popular ante los trágicos hechos que inevitablemente se daban de tarde en tarde y que, lejos de ser motivo que atrajera a multitudes ansiosas de fuertes espectáculos, ocasionaban disgusto y desazón en el común de los ciudadanos.
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