Refacción y franquicia (Retales de la Historia - 129)

 
Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 6 de octubre de 2013).
 
 
 
          Cuando a partir de 1810 Santa Cruz comenzó su andadura como villa exenta, el escenario financiero municipal era desolador. No se contaba con recursos, arbitrios ni caudales propios y casi de lo único de que se disponía era del haber del peso y el derecho de aguada a los barcos en escala, que se cobraba en las oficinas de la Real Aduana. Lo malo era que, como consecuencia de la epidemia de fiebre amarilla de 1810, se había pedido a la Caja de Crédito Público un empréstito de 30.000 reales -que tardaría más de treinta años en devolverse- y la mayor parte de las veces el producto del haber del peso era embargado por la Real Hacienda a cuenta de la deuda contraída. 
 
          Poco a poco se fueron autorizando arbitrios sobre aguardientes, vinos, pescado salado, almacenes y lonjas, casas de billar, tiendas y mercerías. También se autorizó el cobro de un arbitrio a los boyeros con corsas, por el destrozo que ocasionaban en las calles, cuyo producto debía dedicarse al arreglo de las mismas. Así continuaron las cosas hasta que el ministro de Hacienda Alejandro Mon estableció la contribución general de Consumos en 1845, una parte de la cual revertía en los ayuntamientos como agentes recaudadores. Poco duró el respiro al aparecer una nueva carga en 1847, al comunicar el gobierno político el establecimiento de la “refacción y franquicia” que debía pagarse a las unidades militares de guarnición para cubrir parte de su mantenimiento. En este caso correspondía al Batallón de Málaga, llegado a la capital el año anterior.
 
          El entonces alcalde José Luis de Miranda estaba empeñado en la construcción de un nuevo matadero en el antiguo edificio de la carnicería, cuyo presupuesto del arquitecto Manuel de Oráa rebasaba los 533 pesos, y que estaba previsto cubrir con el importe de la contribución de consumos sobre los suministros que el batallón recibía de la Península. Y empezó el problema. El gobernador civil Antonio Halleg, apoyado por el capitán general Antonio Ordóñez, reclamaba el pago de la refacción a la unidad militar, a lo que se negaba el alcalde Esteban Mandillo mientras el batallón no abonara los 3.484 reales de derechos de consumo de especies de fuera introducidas desde 1845.
 
          Antes de que finalizara el año se conoció la R. O. por la que los militares dejaban de disfrutar de la refacción y franquicia, pero la reclamación por los años anteriores continuó en pie, así como la negativa del batallón a pagar los derechos de consumos.
 
          El problema estribaba en la financiación de las obras del matadero que se pretendían hacer en la casa de la carnicería. Este local era propiedad de la fábrica parroquial y se había logrado un acuerdo con el obispado para adquirirla a censo reservativo, con el fin de evitar hacer inversión en una propiedad ajena. Los despachos de carne ya se estaban trasladando al nuevo mercado construido junto al teatro, sobre el solar del antiguo convento de Santo Domingo, por lo que el viejo edificio quedaba libre para dedicarlo exclusivamente al sacrificio de reses.
 
          Las obras se habían iniciado y todavía no se sabía la forma en que podrían pagarse, puesto que en 1852 se seguían reclamando los derechos de consumos al batallón de Málaga, que precisamente en ese mismo año fue trasladado a la Península dejando el problema sin resolver. No quedó más remedio que pedir autorización al gobernador civil para aplicar a dichas obras un sobrante del presupuesto adicional del año anterior, por 3.521 reales, en vista de la imposibilidad del cobro a los militares.
 
          Al mismo tiempo se preparaba la subasta del edificio del antiguo mercado, primero que tuvo Santa Cruz, junto a la desembocadura del barranquillo del Aceite. La situación de este primer mercado cubierto había ocasionado continuos problemas, pues cuando no se inundaba por las avenidas del barranquillo, resultaba anegado por las crecidas de las mareas que lo atacaban por la espalda.
 
          El mercado se subastó para dedicar el producto a la terminación del teatro y recova y de él, como tantas otras cosas del antiguo Santa Cruz, sólo queda la memoria. Pero cabe preguntarse qué sería del escudo de la Villa labrado por encargo municipal por el escultor orotavense Fernando Estévez, que coronaba el portalón de la entrada. Lástima que se haya perdido.
 
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