Vida perra (Retales de la historia - 126)

 Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 15 de septiembre de 2013).

 

          El nombre de las Islas Canarias parece responder a los perros que encontraron los primeros europeos que a su suelo llegaron, que llamarían su atención, bien por presentar características que los distinguían de los que ellos conocían o, sencillamente, por su abundancia. Pero, además, es seguro que muchos de los recién llegados traerían consigo sus propios canes, guardianes, de presa, de caza o simplemente como animales de compañía. Lo cierto es que desde un primer momento se tuvo constancia de la gran cantidad de perros asilvestrados, que según se decía eran peores que lobos, que causaban serios daños a los cultivos y, especialmente, atacando al ganado menor y a las crías del mayor.

          Son numerosos los acuerdos del Cabildo que tratan de lo que se consideraba una auténtica plaga y, desde enero de 1499, se nombró un encargado de matar "los que en la isla ovyese que comiesen ganado", y se comisionó a Pero Fernández para "hacer guardar las normas de los hatos de cabras y para que mate los perros de la isla, ecebto que dexe un perro por cada hato". En 1501 se prohibió tener hembras con el fin de frenar la reproducción, y se recordaba que sólo podía tenerse un perro macho por hato, so pena de 600 mrs. En cinco años se encuentran en las actas del antiguo Cabildo numerosas reiteraciones de la misma prohibición, evidenciándose así lo poco que se cumplía. Tal es así que en 1505 se acordó conceder al vecino de La Laguna Ruy Ximénez de Bezerril la renta de las penas por incumplimiento de la normativa sobre perros.

          Pero el problema era difícil de resolver y año tras año se pregonaba la norma sin lograr resultados. En 1507 se llegó a nombrar a Guillén Castellano, uno de los más relevantes regidores que había acompañado a Lugo desde los primeros momentos, para controlar la población canina, pero encontró serias dificultades por la oposición de los personajes principales. Pidió ser relevado y no se le aceptó, aunque decía que "él es onbre honrado e que non quiere ser juez de perros". Se contrataron dos hombres para matar perros, a los que se les pagaba salario. Hasta que en 1518 apareció un sujeto que poseía unos perros amaestrados capaces de matar a los salvajes y también se acordó pagarle por el trabajo. En la segunda mitad del siglo todo seguía igual. Llegan noticias de gran cantidad de perros salvajes en Anaga que mataban ganado y destrozaban las viñas comiéndose las uvas y lo mismo ocurría en el Rodeo. En 1764 hubo una grave epidemia de rabia de la que murieron muchos, transmitiéndose también a cerdos y gatos, pero ya no se perseguía indiscriminadamente a todos los perros, aunque se recomendaba tenerlos atados y con bozal si podían ser peligrosos.

          Cuando los alcaldes de Santa Cruz comenzaron a publicar bandos de buen gobierno, no faltaron las normas sobre perros, a pesar de lo cual se encontraban perros de presa por las calles, lo que llevó al alcalde Fonspertuis a ordenar se mataran todos los que se encontraran después de las nueve de la noche. No obstante, eran tan abundantes que, en 1842, José Duranzán, sepulturero de la parroquia, pidió al alcalde Matías del Castillo la plaza de caniculario de la iglesia matriz, encargado de evitar la entrada de perros en el templo, que debía ser un buen empleo, y que hizo que se consultara al Gobierno si el municipio podía nombrarlo, puesto que era el que lo pagaba. También se acordó multar con 4 reales a los dueños de los perros que entraran en la carnicería.

          Entre 1870 y 1880 volvió una epidemia de hidrofobia que obligó a exterminar a los perros callejeros con bolos de estricnina, que se adquirían al farmacéutico Suárez Guerra a razón de 50 pesetas por 200 dosis, que generalmente se abonaban del capítulo de imprevistos. Así se siguió procediendo hasta bien entrado el siglo XX y, todavía en 1925 ante el aumento de casos de rabia, se libró crédito extraordinario para la extinción de perros.

          El perro, el "mejor amigo del hombre", como se ve no dejó de crear problemas a los pacíficos vecinos de Santa Cruz, incluso de toda la Isla, desde los primeros tiempos. Pero también ellos sufrieron las terribles consecuencias. Aún hoy pueden verse en ciertos lugares, especialmente en las cumbres, podencos perdidos o abandonados por sus dueños, que marchan sin rumbo buscando sobrevivir como buenamente pueden. Es un trágico cuadro que inopinadamente puede salir al encuentro de caminantes y excursionistas.

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