Va de sombreros (Retales de la Historia - 124)
Por Luis Cola Benítez (Publicado en La Opinión el 1 de septiembre de 2013).
El sombrero, hoy casi en desuso, fue siempre prenda de distinción, especialmente masculina. También lo usaban las damas, pero en ellas era más un elemento estético limitado, sin las posibilidades expresivas que los caballeros solían sacar a su prenda cubrecabezas. Existía todo un lenguaje del sombrero, al encontrarse con un conocido, al entrar en un local cerrado, al cruzarse con una dama, al saludar a un personaje, lenguaje que iba desde tocarse levemente el ala del sombrero en señal de saludo, hasta revolotearlo rocambolescamente en auténtico remedo versallesco. Todo un compendio de protocolo social en el gesto realizado con un simple sombrero. Desde hacerlo girar entre las manos evidenciando duda, temor, incertidumbre, hasta lanzarlo al aire en señal de júbilo.
Hubo una época en la que, además, el caballero ganaba en distinción si también lo usaban sus criados, de lo que dejó testimonio Lope de Vega en su obra Quien ama no haga fieros, cuando preparando un viaje el señor le pregunta a su criado si tiene sombrero y este le contesta: “¿Tan grande señor te sueñas, que has de llevar lacayo con fieltro?” Naturalmente que aquí, en Tenerife, la cosa era más sencilla. La primera mención de un sombrerero la encontramos en Ancheta y Alarcón en 1744, cuando nos cuenta la boda de Margarita Assier con el francés Juan Bosch, que tenía “sus sombreros teñidos a la puerta de la calle para que supieran que allí vivía” -todo un reclamo publicitario- y que había hecho fortuna en las Indias.
No todo el mundo podía tener el sombrero puesto a su antojo, pues existían limitaciones, en algunos casos muy estrictas, dictadas incluso por las más altas instancias. En 1804 se recibió una Real provisión que ordenaba tajantemente que los marchantes de la carnicería no tuvieran el sombrero puesto delante de los diputados de semana, bajo multa de 10.000 maravedíes. En 1817, ejerciendo la jurisdicción el regidor Domingo Madan, el mismo día 25 de julio, cuando la corporación iba a salir para la iglesia a la conmemoración de Santiago, llegó un oficio del Venerable Vicario protestando porque el 3 de mayo anterior el alférez mayor portador del Pendón había llevado puesto el sombrero, confiando que no ocurriría lo mismo en esta ocasión. Los regidores quedaron perplejos, pero antes de salir contestaron al Vicario que así lo autorizaba la costumbre cuando no iba en el cortejo S. M. Sacramentada, y que lo mismo hacían otros estamentos, como el militar.
Pasa el tiempo y, en 1830, se tomó la insólita decisión de suspender este año las procesiones de la Cruz y de Santiago, para lo que se alegaba el poco respetuoso comportamiento de los extranjeros y transeúntes y el tener los concurrentes que hacer el recorrido sin el sombrero, expuestos al sol o frío de la tarde, por lo que se acordó celebrar las procesiones en el interior de la iglesia. Sin embargo hay señales, bastante más que indicios, de que la verdadera razón de la suspensión era la carencia de fondos para sufragar los gastos. Pero también algo de cierto habría en la excusa climatológica, pues pocos años después se solicitó del Obispado que la procesión del Corpus pudiera celebrarse por la tarde por los grandes calores que se experimentaban y porque muchos vecinos se encontraban aún bajo los efectos de las fiebres catarrales que se habían padecido. Esta petición se repitió de vez en cuando en años siguientes, de acuerdo con las condiciones ambientales, como ocurrió en mayo de 1845 alegando, al tener que ir sin sombrero, “los graves perjuicios que podrán ocasionarse á la salud pública por los execivos calores que ya se experimentan.”
Durante largos años el sombrero fue prenda primordial masculina, hasta el punto de que no se consideraba ir bien vestido si faltaba este complemento. Cuando en 1841 se declaró un incendio en la calle San Lorenzo -hoy Pérez Galdós- y el agua no llegaba a las bombas, un muchacho de 16 años se quitó la camisa para taponar el salidero de una arquilla y dirigirla al punto deseado de la atarjea. El Ayuntamiento le recompensó regalándole todo un equipo completo de vestir que comprendía camisa, pantalón, chaqueta, pañuelo para el cuello, zapatos y, no podía faltar, un sombrero.
La obsesión por cubrirse la cabeza era tal que, en 1852, al alcalde accidental Esteban Mandillo se le dispensó, por prescripción médica, de asistir a las funciones públicas a las que debía ir con la cabeza descubierta. El año siguiente se acordó ir siempre los ediles a las funciones descubiertos, para obligar a los transeúntes y concurrentes a guardar la compostura y respeto debidos.
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