Por primera vez se levanta acta (Retales de la Historia-116)

Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 7 de julio de 2013).

 

          Comienza el año 1795, para el que resultó elegido alcalde Tomás Cambreleng, cuando ya hacía veintidós que el alcalde Real ordinario del Lugar y Puerto de Santa Cruz se elegía democráticamente por una junta de veinticuatro electores. Las juntas se celebraban en el domicilio del titular, puesto que no se disponía de casas consistoriales, y es el día 29 de enero de este año cuando por primera vez queda constancia de haberse levantado acta de la sesión municipal celebrada. De fechas anteriores existen numerosos documentos y notas en los diferentes legajos, pero no un acta que dejara constancia de los acuerdos tomados. Al menos, parece ser la más antigua que se conserva.

          Bajo la presidencia de Cambreleng se reunieron los diputados del común Carlos José Povía, José Sánchez Izquierdo, Nicolás de Acosta y Esteban Mandillo y el síndico personero Pedro Forstall, y de todo dio fe el escribano Matías Álvarez. ¿Y de qué trataron tan ilustres varones?

          Las atribuciones y capacidad de decisión de estas primeras corporaciones eran bien cortas, pues todos los asuntos relacionados con la administración política y económica residían en el Cabildo de la Isla, con sede en La Laguna. Ni siquiera a partir de 1723, cuando los capitanes generales decidieron instalarse en el Puerto, el todopoderoso Cabildo perdió su independencia y continuó mandando y disponiendo en todo lo concerniente a los pueblos de la Isla, como siempre había sido.

          En realidad, el Ayuntamiento de Santa Cruz dependía en todo del Cabildo y su función se limitaba, casi exclusivamente, al control de mercancías embarcadas y desembarcadas, visitas preceptivas a navíos y vigilancia y posturas de los artículos de primera necesidad o de mayor consumo. Hay que recordar que se vivían años de gran escasez de subsistencias, lo que no dejaba de propiciar la especulación y el incremento de los precios.

          Por tanto, no es de extrañar que en el acta de esta junta celebrada aquel 29 de enero adquiriera todo el protagonismo el precio de los comestibles y bebestibles, y no eran los menos importantes estos últimos. Es curiosa la lista de los artículos que se tasan y que nos dan idea de cuáles eran los de mayor o habitual consumo en aquella sociedad portuaria, liderada en gran parte por una burguesía comercial que había ido ocupando los puestos más relevantes de la misma.

          Como ejemplos, se acuerda que se venda el aguardiente “crudo” a 30 cuartos el cuartillo, el de anís a 28, el aguardiente de caña a 32, el anís a 12 cuartos la libra; los arenques ahumados, los grandes a 2 ½ cuartos y los chicos a 2; los arenques salados grandes a cuarto y medio y los chicos a cuarto; el aceite de oliva a 68 cuartos el cuartillo; y sigue una larga lista de otros víveres, incluyendo una serie de normas para la venta de pescado fresco y sus precios, así como para las carnes.

          Pero en las subsistencias se daban otros inconvenientes, más aún cuando se vivía una extrema sequía en Tenerife y las cosechas habían sido muy cortas, como el que denunciaba en la misma sesión el diputado decano Carlos Povía, cuando exponía “lo sucio y mezclado con tierra, pajas y piedras que suele venir el grano de Fuerteventura y Lanzarote, que por tiempos es notorio este fraude y el perjuicio que experimenta el Común”.

          Y también, en este año 1795, no se podían olvidar otros motivos de preocupación derivados de la guerra con Francia, como era el completar los cuadros de las tropas defensivas. Con este motivo, en el patio del convento de Santo Domingo se presentaron al coronel comandante del Real Cuerpo de Artillería un total de 56 hombres para reemplazo de las tres compañías de la plaza. Y el comandante general Antonio Gutiérrez encargaba al alcalde Cambreleng que no olvidara las medidas de vigilancia y prevención ante un posible ataque enemigo, remitiéndole a lo dispuesto dos años antes, en julio de 1793, sobre este asunto.

          Por el mismo motivo, por el estado de alarma e inquietud en que se vivía, también el Cabildo daba instrucciones al alcalde de Santa Cruz sobre lo que debía hacerse para la extinción de posibles incendios y sobre lo importante que era la conservación de las aguas de abasto en el caso de que se sufriera invasión por Francia.

          El clima de incertidumbre era generalizado en el pueblo del puerto, pues se sabía a ciencia cierta que en caso de ataque enemigo Santa Cruz sería el primer objetivo de toda la Isla y de toda Canarias.

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