Santa Cruz, el mar y los barcos (Retales de la Historia - 99)
Por Luis Cola Benítez (Publicado en La Opinión el 10 de marzo de 2013).
Algunos dicen que Santa Cruz vive de espaldas al mar.
No sé…, en todo caso, no ha sido por decisión propia. La realidad es que Santa Cruz se ha visto alejada del mar, empujada tierra adentro, por las infraestructuras urbanas y portuarias que le han vedado lo que era su vocación marinera de siempre. Ya no se puede acceder al puerto, ya no son posibles los placenteros paseos por el alto espigón para disfrutar del trajín portuario, para ver de cerca los barcos, los pasajeros y el inusitado espectáculo del atraque de los grandes buques, los remolcadores, de todo cuanto conforma la vida de un gran puerto moderno. Viendo todo aquello el santacrucero se sentía orgulloso de su puerto. Hoy lo desconoce, porque no se permite su presencia. Ni siquiera, como nos ha recordado recientemente el amigo Rafael Zurita con palabras de Francisco de Cossio, ya no es posible recrearse desde la terraza del Bar Atlántico con la vista de los balandros que competían frente a la Plaza de España. Sólo se ve un “mamotreto” antiestético y un absurdo “charco” que sirve de depósito a hongos marinos y a toda clase de inmundicias volanderas que impulsan las brisas de los alisios.
Los barcos… Desde los primeros tiempos, algunos eran construidos en Santa Cruz, y así encontramos a Blas Díaz, que dio su nombre a la Caleta, luego conocida como de la Aduana, que es fama construyó en ella un navío de gran porte para su época. La histórica Caleta, primer desembarcadero del Lugar y Puerto, cuando aún no era Villa, y menos Ciudad, hoy sepultada por la expansión urbana hacia el mar.
La relación de Santa Cruz con su mar viene de viejo, como lo evidencia el epíteto de chicharreros -pescadores del sabroso chicharro-, con el que se designa a sus habitantes, hoy casi extendido a los de toda la Isla. Y, además, estaba la construcción naval, con toda la modestia de los medios entonces disponibles, con los que los carpinteros de ribera demostraban su afán de dotar a la isla de los únicos medios que permitían comunicarse con el exterior y recibir pasajeros y mercancías o para dedicarlos a la industria pesquera. Así, se botaron al mar de la bahía santacrucera, en 1838, en la playa frente a la Alameda, los barcos denominados Teide y Tinerfe, que se dedicaron a la pesca del salado en la costa africana, cuando apenas hacia un año que había pasado el primer buque de vapor, el inglés Atlanta, que recaló para aprovisionarse de 100 toneladas de carbón, de paso para las posesiones inglesas en la India.
Luego, en la costa frontera a la calle San Felipe Neri -hoy Emilio Calzadilla- se construyó la fragata Nivaria, de 454 toneladas. Más tarde, frente a la ermita de Regla, los bergantines goletas Concha y Puerto Franco. Después, en la playa de San Antonio, el pailebot San Antonio de Tenerife. A continuación, en el mismo lugar, los Adriano, Voluntad y Tinguaro, y que no fueron los últimos. En 1879 se lanzó al agua, aprovechando la pleamar de la una y cuarto de la noche, la fragata clíper Victoria, que con sus 526 toneladas era el mayor buque construido en las Islas. La expectación suscitada por su botadura hizo que a pesar de lo avanzado de la hora, según las crónicas de la época, se reunieran en aquella playa cerca de 30.000 personas, muchas de ellas llegadas desde el día anterior de todos los puntos de la Isla. Las mismas crónicas, señalaban: “La noche era hermosa y la luna iluminaba escena tan sorprendente.”
Todo el litoral de Santa Cruz, desde las playas de Regla hasta la desembocadura del barranco de Almeida, olía a brea y era astillero y varadero, en los que los carpinteros de ribera y calafates ejercían su noble oficio. Precisamente el ensanche en la llegada al mar de los barrancos de Ancheta y La Leña, que se unen para formar el de Almeida, fue también conocido como playa del Varadero. Pero, además, estaban los pescadores de bajura, que dieron renombre y solera a los barrios de El Cabo y San Andrés, en los que la tradición marinera ha perdurado hasta casi nuestros días. Entre ambos enclaves, las playas de la Alameda y de San Antonio eran las más concurridas para los baños en los veranos chicharreros.
Pero forzosamente hay que volver a las primeras líneas de este Retal. A los ciudadanos comunes, mondos y lirondos, nos han robado el mar. Cuando se terminó el lamentable derribo del castillo de San Cristóbal, el gran arquitecto que fue Antonio Pintor pidió al Ayuntamiento de la capital que nunca jamás se impidiera la vista del mar desde la plaza de la Candelaria. Poco caso se le hizo, y hoy casi es imposible, además de verlo desde dicha plaza, el poder acercarnos a lo que históricamente constituyó y fue el germen que dio la vida a Santa Cruz y su puerto. La razón de ser de su existencia.
- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - -