Tragedia amarilla (1) (Retales de la Historia - 97)

Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 24 de febrero de 2013).

 

          Podría decirse que Santa Cruz entró en el siglo XIX con buen pie al recibir en 1803 el privilegio de villazgo exento y contar desde entonces con ayuntamiento. Pero este título era todo su caudal, pues los bienes propios de la Isla los poseía y administraba el Cabildo, establecido en La Laguna. Un supersticioso podría decir que había entrado en el siglo con el pie derecho, pero pronto se le cambió el paso y el infortunio se abatió sobre el recién estrenado municipio.

          En 1810 comenzó a recelarse un posible contagio procedente de tierras americanas, pues eran varios los barcos procedentes de aquellos puertos que traían enfermos o reconocían haber fallecido algunos tripulantes o pasajeros en la travesía. Se tenían noticias ciertas de que en La Habana y Estados Unidos se padecía “vómito prieto” o “calentura amarilla”, terrible enfermedad tropical que Santa Cruz ya había padecido en dos ocasiones, en 1701 y 1771, con trágicas consecuencias.

          El 11 de septiembre de 1810 llegaron de Cádiz, donde no se tenían noticias de que se padeciera la enfermedad, los correos marítimos San Luis Gonzaga y Fénix y a los pocos días comenzaron a notarse los primeros síntomas y a ocurrir algún fallecimiento, que al principio nadie relacionó con una posible epidemia a pesar de las evidencias, pues los primeros casos se dieron en personas que habían tenido contacto con gentes desembarcadas de los citados correos o habían estado en los lugares que aquellos frecuentaron, tal como la fonda de la calle San José conocida como la de “Rita la frangolla”. El primer caso que prendió de verdad la alarma fue el de una parturienta, la esposa del regidor Pedro Forstall, que murió después de pocos días de rápida enfermedad. El día 18 el ayuntamiento se tomó en serio la situación y convocó a los tres médicos que ejercían en la villa -Juan García, Joaquín Viejobueno e Ignacio Vergara-, los cuales informaron que desde hacía quince días se padecían “calenturas biliosas”, de las que ya habían fallecido cinco personas, y que en aquel momento tenían controlados cuarenta y cinco atacados, de los que ocho lo eran de extrema gravedad. Estimaban los médicos que la enfermedad presentaba síntomas epidémicos y que debían tomarse sin pérdida de tiempo las medidas oportunas para aislar y precaver el contagio.

          Esta era la primera situación de emergencia grave que afectaba a Santa Cruz contando ya con Ayuntamiento propio. La corporación en pleno, con su alcalde José Víctor Domínguez a la cabeza, no sólo supo responder de forma admirable al terrible  reto, sino que infundió ánimos a la población y supo atraer a los más importantes vecinos de la villa. Al no disponerse de caudales todos los gastos necesarios para combatir la epidemia y abastecer a la población fueron cubiertos con aportaciones de los regidores y vecinos, cuyo desprendimiento alcanzó cotas dignas del mayor elogio.

          Desde el momento en que se confirmó la noticia la alarma fue general en Santa Cruz y fueron muchos los que trataron de buscar refugio en La Laguna, pero nada más llegar los primeros, el mismo día 19, se constituyó allí una Junta cuya primera disposición fue la de formar un cordón de piquetes a la altura de La Cuesta, obligando a regresar al puerto a los que subían e impidiendo a las gentes del campo que bajaran con sus verduras, pan, carbón y demás suministros.

          El número de los afectados por la fiebre crecía día a día y pronto el hospital de los Desamparados, el militar y el de San Carlos estuvieron totalmente llenos, y hubo que ocupar una casa particular para acoger a más enfermos. Los propios regidores daban de comer a los internados y ayudaban a enterrar a los muertos, abnegada labor que algunos de ellos -Juan Anzán de Prado y Pedro Forstall- pagaron con la vida, y otros, como el propio alcalde, sufriendo el contagio. Hubo momento en que el concejo municipal no pudo reunir más que a un solo regidor y dos diputados, por encontrarse el resto sufriendo la enfermedad.

          El comandante general, el mariscal de campo Ramón de Carvajal y Castañeda, no quiso abandonar el puerto y permaneció en su puesto dando ejemplo de sacrificio, hasta el punto de perder a sus dos hijos por la epidemia -enterrados en la ermita de Regla- y fallecer él mismo en el rebrote que se padeció el año siguiente. La decisión de efectuar enterramientos en la ermita, en lugar de hacerlo en las iglesias como era habitual, se debió a evitar la proximidad de los cadáveres con los que acudían a las rogativas, pero pronto se comprobó que el espacio que ofrecía Regla era insuficiente. Se pensó entonces hacerlo en la ermita de San Sebastián, lo que no fue posible por ser aquella zona de “risco cerne” que no permitía abrir zanjas para los enterramientos. Ello obligó a la creación del primer cementerio de la población, el de San Rafael y San Roque, en el llano de los Molinos, lugar que entonces era un descampado árido, aislado y ventoso, muy en las afueras del poblado.

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