Prolegómenos del 25 de Julio de 1797

 

Por Luis Cola Benítez  (Publicado en Apuntes históricos sobre la Gesta del 25 de Julio de 1797. Grupo Filatélico y Numismático de Tenerife, Julio de 1997) 

 

Los antecedentes. 

         En relación con Francia e Inglaterra, la política exterior española se nos muestra de tortuoso seguimiento en el siglo XVIII, especialmente en su último tercio.

           Vinculada España a Francia por el “Pacto de Familia”, acordado entre Carlos III y Luis XV y  firmado en Versalles el 15 de agosto de 1761, nuestra nación aceptaba un acuerdo ofensivo-defensivo, por el que ambas monarquías consideraban como enemigo propio a cualquiera que lo fuera de la otra. Este pacto, muy poco beneficioso para España, era en realidad una fórmula para salvaguardar los intereses de la dinastía borbónica en Europa.

           Aunque el acuerdo perdió entidad a partir de 1763, las relaciones con Francia continuaron siendo objeto de un especial tratamiento por parte de la corona española, lo que se prolongaría al reinado de Carlos IV, aunque siempre era el país vecino el que sacaba mayores ventajas de la situación. Con el estallido de la Revolución y la prisión y muerte de Luis XVI, entra España en la coalición europea contra Francia, hasta que en 1795 se firma la paz de Basilea. Por la consecución de este tratado, Manuel Godoy, otrora cabeza visible del partido belicoso frente a Francia, es recompensado con el título de Príncipe de la Paz.

          El año siguiente, ofendido el monarca por los continuados ultrajes de Inglaterra a los intereses españoles, firma un nuevo tratado de alianza ofensiva y defensiva con Francia, que viene a representar una segunda edición del pacto de 1761. Si malo fue para España el primero, este segundo resultaría bien funesto. En octubre de 1796, Carlos IV declara la guerra al Rey de Inglaterra, a sus Reynos y Súbditos.

          La noticia oficial de este declaración de guerra llegó a Tenerife en los primeros días de noviembre, y el general don Antonio Gutiérrez, máxima autoridad en las Islas, ordenó su publicación inmediata. Seguidamente ofició al Cabildo de Tenerife, en La Laguna, y a los coroneles de los cinco regimientos de Milicias, advirtiéndoles que cobraba total vigencia el plan general de defensa formado en 1793, con motivo de la anterior guerra con Francia.

           Pocos días después recuerda al ministro de la Guerra que desde el mes de septiembre había solicitado el envío de un refuerzo de tropas veteranas para la defensa de la isla, puesto que no disponía de más guarnición que el Batallón de Infantería de Canarias incompleto. Por este motivo se ve obligado a llamar urgentemente a Santa Cruz a las compañías de Granaderos de los citados regimientos de Milicias, a cuyo frente puso al coronel del de Abona, marqués de la Fuente de las Palmas. Estas tropas habían servido en el ejército de Cataluña durante la guerra con Francia en el Rosellón, por lo que también nombró como ayudante a don Pascual de Castro, que lo había sido en campaña de la columna de Granaderos.

          Casi al mismo tiempo, el 14 de febrero de 1797, tiene lugar la batalla del Cabo de San Vicente, en la que el almirante Jervis venció a la flota española mandada por don José de Córdoba y Ramos, acción en la que tuvo importante protagonismo el entonces comodoro Horacio Nelson. Sin autorización de su superior, al observar Nelson que se producía un hueco en la línea de barcos españoles, enfiló hacia allí su navío, llegando a verse rodeado por media docena de buques enemigos, contra los que luchó con extraordinario valor. Al observar Jervis la maniobra, envió dos barcos en su ayuda, logrando dividir a la flota española. Nelson, seguido de sus marineros, abordó en persona un navío, peleando con auténtica temeridad y, al ver que desde otro barco español se les hacía nutrido fuego de fusilería, abordó también a este segundo.

          Como consecuencia de la victoria alcanzada, el almirante John Jervis fue premiado con el título de Conde de San Vicente, y Nelson, ascendido a contralmirante, con el de Vizconde, y continuó en la escuadra bloqueando el puerto de Cádiz y tomando parte en varios ataques y bombardeos a la plaza.

          El bloqueo de la bahía gaditana se prolongaba de forma desesperante para la escuadra británica, especialmente para muchos de sus capitanes, que acataban las órdenes superiores pero consideraban una pérdida de tiempo la forzosa inactividad con la que transcurrían las semanas. Por este motivo, Jervis, que era consciente del estado de ánimo de sus jóvenes oficiales, destacaba de vez en cuando algunos de sus barcos en misiones de corso hacia el Estrecho y, especialmente, hacia aguas canarias, paso obligado de la mayor parte del tráfico con América española.

          A primeros del mes de marzo llegaron al puerto tinerfeño, después de seis meses de viaje, dos fragatas de la Real Compañía de Filipinas, que habiéndose enterado por un barco americano de lo que ocurría en aguas de Cádiz, decidieron buscar refugio en la bahía de Santa Cruz. Estas fragatas eran La Princesa, cuyo cargamento se estimaba en un millón doscientos mil pesos, y la Príncipe Fernando, con seiscientos a setecientos mil pesos.

          Por estas fechas hacían el corso en aguas del Archipiélago varios buques británicos, que lograron apresar cuatro barcos de pesca de la costa africana, uno de Fuerteventura y otro de Canaria, así como uno que conducía tripulantes de un barco de los que traían  trigo de Mogador. Estas noticias hicieron que las gentes de mar se atemorizaran y no quisieran salir del puerto. Pero los ingleses no se limitaban a efectuar estos apresamientos, sino que, además, aprovechaban cualquier ocasión favorable para aproximarse cuanto podían fuera del alcance de la artillería, para reconocer el puerto y comprobar qué barcos se acogían en él. Así, el 10 de abril por la tarde se avistó un bergantín que hacía por la bahía, se acercó temerariamente y con rapidez volvió el rumbo y desapareció de la vista del puerto.

          En la madrugada del 17 al 18 del mismo mes, dos fragatas de guerra inglesas, de entre 38 y 40 cañones cada una, aprovechando la oscuridad de la noche sorprendieron a la tripulación de la  Príncipe Fernando, cortaron sus cables y la sacaron de la bahía favorecidos por viento del Norte. Tan pronto como las primeras claridades del día lo permitieron, la artillería de la plaza comenzó a disparar a los tres barcos, acción que fue contestada por el enemigo, sin daño para ambas partes. El mal ya estaba hecho y pronto se alejaron del alcance de nuestras defensas. A la mañana siguiente, en la lancha del barco apresado, devolvieron la mayor parte de los tripulantes que se encontraban a bordo en el momento del asalto, reteniendo, para “hacer buena la presa”, según costumbre en la ley del mar, al segundo capitán de la fragata española y a cinco marineros.

          El general Gutiérrez había ofrecido a los capitanes de las dos fragatas de la Compañía de Filipinas aumentar de noche la guarnición de las mismas con alguna tropa, lo que no habían aceptado los interesados, confiando en demasía en sus propios recursos. Por los prisioneros devueltos se supo que la expedición inglesa venía al mando del intrépido capitán Bowen, subordinado y amigo personal de Nelson.

          Como consecuencia de lo ocurrido, Gutiérrez tomó diversas disposiciones, no sólo dentro del ámbito puramente militar. Se quitaron el timón y las velas a la otra fragata, La Princesa, y se procedió a desembarcar su carga, al tiempo que se estableció a bordo un retén de 50 soldados al mando de un oficial. Por las noches, se aproximaba el barco a tierra lo más que se podía.

          En días sucesivos continuó la presencia de barcos británicos en nuestras aguas, que seguían acercándose a reconocer el puerto para luego alejarse rápidamente. A la vista de estas intranquilizadoras visitas, el comandante general procedió a aumentar la guarnición en lo posible, limitado como estaba por la escasez de hombres y material. Se establecieron rondas nocturnas con lanchas dentro de la bahía, y se comenzó a trasladar a La Laguna los tesoros de culto de las iglesias y los archivos de la Real Hacienda y de la Aduana. Igualmente, a primeros de mayo se organizó un “Plan de Rondas” para prevenir en caso de ataque, tanto el suministro de subsistencias, como los posibles incendios y actos de pillaje, atención a los heridos, etc. También se establecieron vigías o atalayeros que avisasen de la presencia de navíos antes de que estuvieran dentro de la bahía.

          El día 25 de mayo había llegado a puerto la corbeta francesa de 16 cañones La Mutine, con 145 hombres de tripulación, en misión especial de la Convención de la República, conduciendo un valioso cargamento. Dos días después se acercaron dos fragatas inglesas que enviaron una lancha con bandera parlamentaria, a la que le salió al encuentro otra española, con la disculpa de proponer el canje de ciertos prisioneros, pero, en realidad, con la mal disimulada intención de reconocer más de cerca el puerto y sus defensas. Tal fue así, que en la madrugada del 29 fue sigilosamente asaltada y sacada de la bahía la corbeta francesa, repitiéndose lo ocurrido con la fragata española en el mes anterior. Parte de la tripulación francesa pasaba la noche en tierra, pero entre los que quedaron a bordo y los asaltantes, se produjeron bajas por ambas partes. El 4 de junio volvieron a presentarse las dos fragatas, y se realizó el canje de prisioneros con once ingleses que había en Tenerife,  apresados en acciones anteriores.

          Las correrías de los barcos ingleses continuaron en las semanas siguientes, de forma que en ocasiones se dejaban ver, con la consiguiente alarma de la población, y otras llegaban noticias del apresamiento de algún pequeño barco de pesca o de los que hacían el tráfico entre las islas, cuando no de que habían causado daños en la cosecha de cereal en Arguineguín, en la isla de Canaria.

           La amenazadora presencia enemiga en aguas canarias se prolongó, al menos,  hasta el 15 de julio.

  Las intenciones

.          Mucho se ha hablado sobre las verdaderas razones que impulsaron a Nelson a atacar Tenerife, y de cuáles eran sus auténticas intenciones. Desde pretender la conquista y ocupación de la isla y, como consecuencia de ser Santa Cruz la única plaza fuerte, de todas las demás, hasta contentarse con una rápida incursión, apoderarse de los barcos surtos en su bahía con todo su cargamento, de los caudales de la Hacienda real y de cuantos productos y mercancías no fueran necesarios para el consumo y subsistencia de la población.

          Algunos autores han dado por hecho el primer supuesto, sin aportar razones fundadas para ello, aunque en cierto aspecto no estén desencaminados. Si el intento de Nelson no hubiera fracasado, ¿qué le hubiera impedido poner a las islas bajo la soberanía de su nación? No se pierda de vista que mientras la flota española, diezmada después de la derrota del Cabo de San Vicente, se encontraba bloqueada en Cádiz, la británica disponía de medios más que suficientes para prestar a la cabeza de puente que iniciara Nelson el apoyo necesario para rematar el trabajo y consolidar su posición.

          Otros cronistas limitan la acción de Nelson a una simple incursión corsaria, con el exclusivo fin de robar y saquear en beneficio propio y de la corona. Estos últimos son los más numerosos y es `posible que basen sus argumentos en las amenazas contenidas en el ultimátum redactado por el propio contralmirante para que fuera entregado al general Gutiérrez, entrega que, debido a las desfavorables circunstancias en que se encontraron las fuerzas británicas de desembarco, nunca llegó a realizarse.

          También es cierto que hasta ahora, inexplicablemente, los historiadores han pasado de forma un tanto superficial sobre este aspecto del ataque inglés a Tenerife, evidenciando, cuando lo han hecho, la ausencia de argumentos sólidos basados en pruebas documentales y fehacientes. Sólo Cioranescu aporta alguna luz sobre esta cuestión al hacerse eco de las aclaraciones que Nelson le pide a Jervis sobre las instrucciones recibidas para la expedición.

          Hoy, gracias a la encomiable labor investigadora de las fuentes inglesas que viene realizando Daniel García Pulido, contamos con un documento inédito en español, consistente en una carta dirigida por Nelson a Jervis con fecha 12 de abril de 1797, en la que le propone el ataque a Tenerife. Esta carta es interesantísima por varios motivos.

          Primero, porque aunque se ha dicho hasta la saciedad que el capitán Bowen, comandante de la fragata Terpsichore, fue quien aconsejó y convenció a Nelson para efectuar el ataque, en la carta le dice a Jervis que fue el capitán Troubridge, del navío Culloden, el que le informó que el Virrey de Méjico, con un riquísimo cargamento, se encontraba en Tenerife. Ambas cosas son compatibles: Troubridge pudo informarle de la estancia de dicho barco procedente de América en el puerto de Santa Cruz -noticia que resultaría falsa-, y Bowen, después, animarle ante el fácil éxito logrado por él en el robo de la Príncipe Fernando. En segundo lugar, se evidencia que Nelson planea y estudia el ataque por encargo expreso del almirante Jervis, pues le dice: “usted me ha hecho el honor de que me ocupe del asunto.” 

         Nelson deja constancia de saber que el agua se suministra a la población por canales de madera, que propone destruir, lo que induciría a una rendición muy rápida. Sabe que a la rada, al acercarse desde la Punta de Anaga, se accede navegando frente a altas montañas, pasando por tres valles -probable alusión a Bufadero, Valleseco y Tahodio-, y que el calado permite acercarse a los transportes de la tropa, facilitando su desembarco. También toma en consideración la posibilidad de que el viento sople desde tierra o desde el mar, y la dificultad o ventaja que ello reportaría a su plan. Inexplicablemente no menciona el predominio de vientos del NE, que en ocasiones rolan al S-SO, ni hace referencia a las corrientes costeras, factores que tanto le perjudicarían al desarrollar la acción. Sin embargo, conoce perfectamente que las colinas que cubren la población no están fortificadas para resistir un intento de tomarlas por asalto, lo que trataría de hacer en su primer desembarco del día 22 de julio, con bien escaso éxito por no tener en cuenta la accidentada topografía. Queda clara su inicial intención de atacar la población por su desprotegida espalda.

          Otro punto de interés es que Nelson manifiesta a su superior cuán gustosamente asumiría la dirección y ejecución del plan, que inicialmente concibe como un ataque naval en gran escala. Este plan, dice, inmortalizaría a los enterradores, arruinaría a España y tiene todas las probabilidades de elevar a nuestra Nación al mayor grado de riqueza que nunca haya logrado”, -argumentos que, a modo de incentivos, destaca por dos veces en su escrito utilizando casi las mismas palabras-, mientras que calcula el valor de las posibles presas en seis o siete millones de libras.

          El plan propuesto por Nelson comienza siendo de tal envergadura que sugiere a Jervis la colaboración de las tropas del general de Burgh, destacamento de 3.700 hombres de Elba, con cañones, morteros y todo el material ya embarcado, los cuales, añade, harían el trabajo en tres días, probablemente en mucho menos. Aconseja a Jervis hacer, en apoyo de la idea, una clara representación -obviamente, al Almirantazgo-  explicando las grandes ventajas nacionales que la empresa representaría para Inglaterra y la favorable situación en que se colocaría para negociar la paz. Incluso, para atraer a su plan al general de Burgh, propone que el destacamento tendría la mitad del botín, al tiempo que expresa su opinión de que estas tropas harían más por su nación en las dos semanas que dedicaran a la operación, que lo que pudieran hacer en Portugal.

          No obstante, en previsión de que el jefe del destacamento no aceptara, Nelson rebaja sus pretensiones, pero no renuncia a ellas, y propone a Jervis recurrir entonces al general O’Hara, cuyos Royals, unos 600, están en la Flota, con artillería suficiente para el asalto. Le recuerda que como almirante de ella tiene la facultad de preparar los navíos-almacén, y que otros 1.000 hombres todavía asegurarían más la empresa.

          Por el texto de este importante documento queda claro que el contralmirante Nelson proponía venir a Tenerife a por todas”,  que deseaba hacerlo y se ofrecía para dirigir la parte naval de la operación, aunque no dejaba de manifestar a Jervis que todo el riesgo y responsabilidad deben recaer en usted. Expedita manera de dejar bien claras las cosas ante su superior, consciente de la especial relación que les unía, y que se explica por la frase de una carta a su esposa, Fanny, -que transcribe su biógrafo Tom Pocock- en la que dice: “Parece que Jervis no me considera un subordinado, sino un colaborador.” Una semana después de la carta a Jervis, en la madrugada del 18 de abril, tiene lugar el asalto de Bowen a la fragata Príncipe Fernando en la bahía de Santa Cruz. Con este motivo, es probable que Bowen desmintiera a Nelson la noticia que había circulado en la escuadra británica sobre la supuesta estancia del Virrey de Méjico en aguas de la bahía de Santa Cruz. Al confirmarse la falsedad de la información, Jervis pensaría que se devaluaba lo que podía representar para los intereses británicos el ataque a Tenerife, al no contar con la posibilidad de tan importante presa, cree que la expedición a Tenerife no tiene suficiente justificación, y le dice a Nelson que “ya no le parece aquel gran objeto que era cuando me habéis sugerido aquella empresa.” 

          No obstante ello, la facilidad con que sus fragatas se habían apoderado de la Príncipe Fernando, primero, y luego de La Mutine, convencieron a Jervis de la posibilidad de éxito que podía tener en Santa Cruz. Aunque no se encontrara en su bahía el Virrey de Méjico con su fabuloso cargamento de oro americano, allí continuaba la otra fragata de la Compañía de Filipinas, La Princesa, con ricas mercancías, en unión de otros barcos de menor porte que también habían buscado refugio en aquel puerto. Además, Tenerife tenía fama de sostener un rico comercio y allí se encontraban los almacenes de los mercaderes y los caudales de la Hacienda española. Todo ello hizo que accediera a los planes de Nelson, aunque los medios que puso a su disposición no fueran tan abundantes como los que, inicialmente, habían entrado en los planes del contralmirante.

          El 14 de julio el Conde de San Vicente entrega a Nelson las órdenes para la expedición y, mientras se realizan los preparativos, Nelson le pide algunas aclaraciones a las instrucciones recibidas, cuyo contenido resulta imprescindible para el conocimiento y comprensión de las intenciones británicas. Las respuestas de Jervis están contenidas en la obra de N.H. Nicolas, y las ha dado a conocer en español el profesor Cioranescu.

          La primera condición para poder desarrollar el plan con total éxito era la rendición de la plaza.  Pero Nelson no contaba con las corrientes costeras, que le retrasaron considerablemente su primer desembarco en la madrugada del día 22 de julio y, cuando por fin pudo realizarlo, ya había llegado la claridad del día, por lo que no pudo aprovecharse del factor sorpresa. Tampoco tenía exacto conocimiento de lo abrupto del terreno al norte de Santa Cruz, y pensaba que no sería difícil apoderarse de los cerros que dominaban los castillos de Paso Alto y San Miguel, adentrarse lo suficiente para cortar el suministro de agua a la población y atacarla por la espalda. Pero ocurrió que, cuando intentó apoderarse de la altura de Paso Alto, ya las fuerzas españolas la habían ocupado. Por otra parte, si quería destruir los canales de madera que conducían el agua, tendría que haberse internado por Tahodio, pero el desembarco lo había hecho por el Bufadero, posiblemente porque en esta última playa quedaba fuera del alcance de las baterías, mientras que por Tahodio, hubiera sido batido por las fortalezas citadas.

           De haber logrado Nelson la rendición, su misión consistía en apoderarse de la carga de todos los barcos surtos en el puerto y de toda clase de pertenencias, cañones, armas, provisiones, etc., que no fueran legalmente verdaderos productos de la isla de Tenerife, así como otros productos que podrían ser propiedad de tenderos, para consumo de los habitantes de la isla. Si no había rendición y la plaza se ganaba por las armas, debía pedir, además, una fuerte contribución para la conservación de las propiedades privadas, contribución que se haría extensiva no sólo a todo Tenerife, sino también al resto de las islas. Pero, hay más. Si, una vez conquistada la plaza, los españoles no se avenían a aceptar las condiciones impuestas en términos que Nelson considerara razonables, Jervis le dejaba las manos libres para actuar según su criterio y conveniencia, lo que se deduce fácilmente del hecho de que el almirante no conteste a esta pregunta concreta que le hace su subordinado, dejando en blanco la respuesta.

                                                                                                     *   *   *   *

           En resumen, respecto a los antecedentes del ataque inglés a Tenerife en julio de 1797, queda claro que los defensores, por los acontecimientos que se dieron en los meses precedentes, estaban alertados y preparados para repeler el asalto, y que el general Gutiérrez había tomado todas las disposiciones y medidas que estaban a su alcance. Si no hizo más, fue porque los medios de que disponía eran bien escasos, tanto en hombres como en material. Piénsese que de los hombres que estaban disponibles para la pelea, sólo menos de la mitad eran militares con cierta preparación; el resto, eran milicianos, paisanos y  voluntarios, con muy poca instrucción, que nunca habían participado en una acción de guerra. En cuanto al material, frente a casi cuatrocientas bocas de fuego de las naves británicas, apenas se podían oponer noventa, muchas de ellas en mal estado e incapaces de resistir un fuego continuado. La tropa disponía de pocas armas adecuadas y de escasos  fusíles, hasta el punto de que, como nos narra el cónsul francés Clerget refiriéndose al asalto al muelle, muchos defensores lucharon allí con rozaderas, picos y palos.

          En cuanto a las intenciones de Nelson, por el plan inicial que  propuso al almirante Jervis, vemos que cabía cualquier posibilidad. Pero, aunque luego la operación tuvo que efectuarla con efectivos más reducidos, cabe pensar que, de haber logrado un éxito completo, es muy probable que las circunstancias hubieran cambiado para Canarias. Lo cierto es que cuanto se especule sobre este aspecto de la cuestión a nada nos llevará, y no dejará de ser un inútil ejercicio sobre la historia que pudo haber sido y nunca fue.

           La única verdad irrebatible es que la victoria de Tenerife bajo el mando de un veterano y acreditado militar como lo era el general Gutiérrez, sobre las fuerzas inglesas conducidas por un hombre del tesón y valor de Horacio Nelson, constituye la más gloriosa hazaña canaria en defensa de su territorio y de su españolidad, y que para Santa Cruz representa un hito fundamental en el devenir de su historia.