La Torre de San Andrés

Por Emilio Abad Ripoll  (Publicado en la versión digital de la Revista Hespérides, número 191; julio-septiembre de 2012)

Fotografías: R. Hespérides

 

          La tarde del pasado 24 de julio, el Teniente General Jefe del Mando de Canarias. don César Muro Benayas y el Alcalde de Santa Cruz de Tenerife, don José Manuel Bermúdez Esparza,  descubrían en San Andrés el primero de los 15 hitos que por iniciativa de la Tertulia Amigos del 25 de Julio, con la colaboración del Ayuntamiento y el fundamental apoyo de la Autoridad Portuaria, se van a ir levantando en el frente marítimo de la ciudad para recordar la ubicación de Castillos, Fuertes y Baterías (lamentablemente desaparecidos la gran mayoría) en la ocasión de la victoria de Gutiérrez sobre Nelson.

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          Precisamente cuando el citado acto iba a dar comienzo, nuestro compañero el Coronel de Artillería Juan Tous Meliá apareció llevando bajo el brazo varios ejemplares de su última obra, un opúsculo de cuidadosa edición titulado “La Torre de San Andrés ¿Merece la pena rescatarla?. En ese trabajo, que refleja una vez más el espíritu investigador y metódico del autor, nos cuenta Tous la historia del Valle de Salazar, luego de San Andrés, las vicisitudes de su torre (sería más preciso decir de sus torres) y otros temas más, por lo que sinceramente creo que es a él a quien Hespérides debía haber pedido la confección de esta colaboración.

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          Pero dado que me la encomendaron a mí, sin ambages quiero decir que me he basado en esa obra de Juan Tous para escribir estas letras, en la certeza absoluta de que cuando él cita fechas y nombres, es muy raro que pueda existir algún margen de error.

Desde los inicios hasta el ataque de Nelson

          Como es lógico, ante la posibilidad de desembarcos no bien intencionados, especialmente piráticos, en su playa, situada al norte de la confluencia y desembocadura de los barrancos del Cercado y de las Huertas, el Valle de Salazar tuvo que contar con presencia militar desde muy pronto. Según Tous hay constancia de que en 1554 la zona tenía su propia Compañía de Milicias; y es esa una fecha muy temprana pues, como nos cuenta Rumeu de Armas en su Canarias y el Atlántico, tan sólo hacía tres años que Cerón las había organizado en Gran Canaria y apenas uno que se había hecho lo propio en Tenerife. Prácticamente todos los vecinos masculinos del valle, de entre 16 y 60 años, tuvieron que formar parte de aquella Unidad, seguramente compuesta por unos 40 ó 50 miembros, dado que casi dos siglos después, en 1740, vivían por allí tan sólo unos 90 hombres de edades comprendidas entre esos límites.

          A mediados del siglo XVII ya era una necesidad la instalación de una organización artillera en la playa con una doble finalidad. La primera, la de proporcionar protección a los barcos que en ella buscaban refugio huyendo de piratas y corsarios; y la segunda la de alejar a navíos enemigos, pues al separarse de la costa perdían el viento favorable para batir Paso Alto y San Miguel y aproximarse a Santa Cruz. Por ello escribe Tous que hacia 1656 ya debía estar construido un reducto, que en otros trabajos suyos, como la Descripción Topográfica de Tiburcio Rossel (1701) aparece perfectamente situado.

          Sin embargo, no será hasta 1693 cuando el conde de Valle Salazar (dato tomado de Casas y familias laguneras… de don Alfonso Soriano Benítez de Lugo) ofrezca a Carlos II edificar un castillo, ya que en aquel entonces la defensa consistía en un reducto para dos piezas de corto calibre, “sin formación de fortaleza”. El Rey consultó al Cabildo de Tenerife y al Capitán General la conveniencia o no de acceder a lo solicitado, y en ambos casos las respuestas fueron positivas.

          Pero existen serias dudas acerca de que aquella obra defensiva se levantara, si bien Pinto de la Rosa (en su monumental Apuntes para la historia de las fortificaciones de Canarias) nos dice que Miguel Tiburcio Rossel, de orden del Capitán General, que era Agustín de Robles y Lorenzana, la construyó en 1706, añadiendo que poco después fue destruida por una de las impetuosas y frecuentes avenidas de los barrancos.

          Las exhaustivas investigaciones de Tous nos llevan hasta 1724 para dejarnos constancia de un informe del Teniente Coronel Francisco Álvarez de Barreyro en el que se habla del “Fuerte que llaman del Balle de San Andrés…”, que necesitaba ser reedificado “desde el fundamento por estar la mitad arruinado.”

          Años más tarde (1740) Antonio Riviere dibuja su planta y alzado y trabaja en la “Torre demolida en el Valle de San Andrés”, reconstruyéndola -aunque él propuso levantar de nueva planta un fuerte de más enjundia, lo que no le fue aceptado- y dejándonos también documentación de la torre ya arreglada. Y asimismo se sabe que por aquellos años estaba artillada con 3 cañones de hierro.

          Discurre el tiempo, pero tanto los Cabildos que se van sucediendo como los Comandantes Generales que van ocupando el puesto de gobernación de las Islas persisten en la idea de que es necesario levantar en San Andrés una fortificación de mayor importancia. Llega 1762 y el Cabildo acuerda que se construya una nueva torre, lo que es comunicado al Comandante General, Pedro Moreno, quien encarga un dictamen al ingeniero Francisco Gozar. Éste concluye que tiene razón el Cabildo y que habría que hacer, en palabras de los ediles, “una batería o cortina coronada con artillería gruesa…”.

          Mas siguen pasando los años, Gozar se marcha y le sustituye Alejandro de los Ángeles, quien redacta un proyecto, pero… nada nuevo se levanta, hasta que en 1769 otra riada arruina la torre.

          Ante la situación, el Comandante General, que ahora es Miguel López Fernández de Heredia, encarga a de los Ángeles la confección de un nuevo proyecto. El ingeniero se niega -quizás porque ya tenía uno hecho- es arrestado y pronto cesará en el cargo; un subordinado suyo, Sánchez Ochando, levanta la torre, con un diámetro de 17,6 metros y una altura de 8,4 metros, basándose sin duda en el proyecto de su antiguo jefe. Y su primer castellano, que lo será vitalicio, va a ser Salvador Agustín de Vera, que tomará posesión del cargo en agosto de 1770.

          El inicio de la década de los 70 del siglo XVIII va a contemplar también una profunda reestructuración, a escala nacional, de las Milicias Provinciales. El encargado de llevar a cabo las reformas en Canarias será el coronel Maziá Dávalos, quien diseñó para la torre de San Andrés una guarnición consistente en “media compañía de artilleros milicianos”, cuya plantilla la constituían 1 subteniente, 2 sargentos (uno 1º y otro 2º), 2 cabos (uno 1º y otro 2º), 1 tambor y 20 artilleros que se reunían en la torre los domingos por la tarde para adiestrarse. Y se dice que por aquel entonces el armamento principal consistía en 3 ó 4 cañones de a 18.

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La Gesta en San Andrés

          En aquellos calurosos días de julio de 1797, seguía siendo castellano de la torre nuestro conocido Salvador Agustín de Vera. Se encontraba aquellas fechas en Santa Cruz el capitán Bartolomé Miranda, que era alcaide del castillo de San Francisco del Risco, en Las Palmas. Miranda se ofrece al General Gutiérrez y éste lo pone al mando de la torre de San Andrés.

          La artillería se le encomienda al teniente José Feo de Armas, y su primer informe al coronel Estranio, Jefe de la Artillería, no puede ser más desalentador (Artículo “San Andrés y su héroe Vicente Talavera”, de Juan Carlos Cardell Cristellys, incluido en su obra La Palma, francesa y otros artículos sobre el 25 de Julio, 2007) pues escribe que “me encuentro con 4 cañones montados, 2 de ellos de a 24 inútiles por habérsele rotos los ejes de las cureñas…; los otros 2 de a 16, el uno rendido su eje que al próximo tiro quedará en tierra y el otro útil” y añade que “si no se nos provee de lo necesario, no podré responder de la artillería, siéndome bastante doloroso.” Aunque, menos mal, concluye con “Por lo que respecta a artilleros y municiones tengo de sobra.” Inmediatamente se le mandaron 4 ejes para los cañones de 24 y otros tantos para los de a 16, pero aquellos eran demasiado gruesos, y ante la carencia de utensilios adecuados para su ajuste, se montaron los cañones de a 24 con ejes de a 16.

          Desde que se descubrieron las velas inglesas, la pequeña guarnición de la torre de San Andrés estuvo en permanente alerta, e incluso en la tarde del 24 de julio dos cañonazos suyos hicieron alejarse a un navío que se acercó demasiado a tierra. Pero en la mañana del 25, cuando ya se había firmado la capitulación, hecho que se desconocía en San Andrés, el buque insignia Theseus -en el que Nelson estaría sufriendo los dolores inherentes a la amputación del brazo que horas antes se le había practicado-, la fragata Emerald y la bombarda Rayo, empujados por la corriente, se habían aproximado mucho a la playa de San Andrés. En consecuencia, la torre disparó sus cañones, destrozando una vela y un cable del Theseus y ocasionando importantes desperfectos a la bombarda. Respondieron los ingleses con sus piezas de a bordo sin causar daños a los defensores, mientras intentaban alejarse lo máximo posible. En la acción murió un artillero miliciano, el carpintero Vicente Talavera, al reventar un cañón (al que los vecinos del lugar denominarían por ello “el asesino”) como resultado de los numerosos disparos realizados, aunque se le estuvo refrigerando constantemente con cubos de agua. Terminó el duelo artillero prácticamente con la llegada de un mensajero del General Gutiérrez anunciando la capitulación inglesa.

Desde 1797 hasta hoy

          Quien quiera seguir conociendo muchos más detalles de la torre, ya sabe que los encontrará en la citada última obra del coronel Tous. Por mi parte sólo me va quedando decirles que en 1851 la fortificación se encontraba en perfecto estado, y que por R.O. de 25 de julio de 1878 (al cumplirse exactamente 81 años de su última acción de fuego de guerra) se ordenaba su desartillado, aunque no consta para Tous, como algunos aseguran, que ese año la arruinara un aluvión.

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          Pero si se producirá el 30 de octubre de 1893, ocasionando un grave derrumbamiento; y transcurridos poco más de 4 meses, el 6 de marzo siguiente, se desbordaron de nuevo los barrancos y se vino abajo otro trozo de la torre, que, por R.O. de 14 de junio de aquel mismo 1894 sería declarada en ruinas, disponiéndose su tasación (lo que no se llevaría a cabo hasta 1903, en que se valoró en 1.083,23 pesetas) y posterior venta en pública subasta (cosa que nunca sucedió). Finalmente, el 2 de enero de 1924, otra R.O. la declaraba inadecuada para las necesidades del Ejército y dos años después, el 15 de enero de 1926, se entregaba al Ayuntamiento.

          Antes y después de esta entrega se sucedieron algunos intentos para darle algún uso, como en 1925 cuando el comandante de Caballería Bendala solicitara “su usufructo”, siendo su petición desestimada, o en 1936 cuando se inició un expediente para convertirla en orfanato para hijos de pescadores, expediente que se cerró en pocos meses. Sí fue calabozo del Ayuntamiento entre los años 50 y 70 del pasado siglo, para, finalmente, utilizarse durante algún tiempo como almacén municipal de diversos objetos y utensilios utilizados en el mantenimiento urbano de San Andrés.

Final

          Cada vez que paso frente a la torre, yendo o viniendo de Las Teresitas, me viene a la memoria lo que escribí en la prensa local (La Opinión, 2 de abril de 2011):

               “La sensación de abandono que produce la parte derruida de la torre es directamente proporcional al desinterés que por ella parecen mostrar los encargados del patrimonio histórico de Santa Cruz. Hace ya una década la Tertulia Amigos del 25 de Julio intentó mover voluntades en pro de su restauración, pero prevaleció la opinión de los técnicos: la torre debía quedarse como está.”

          Días después, el 7 de abril, en el mismo periódico un reportaje de Noé Ramón recogía la opinión de 4 expertos en arquitectura y reconstrucción sobre la conveniencia o no de restaurarla, opinando alguno que “el alma de la torre era la ruina”. A aquellas líneas remito a quien esté interesado en el asunto. Personalmente sigo creyendo lo que me sirvió para cerrar otro artículo publicado en el mismo medio días después:

               “Y es que parece, y no es la primera vez que así expreso lo que siento cuando paso por sus inmediaciones, que, para una persona normal y corriente, la semiderruída torre de San Andrés (…) sí podría ser un monumento… pero a la desidia. A una desidia nuestra que ha arruinado no sólo las paredes, sino hasta el alma del castillo”.

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