Las otras Milicias

A cargo de Luis Cola Benítez  (Sede de la Agrupación de las Milicias Universitarias, el 8 de noviembre de 2012).

 

          Cuando recibí la amable invitación de nuestro presidente José Luis Domínguez para participar en estas charlas, estuve a punto de sufrir un ataque, si no de pánico sí de incertidumbre, al no saber, a bote pronto, qué tema podría tratar que tuviera un mínimo de interés para una audiencia tan específica como es la de esta Agrupación. Mi formación, salvo los gratos recuerdos que envuelve la bruma del tiempo, de mi paso por el campamento de Los Rodeos, se aleja bastante, yo diría que mucho, de todo lo relacionado con el  ámbito castrense y poco puedo aportar en este tema. Lo sufrieron algunos de ustedes hace ya cinco años, cuando celebramos las Bodas de Oro de mi promoción de las Milicias Universitarias, con la presentación que le hice al amigo y prestigioso doctor Domingo Febles Padrón, compañero de aquellas experiencias, entonces presidente de nuestro Casino. Todavía tengo que agradecer haber escapado vivo de aquella atrevida intervención.

          Entonces, sobre la marcha, se me ocurrió que, donde tantos han tratado de las Milicias Canarias, del Batallón de Infantería de Canarias, de las Milicias Universitarias y de diversos aspectos, unidades o misiones de nuestras Fuerzas Armadas, podía enfocar el tema en otra dirección, y le dije que podía tratar de algo así como de “las otras Milicias”. Y tenían que haber visto ustedes la cara de extrañeza del amigo José Luis, como diciendo ¿qué otras Milicias?

          Lo cierto es que, en todos los países, en todas las épocas, han surgido a través de los tiempos las llamadas milicias, más o menos “voluntarias”, con las que de alguna forma se pretendía  cubrir vacíos en las organizaciones de defensa, vigilancia u orden público, que en algún momento de la historia no podían atender las fuerzas regulares. Al mismo tiempo se trataba de que sirvieran también, llegado el caso, como tropas complementarias a las que poder recurrir cuando se daban ciertas condiciones. Es posible que su origen se remonte a la denominada en la antigua Roma “milicia tumultuaria”, especie de ejército de reserva cuyas actuaciones eran en todo caso locales, limitándose al territorio en el que estaban establecidas. Queda así meridianamente claro que este tipo de milicias tiene remotas raíces.

          Otro posible antecedente, aunque más cercano, podría ser el de “las milicias concejiles” de la Edad Media, auspiciadas por los reyes frente a la nobleza, que declinaron en España al aparecer los ejércitos permanentes, que revivieron en la guerra con Inglaterra a finales del siglo XVIII y que desaparecieron al firmarse la efímera paz de Amiens en 1802.

          Sin embargo, en Canarias la situación era totalmente diferente y las milicias locales, lejos de jugar el papel de cuerpos de reserva de un ejército regular que no existía, fueron desde el principio y durante más de tres siglos la única organización militar. Eran los propios naturales y colonos asentados, los paisanos, los comprometidos en la defensa de sus casas y haciendas en los casos de alarma, cambiando la herramienta, la azada o el arado por las armas para hacer frente al enemigo, fuera este pirata, corsario, francés, berberisco, inglés o nórdico. Así fue desde el principio, tan temprano que la primera reorganización de las llamadas Milicias Canarias se remonta a 1555.

          Evidentemente, en los años iniciales se tropezaba con el serio inconveniente de la falta de disciplinada instrucción a pesar de los denominados "alardes" que se ordenaban de tarde en tarde, lo que comprendía también a los mandos de las unidades, recaídos en los personajes más influyentes, nobles y hacendados, en los que a pesar de su entusiasmo y su mayor ilustración la falta de conocimientos técnicos era notoria.

          En cuanto al inicial pequeño lugar y puerto de Santa Cruz tuvieron que transcurrir cerca de doscientos años para que llegara a contar con una compañía de milicias propia, pues hasta entonces el censo de sus habitantes no cubría las necesidades. Fue en 1687, año en que Santa Cruz apenas rebasaba los 2.100 habitantes, cuando al recabar el Cabildo de la Isla voluntarios se presentaron en el Lugar y Puerto nada menos que 160 hombres, lo que llevó a la máxima institución insular a suprimir el envío diario de milicianos desde La Laguna para cubrir la guarnición necesaria para el servicio en las defensas del puerto. Dos años después, ya había en Santa Cruz dos compañías de milicias. Sin embargo, por el brutal descenso demográfico que el lugar sufrió en los años siguientes, principalmente debido a la emigración a las Américas, antes de finalizar el siglo XVII, en 1694, para formar una compañía de milicianos, que normalmente era de 120 plazas, apenas se presentó medio centenar de voluntarios.

          Poco a poco los cuerpos de milicias fueron mejorando en su función y ya los mandos los comenzaron a ocupar militares profesionales. En 1771 tiene lugar la importante reforma auspiciada por Macía Dávila y en 1789 se contabilizan en el padrón de Floridablanca 302 milicianos sólo en Santa Cruz. En 1792, cinco años antes del ataque de Nelson, se creó el Batallón de Infantería de Canarias, con sede en Santa Cruz, primer cuerpo de ejército profesional. Sin embargo, lejos de desaparecer las milicias, aportaron efectivos al mismo batallón para completar sus cuadros, jugando un importante papel en la defensa de la isla, como así ocurrió en varios episodios ocurridos en la madrugada del 25 de julio de 1797, tanto defendiendo el principal, abandonado por su guardia en los primeros embates enemigos por el muelle y la playa de la Alameda, como en la lucha cuerpo a cuerpo por las oscuras calles de la población. En esta última acción, según destaca un militar profesional, el comandante del Batallón teniente coronel Juan Güinther, un grupo de milicianos agregados cayeron sobre el enemigo "como unos leones" logrando dispersarlos. Está más que demostrado que la participación de los milicianos agregados al Batallón de Canarias y al Real Cuerpo de Artillería, fue decisiva en aquellas históricas jornadas.

          Las Milicias Canarias continuaron cumpliendo su misión, que ha sido ampliamente estudiada por varios autores, entre los que se encuentra el que actualmente estimo que es el mejor especialista en el tema, el ex presidente y actual secretario de nuestra Tertulia Amigos del 25 de Julio, el general de Brigada don Emilio Abad Ripoll, alma, corazón y motor de la misma. Por tanto, la relevancia y reconocido rigor de este investigador me exime de ahondar en un tema, cuyos entresijos ha desmenuzado él a conciencia.

          No obstante que después de la tentativa nelsoniana la guarnición fue reforzada con tropas peninsulares, se seguía contando con las Milicias Canarias para la defensa de las islas y comenzaron a hacerse verdaderas maniobras para mantenerlas en forma y en estado de alerta ante cualquier contingencia. Como ejemplo, las organizadas por el comandante general Casa-Cagigal en 1805, en las que empleó buen número de caballos, enseñándolos a tirar de los cañones violentos entre las salvas de la artillería, para que se acostumbraran al ruido, y disponiendo falsas alarmas para comprobar el temple y disciplina de las tropas. Fue en la reforma de 1886, en la que pienso que algo tendría que ver el general Valeriano Weyler, cuando las históricas Milicias Canarias se reconvirtieron en Ejército Territorial de Canarias.

          Al avanzar el siglo XIX, la Guerra de la Independencia, primero, y los vaivenes políticos posteriores, -Constitución de 1812, absolutismo, trienio liberal, vuelta atrás y suma y sigue- dieron lugar a un variopinto impulso de todo lo militar, favorecido por el brillo de algunas espadas que adquirieron destacado protagonismo en la vida nacional, y que unas veces por convicción y otras por conveniencia, floreció en la sociedad civil de aquellos años. Es cierto que había guerra en la Península y que en las islas, después del episodio nelsoniano, se seguía temiendo una posible invasión y sufriendo el acoso de las naves corsarias, que hacían incursiones por lugares apartados para robar ganado o tomar agua, infestaban los mares apresando barcos de las islas y entorpecían las comunicaciones con grave quebranto del comercio. Según nos cuenta el vizconde de Buen Paso Juan Primo de la Guerra, por aquellos años transcurrían incluso meses sin que llegara barco de la España peninsular y la ausencia de noticias ciertas sobre la situación que allí se vivía favorecía el temor y la incertidumbre.

          Además de las Milicias Canarias, se dieron otros escenarios en los que los ciudadanos podían poner de manifiesto el amor patrio, a la sombra de organizaciones cívico-militares que se nutrían de animosos “voluntarios”. Así ocurrió cuando en 1809 se crearon las que se denominaron Milicias Honradas con el objeto de conservar la paz y la tranquilidad pública, cuyo reglamento es de noviembre del año anterior. Debían formarse, según decreto de la Suprema Junta Central Gubernativa del Reino, en todas las poblaciones que estuvieran fuera del teatro de la guerra, especialmente por las personas que tuvieran rentas, sueldos o salarios fijos y las que con su actividad tuvieran medios para mantenerse, de acuerdo con lo que decían las instrucciones de la Suprema Junta, "con una mediana decencia correspondiente a su esfera." En consecuencia no se incluirían los jornaleros ni asalariados, ni aquellos cuya subsistencia dependiera sólo de su trabajo personal, aunque sí podrían alistarse los maestros, pero quedaban exentos los ordenados “in sacris”, los menores de quince años o los mayores de sesenta, así como los afectados por enfermedad o defecto corporal grave. Y todos los alistados debían vestirse y armarse a su costa.

          El 16 de febrero de 1809, el marqués de Villanueva del Prado, como presidente de la Junta Suprema de Canarias, trasladó al alcalde real ordinario de Santa Cruz, Nicolás González Sopranis, las instrucciones que había recibido de la Junta Central del Reino para la creación de las Milicias Honradas. Hechos los preparativos necesarios, el 1 de marzo a las 11 de la mañana, "con un piquete de Granaderos y banda de tambores se publicó y fijó en la Plaza principal de esta Villa" el edicto correspondiente, dando un plazo de ocho días para que se presentaran "hidalgos y nobles a alistarse para el reemplazo de las Milicias Honradas."

          El alistamiento fue tan rápido y unánime que el 23 de marzo ya había en Santa Cruz 139 voluntarios, con los que se inició la formación de tres compañías, cuyos capitanes fueron José Víctor Domínguez, Juan Fernández Uriarte y José Crosa, nombres de sobra conocidos entonces en Santa Cruz. Otros 53 voluntarios más se presentaron para cualquier servicio que no fuera el de las armas, por razones de edad, enfermedad u otros. Se produjeron roces entre el alcalde y el teniente de Rey Marcelino Prat, porque este llamaba a su casa a sus amigos para que se alistaran en la Milicias, hasta que el 8 de mayo el propio Carlos O’Donnell le comunicó que la Junta Suprema Gubernativa del Reino aprobaba la formación de las Honradas en estas Islas y, sin duda para contentarle, nombró al mismo Prat comandante y teniente coronel de todas ellas. Eran estas tres compañías las primeras que se habían formado en toda la isla, aún antes que las de La Laguna.

          Como el ayuntamiento no disponía de fondos, Prat logró del Real Consulado, según decía, "interesando su celo y patriotismo en favor del servicio del Rey, de la defensa de la Isla y del bien general de sus naturales", que colaborara en parte para el mantenimiento del cuerpo, mientras que los nuevos milicianos se pagaron de su bolsillo vestimenta y fornituras. Para los uniformes no se hallaba paño pardo bastante, por lo que la Junta Suprema decidió dejar a elección del cuerpo el color que mejor le acomodara, actitud que no se corresponde, como más adelante veremos, con otras ocasiones en que se dieron similares circunstancias. En cuanto a las armas, que en insuficiente número se suministraron, se reconocía que no era en el momento de su uso cuando podía aprenderse su manejo, que sólo se adquiere con la práctica, por lo que se recomendaba, textualmente, a "los señores Milicianos Honrados continuar instruyéndose en el uso de ellas, bien sea juntos o separadamente." Es fácil imaginarse el resultado de esta “doméstica” instrucción, pero... en en aquellas manos estábamos.

          Resulta al menos curioso que se diera por hecho, y así lo decía explícitamente el reglamento de las Milicias Honradas, que las clases más acaudaladas no sólo se correspondían con las de mayor ilustración, sino que también eran las de mayores sentimientos patrióticos. Este fervor patriótico de los primeros momentos, al que sin duda se añadiría el reconocimiento de élite social que la propia organización miliciana llevaba implícito, hizo que los miembros de la corporación municipal santacrucera se alistasen en bloque. Pasados los días se vio la imposibilidad de atender los asuntos municipales como era debido, lo que el día 7 de julio dio lugar a un escrito del alcalde Nicolás González Sopranis a la Junta Suprema solicitando quedar libres del servicio, argumento que la Junta no sólo entendió y aceptó dispensando del servicio a los miembros de la corporación, sino que hizo extensivo a los demás ayuntamientos.

          De todas formas, las Milicias Honradas, ellas solas, languidecieron en Santa Cruz por su poca utilidad, en una tierra en la que la lejanía forzosamente la hacía sentirse un tanto ajena a los acontecimientos bélicos de la Península, por más que le preocuparan. Esta preocupación era real y evidente como lo acredita, y conviene recordarlo, que en 1809 la Junta Suprema de Canarias, establecida en Tenerife, ofreció a la Suprema Central el territorio insular para el caso de que las tropas napoleónicas terminaran ocupando toda la Península, como estuvieron a punto de lograr.

          Se proclama “La Pepa”, la Constitución de 1812, y como consecuencia todo son nuevos enfoques y nuevas leyes, y en el Título 8º de la suprema norma se ordena la creación de un cuerpo denominado Milicia Nacional, cuyo primordial objetivo era la preservación de la paz interior, según señalaba el reglamento aprobado por las Cortes de Cádiz en 1814. El nuevo cuerpo, que quedaba sujeto a las ordenanzas generales, se abría en un abanico de personas mucho más amplio que en el caso de las Milicias Honradas, aunque se limitaba la horquilla de edad entre los 30 y 50 años. Todos podían y debían pertenecer a ella, quedando exentos del servicio, además de los ordenados "in sacris", los empleados públicos, los pertenecientes a Facultades científicas o literarias y los diputados a Cortes. Entre sus misiones se comprendía la guardia del principal, perseguir malhechores en la población, escoltar presos o caudales públicos cuando no pudieran hacerlo las unidades del ejército y otras similares, siempre dentro de la jurisdicción de su pueblo.

          Pero a veces aparecen proyectos, que no sólo no alcanzan su madurez, sino que ni siquiera llegan a nacer y dar los primeros pasos. Y así ocurrió en esta ocasión. Cuando todo estaba decidido, ordenado y reglamentado, el decreto firmado en Valencia por Fernando VII el 4 de mayo de 1814, suprimió la flamante Constitución y todo quedó en nada.

          En junio de 1820 se restauró la Constitución del 12 y el jefe superior político, Ángel José de Soverón -primer “poncio” de nuestra historia local-, transmitió las instrucciones para la formación de un cuerpo de Milicias Nacionales, para lo que el alcalde Patricio Anrán de Prado comisionó a los regidores Domingo Madan y Rafael Carta. Parece que había prisa, porque apenas transcurridas algunas semanas el jefe político pedía noticias sobre el motivo por el que aún no estaba organizado el cuerpo. A la inicial reglamentación se añadió en el mes de agosto otro reglamento adicional que produjo dudas en su aplicación. Se solicitaron aclaraciones a las normas, que tardaron en llegar, y volvió a pedir noticias el jefe político, que también se tardaron en dar, lo que molestó a Soverón, que recriminó al ayuntamiento. Hasta octubre no se abrió el alistamiento a la nueva Milicia Nacional local, no sin que la corporación contestara al jefe político por "las expresiones indecorosas y la falta de urbanidad con que en esta materia se ha tratado al Ayuntamiento", que manifestaba sentirse "altamente agraviado". Parece ser que Soverón tenía dudas sobre el comportamiento de los empleados municipales, puesto que inmediatamente pidió informes sobre los que eran adictos a la Constitución, a lo que se limitó a responder el ayuntamiento que "todos eran honrados y cumplían su cometido eficaz y puntualmente". A los siete días se había cubierto el cupo de inscripción y poco después se procedió a nombrar a los oficiales, sargentos y cabos, uno de cuyos tenientes, por cierto, era José Murphy, quien pasado el tiempo sería el padre de la capitalidad de Santa Cruz. El 31 de octubre prestó juramento la flamante 1ª Compañía de Milicia Nacional local.

          Ya teníamos más de un centenar de aguerridos milicianos, pero había que vestirlos y equiparlos. Y ahí estaba el problema. El uniforme prescrito era de paño azul y blanco, con las vueltas color carmesí, y esto fue el primer inconveniente al no existir paño carmesí en toda la isla. Además, el grueso género era totalmente inapropiado para nuestro clima y se pidió poder reemplazar el tejido por otro más acorde con las condiciones ambientales, a lo que la Diputación Provincial contestó en esta ocasión que para cualquier modificación de la uniformidad había que contar con la aceptación del Gobierno de la Nación, cosa altamente improbable.

          Algo similar, pero aún de mayor nimiedad, sucedió en la Milicia Nacional local de La Laguna. Según nos cuenta Carlos Pizarroso Belmonte en sus Anales de Canarias, aquellos milicianos tenían en sus uniformes solapas "anteadas", que estimaron no eran apropiadas, sin que sepamos la razón de ello. Pues bien, el comandante del cuerpo pidió a la Diputación Provincial el poder cambiarlas por otras de color azul celeste y la Diputación, que por lo visto entonces poco de mayor enjundia tenía para ocupar sus sesiones, después de deliberar concienzudamente sobre tan importante asunto, y dice Pizarroso que "por condescender con el espíritu bélico-liberal de los tiempos", concedió el permiso para que se hiciera el cambio, esta vez sin consultar con el Gobierno de la Nación. En consecuencia, los milicianos laguneros pudieron lucir tan contentos sus solapas azul celeste. Y ya me dirán ustedes, y perdónenme la expresión, qué demonios tenía que ver el color de las solapas con “el espíritu bélico-liberal”.

          En Santa Cruz se comisionó al capitán de la compañía, José Sansón, para recoger del comandante de Artillería 120 fusiles "de mediano uso", 120 sables, tambores, cartucheras y demás fornituras, para lo que el comandante general dio las precisas instrucciones sobre tasación del material y recibos que debían formalizarse, informando que le era imposible suministrar sables y fornituras por no tenerlos. Más tarde se comprobó que los fusiles estaban en tan mal estado que resultaban inservibles y, aunque el general expuso que en caso de "operaciones activas" trataría de remediarlo y, en vista de que tampoco se le suministraban los sables y fornituras, el Ayuntamiento calificó lo ocurrido como un desaire a la compañía de voluntarios de la Milicia Nacional, a la Corporación y aún a toda la provincia, anunciando que si era necesario recurriría al Supremo Gobierno de la Nación.

          Según Pí y Margall se trataba de armar a la nación frente al absolutismo y, aparte de los voluntarios, se obligaba a todos los vecinos, ahora entre entre 20 y 45 años, a alistarse, y de las normas se desprendía una cierta preeminencia de los voluntarios sobre los que se denominaban “legales”, es decir, forzosos. Los sujetos más destacados de la Villa se vanagloriaban de pertenecer a esta fuerza voluntaria y no admitían verse postergados en forma alguna. Sólo entre los vecinos de la calle de la Marina pertenecían al cuerpo, Matías del Castillo Iriarte, Francisco Escolar, José Crosa, Pedro, Bernardo y Juan Forstall; esto es, lo más granado de la burguesía comercial y de la sociedad chicharrera.

          Esta Milicia Nacional, nacida a la sombra de la Constitución de 1812, debía salvaguardar el orden público dentro de su localidad y, llegado el caso, colaborar con las autoridades civiles y militares, a requerimiento de estas, bajo el mando del comandante general. Poco, casi nada, se conoce aquí de su actuación, de lo que podría deducirse que o no cumplía con su deber o el orden público en Santa Cruz era lo más parecido a una balsa de aceite. Seguro que ni una cosa ni la otra, pero hay constancia de que al vivir la mayor parte de sus componentes en sus casas y dedicados a sus ocupaciones habituales, no siempre se presentaban cuando eran requeridos. Ahora bien, en mayo de 1821, a los pocos meses de haberse formado, ya prestó el importante servicio de dar escolta al Pendón de la Villa en la procesión y función del 3 de mayo, conmemorativa de la fundación de Santa Cruz.

          No disponemos de muchos datos sobre la dotación de que disponía esta tropa, y ya hemos visto las dificultades que se encontraron para uniformarla y armarla. Hay otro detalle sobre las circunstancias en las que se desenvolvía, cuando en sesión municipal de este mismo año se pedía que se dotase a la Milicia "al menos de un Tambor y un Pito para los ejercicios doctrinales", lo que, hablando en plata, representaba unos 120 rs. vn. al mes, y como el ayuntamiento no disponía de fondos se acordó pagarlos del producto de los derechos de Aguada y Caños.

          Pero algo más había que hacer para mantener la cohesión y espíritu del cuerpo y los años siguientes se organizaron diversas expediciones y acampadas, incluso fuera de la jurisdicción de Santa Cruz, alguna de las cuales revestidas de un espíritu cuasi festivo, dieron lugar a momentos de exaltación cívica y militar, y a  manifestaciones de cierta enjundia política, al ser motivo una de estas expediciones a La Laguna de que el Ayuntamiento de la ciudad de los Adelantados llegara a expresar en sesión plenaria, adelantándose en el tiempo a posteriores manifestaciones en el mismo sentido, su deseo de ser uno solo con el de Santa Cruz; es decir, que a La Laguna corresponde el mérito de haber sido pionera en pedir la fusión de los dos municipios. A estas expediciones no se las calificaba de maniobras, denominándoseles simplemente "paseos" en los documentos de la época.

          Más tarde, cuando expulsados los frailes quedó vacío el convento de San Francisco y concedido su uso provisional al ayuntamiento, sus dependencias fueron ocupadas para muy diversos fines, incluso para una imprenta, cuyo local quedó libre al poco tiempo, y fue allí donde se decidió instalar el cuerpo de guardia de la Milicia Nacional, que debía colaborar a cuidar del edificio, abrir y cerrar las puertas y a la no menos importante misión de evitar los desórdenes, especialmente por las noches.

          Poco más se conoce de las actuaciones de este cuerpo armado, que en todo caso nunca llegaron a tener mayor trascendencia, y que por los acontecimientos desarrollados en la Península tenía sus días contados. Ligado como estaba al constitucionalismo más exacerbado, le acompañó en su caída al vencer la reacción absolutista en 1823, y restablecido el rey Fernando VII en todos sus poderes y privilegios, se disolvió la Milicia Nacional. En noviembre se supo en Santa Cruz del restablecimiento del absolutismo, noticia que trajo el nuevo comandante general, Isidoro Uriarte.

          Y ocurrió que, así como al restablecerse la Constitución en 1820 se había pedido al Ayuntamiento información sobre la adhesión a la misma de sus empleados -limitándose el alcalde a responder que todos cumplían su deber con eficacia-, ahora se le pedía relación de nombres de los que hubieran pertenecido a sociedades de las llamadas secretas o afectas al constitucionalismo. El alcalde, que lo era entonces Patricio Anrán de Prado, encargó al regidor Enrique Casalón que recabara los datos pedidos; pasó el tiempo, y ante las repetidas reclamaciones de la autoridad superior, el regidor informó que "no encontró nada". Una velada prueba más del espíritu tolerante de este pueblo.

          Desapareció la Milicia Nacional, aunque volvería, pero su recuerdo, para bien o para mal, persistió en el tiempo. Cuando en 1828 se presentó una terna para la alcaldía, la Real Audiencia ordenó que se le hiciera otra propuesta de personas más apropiadas y, cuando el Ayuntamiento preguntó qué debía entenderse por “más apropiadas”, la contestación fue, "que no hayan pertenecido a la llamada Milicia Nacional".

          Entretanto, en 1827, se había ordenado la creación de un nuevo cuerpo con  el nombre de Milicias o Voluntarios Realistas, y volvió a repetirse el problema de su vestimenta y armamento. Se pidió al Intendente que no se aplicara en Canarias para evitar establecer un nuevo impuesto a una provincia que estaba en total paz, pero, además, por la pobreza generalizada del comercio y la penuria de sus habitantes como consecuencia del terrible aluvión sufrido en noviembre anterior, y se acordó elevar a la Corona una exposición en este sentido. La petición fue atendida…, pero a los tres años de formulada, cuando en vista de la tardanza en contestar ya se habían hecho colectas y suscripciones que alcanzaron más de diecisiete mil reales, y entonces se solicitó poder ingresar este importe en la Real Hacienda como pago a cuenta de los tres años que se debían de contribuciones.

          En 1834, bajo la regencia de María Cristina, se trató de reorganizar, sin que esté claro su cometido, este tipo de Milicias, convirtiéndose en lo que más bien parecía un remedo de las anteriores. Comenzaron denominándose Cívicas o Urbanas, hasta que dos años después se recuperó el nombre de Milicia Nacional, aunque en muchas ocasiones, en los documentos oficiales no se le llama Milicias sino Guardia Nacional. Así como en los escenarios bélicos peninsulares estos cuerpos tuvieron su utilidad o razón de ser, llegando a participar incluso en las guerras carlistas, en Santa Cruz se comenzaron a emplear en rondas nocturnas en salvaguarda de la seguridad ciudadana, aunque nadie se había enterado de que estuviera en peligro, rondas que pronto se suspendieron -y esto sí que es curioso- explicando la suspensión por "el quebranto que producían a los que tenían que trabajar durante el día". También se pretendió que acompañaran en los apremios de la recaudación de la contribución extraordinaria de guerra, a lo que hubo de renunciarse porque no comparecían diariamente.

          De lo expuesto hasta aquí se desprende que la Milicia Nacional local se encontraba casi inoperante y próxima al letargo, y hay constancia de que muchos de los elementos más destacados en las etapas anteriores pedían ser relevados alegando diversos motivos, como José Crosa, capitán de una de las compañías, Tomás Díaz Bermudo por tener que atender otros empleos públicos, Valentín Baudet, por motivos de salud, entre otros, y muchos más que alegaban diversas razones y a todos se les exigía presentar certificados justificativos o se les citaba en las salas municipales para pasar reconocimiento por el médico municipal.

          El alistamiento no alcanzaba el ritmo deseado y hasta se pidió se prorrogara el plazo para hacerlo voluntariamente, incluyendo a los acogidos a la matrícula de Mar, con la consiguiente protesta del comandante de Marina, y hasta a los artilleros de las Milicias Canarias, lo que llevó al comandante de Artillería a preguntar cómo podría servir un mismo individuo en los dos cuerpos a la vez. De todas formas, no se contaba con la Milicia Nacional sino para servicios que podrían considerarse como auxiliares, la mayor parte de las veces ineficazmente. Su cuerpo de guardia se instaló en el ex convento de San Francisco en pésimas condiciones, comenzando por el desaguisado de quitar un retablo para hacer sitio para colocar el armamento.

          La Milicia Nacional, al igual que ocurría en la España peninsular, siempre fue proclive a la defensa de los principios liberales y hasta progresistas. Con los aires revolucionarios y el pronunciamiento de septiembre de 1840, se quiso revitalizar, comenzando por intentar, una vez más, equiparla debidamente, aunque no se disponía de recursos para ello. El Ayuntamiento, que como siempre no tenía un real, se las prometía muy felices al haber logrado vender a unos particulares la antigua y ruinosa cárcel de la calle San Francisco, con cuyo producto, unos 14.000 reales, pretendía arreglar parte del antiguo convento de Santo Domingo, al que se habían trasladado los presos. Pero el gozo, en un pozo. La Junta de Gobierno instalada a raíz del pronunciamiento dispuso que este dinero se aplicara a equipar a la Milicia Nacional, a modo de préstamo reintegrable, pero no tenemos constancia de que alguna vez se llegara a recuperar.

          En 1840 se precipitan los acontecimientos en España. En septiembre se pronuncia Madrid, al que siguió toda la nación; en octubre se hace cargo de la regencia el duque de la Victoria y a los pocos días regresa a Madrid Isabel II, y se convocan nuevas Cortes el 19 de marzo de 1841. Dos días antes había llegado a Santa Cruz el nuevo comandante general y jefe político el teniente general don Miguel de Araoz y, nada más pisar tierra, comenzó a embriagar a los ciudadanos de sentimientos de libertad con sus actos y manifestaciones. De lo primero que se ocupó fue de organizar la bendición de las banderas de la Milicia Nacional, a las que José Plácido Sansón dedicó una encendida oda, de la que como muestra del exacerbado ambiente que se respiraba, no me resisto a leer los primeros versos:

               "Esa que veis, Bandera desplegada  //  al manso soplo de favonio isleño,  //  sea, Nacionales, de la Paz querida  //  Iris bendito de nuestro hermoso suelo.

                La patria de Bencomo y de Tinguaro  //  no mire yo de la discordia espejo,  //  que herencia de tan ínclitos mayores  //  es mengua ¡Vive Dios! la desgarremos.

                La Libertad no crece en las campiñas  //  do alza la guerra su pendón sangriento,  //  crece sí en las regiones venturosas  //  de la alma Paz, afortunado templo…

                Paz, Nacionales, vuestro norte sea;  //  Unión y Paz vuestro clamor eterno;  //  Los aires pueble tan heroico grito,  //  Y allá retumbe en el recinto Ibero."

          El nuevo comandante general excitó los ánimos liberales al son del himno de Riego y el "lujo bélico que desplegó" en el solemne acto de la bendición de las banderas. Los festejos se prolongaron todo el día, culminando con solemne función en la iglesia matriz, a cuyo término se condujo la bandera acompañada por una columna de honor de nacionales y banda de música hasta el acuartelamiento de San Francisco. Según narraba la prensa, al pasar por la plaza principal frente a la lápida de la Constitución, el pueblo prorrumpió en vivas "al código venerado".

          Entusiásticamente, la Milicia seguía prestando algunos servicios, como el de dar escolta al Pendón en los actos y funciones en las que participaba, lo que en 1841 dio lugar a algunas polémicas sobre los honores que se habían de rendir a la enseña de la Villa. Por lo visto, en la festividad de la Santa Cruz el 3 de Mayo, de acuerdo con lo que era costumbre, se procedió a presentar armas, batir marcha y hacer descargas, pero al comandante del cuerpo le pareció que todo ello había sido excesivo y así lo expuso al ayuntamiento. Se acercaba el 25 de julio, festividad de Santiago y conmemoración de la victoria de 1797 ante el intento de invasión británico y, en la mañana del mismo día el comandante consultó si era correcta la actuación anterior. No se sabía, a ciencia cierta, cuál debía ser el protocolo a aplicar, pero el hecho era que la mayor parte de los regidores pensaba que cuantos más honores se le rindieran a la enseña de la Villa mejor para todos y, como la consulta se había hecho el mismo día de Santiago y muy a última hora, para no demorar más la función se volvió a hacer como la vez anterior.

          En diciembre del mismo año, siendo alcalde José Calzadilla, un informe recibido daba a entender que el comandante de la Milicia tenía razón y que los honores que se rendían eran excesivos, pero no le iban a chafar la fiesta a los regidores. En vista de las dudas, se sometió el asunto a votación y ganaron los partidarios de seguir con presentar armas, batir marcha y hacer descargas. Como la corporación no estaba al completo se acordó volver a votar en próxima sesión, pero no hay constancia de que se hiciera.

          Entretanto, en 1843 el Ayuntamiento seguía reclamando sin resultado los 14.000 reales obtenidos con la venta de la cárcel vieja, adelantados tres años antes para equipar a la Milicia Nacional local.

          Con el triunfo de O´Donnell en 1854, el general San Miguel, presidente de la llamada Junta de Salvación, reorganizó las Milicias Nacionales para satisfacer a los progresistas, los cuales parecía que eran incapaces de gobernar sin una institución de tan dudosa utilidad y que presentaba el inconveniente de suscitar antagonismos con el Ejército. Al finalizar el llamado Bienio Progresista y organizarse el partido de la Unión Liberal, quedando Espartero fuera de juego, O´Donnell suprimió definitivamente la Milicia Nacional.

          Hay otro capítulo de la actuación de estas Milicias, que también debe mencionarse, aunque su duración fue más bien corta. En 1850, ante la inexistencia de un cuerpo de bomberos y los frecuentes incendios que se producían en la población, el capitán general Antonio Ordóñez Villanueva prometió su creación, pero o no llegó a organizarse o se suprimió al poco tiempo, pues hay constancia de que transcurridos dos años se volvió a formar una compañía de bomberos como sección de la Milicia Nacional. Se suprimió al año siguiente cuando cayó el gobierno liberal, y se formó de nuevo a los pocos meses haciéndose cargo de las bombas contra incendios, que se guardaron en el local del antiguo cuartel de Caballería, cedido por el capitán general en la calle San Roque, actual Suárez Guerra. El ayuntamiento se comprometió a librar 60 reales al mes para mantenerlas en buen uso, con la obligación de llevar una bomba al teatro cuando había función. En 1860 se suprimió este cuerpo, más bien apéndice, de la Milicia Nacional.

          En 1868, con “La Gloriosa”, las Juntas provisionales, tras la victoria revolucionaria en la batalla del puente de Alcolea, crearon un cuerpo denominado Voluntarios de la Libertad que, con el pretexto de preservar el orden público, de lo que se trataba era de oponerse a los partidos y fuerzas de isabelinos y absolutistas, declarándose defensores de la Constitución de 1856.

          Al proclamarse la I República en 1873, se trató de revitalizar este tipo de organizaciones, que en principio también se llamó Voluntarios de la Libertad, y que pronto se convirtió en Voluntarios de la República.  Su primera actuación en Santa Cruz consistió en pedir seis cañones, varios cientos de fusiles y carabinas con su munición y fornituras correspondientes y el castillo de San Pedro como cuartel y depósito. Ante tales preparativos bélicos, dice el inolvidable profesor Cioranescu con su fina ironía, que "se olvidaron de pedir también un número conveniente de enemigos, que no los había".

          Sobre el tan denostado golpe del general Pavía de 1874, que lo único que pretendía era evitar que, con la destitución por las Cortes del presidente Emilio Castelar, se volviese al fraccionamiento, al desorden y a la anarquía, dice el historiador Fernández Bastarreche que "por primera vez aparece la idea del Ejército como salvaguarda de los intereses nacionales por encima de los partidistas". Seguro que esta idea tendrá detractores, y prueba de que de inmediato los tuvo y de que lo único que aprendemos al tropezar con la misma piedra es reconocer con el paso del tiempo en qué piedra hemos tropezado, pero sin ser capaces de arbitrar soluciones, es que cuando aún no había trascurrido un año, los anteriores Voluntarios de la República se reconvirtieron en un nuevo cuerpo que se llamó Voluntarios de la Monarquía Constitucional, que sólo se distinguió por su desorganización y desórdenes. No tenemos remedio.

          La historia de estas diferentes Milicias nos muestra la intención interesada de crear unos cuerpos armados supeditados a unas pautas políticas, que variaban, en uno u otro sentido, según soplaran los vientos del momento. Pero, en casi todos los casos, fueron motivo y escaparate de dispendio, desorganización e ineficacia. El historiador Francisco María de León opinaba que su existencia no tuvo utilidad alguna real y que era nociva, tanto porque daba lugar a "gastos superfluos", como a rencillas y rivalidades. No obstante, su existencia no deja de ser un capítulo curioso y poco conocido de nuestra historia, que en lo que respecta a nuestro ámbito ciudadano del día a día, tiene más de anecdótico que de trascendente.

          Si alguna conclusión puede sacarse de esta historia, es la improcedencia de hermanar las instituciones a las que se encomienda celar por la paz y el orden, y por mi parte incluyo también a las encargadas de administrar justicia, con pautas, tendencias, modas o ideologías de grupo o de partido, que nada tienen que ver con el estricto cumplimiento de su misión. Al hacerlo así, se falsea su propia esencia, se traiciona el espíritu que debe presidirlas y, al perder toda su legitimidad quedan debilitadas, ineficaces y carentes de credibilidad.

          Al final, tal como hemos visto, se extinguen y desaparecen sin dejar la menor huella de su paso, a no ser el testimonio de su ineficacia e inutilidad.

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