Un héroe del pueblo (Retales de la Historia - 78)

Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 14 de octubre de 2012).

 

          En la capitulación de las tropas de Nelson, firmada en la mañana del  25 de julio de 1797 por Samuel Hood, y ratificada por Troubridge como comandante de las tropas británicas, se dice textualmente que las citadas tropas “se obligan por su parte a que no molestarán al pueblo de modo alguno los navíos de la Escuadra Británica que están delante de él, ni a ninguna de las Islas en las Canarias.” Todo parece indicar que esta condición fue impuesta por el general Gutiérrez, pues es muy difícil aceptar que la propusieran los mismos ingleses que acababan de ser derrotados, limitándose a sí mismos cualquier futura posibilidad, en un escenario bélico-político continuamente cambiante, como lo era el de la Europa del siglo XVIII. Pero lo que parece contundente promesa de no volver a molestar “de modo alguno” a las Canarias, analizando el texto detenidamente puede entenderse que sólo se refiere a los navíos que en aquel momento se encontraban “delante”del puerto de Santa Cruz. Esta ambigüedad es posible que sí se deba a  los ingleses, para evitar quedar con las manos amarradas para siempre.

          Los ingleses no volvieron a intentar apoderarse de ninguna de las islas, pero no es menos cierto que el continuo e imprescindible tráfico marítimo español con las tierras americanas constituía un señuelo irresistible para las armadas enemigas, y las rutas de este tráfico, tanto a la ida como al retorno, solían pasar por aguas canarias para abastecerse, reparar averías o reclutar emigrantes. Ello provocaba que los contactos con la Península fueran inseguros y escasos, con períodos que abarcaban a veces muchas semanas de absoluta incomunicación. Las aguas del Archipiélago estaban siempre vigiladas por naves enemigas, fueran de la armada oficial o simplemente corsarios, que cuando no tenían al alcance grandes presas del comercio americano  podría decirse que “mataban el tiempo” apresando los pequeños barcos del tráfico interinsular, lo que les reportaba suministros y pingues ganancias para especular con las mercancías que transportaban. Así ocurrió en 1805, cuando un corsario inglés ofreció en el puerto de Santa Cruz dos barcos apresados con trigo y cebada a cambio de vino y carne, y no fue la única vez en que se hicieron transacciones de este tipo.

          Eran años de escaseces, sequías y hambrunas, en los que cualquier cargamento de granos, bacalao o sardinas -a veces en no muy buen estado- o productos agrícolas como papas, procedentes de otras islas o de la pesca de la costa africana, eran no solamente bienvenidos sino recibidos con alborozo. Este comercio con otras islas se veía favorecido por el mal estado de los caminos interiores de Tenerife y lo que se tardaba en el viaje hasta el puerto de Santa Cruz, lo que repercutía en el encarecimiento del transporte. Por este motivo, a veces era preferible recibir productos desde los puertos grancanarios de Agaete o Sardina, que en viaje nocturno estaban en la plaza de Santa Cruz al amanecer del día.

          Estas obligadas rutas de suministro eran bien conocidas por corsarios y armadas enemigas, que solían montar guardia a mitad de camino entre ambas islas o hacia la Punta de Anaga, para interceptar el tráfico con La Palma.

          Así ocurrió el día 15 de junio de 1806, cuando el vecino de Agaete Juan Hilario Cabrera Alonso, patrón de un barquito del tráfico interinsular se dirigía a Tenerife y se encontró con un navío inglés de 74 cañones que le interceptaba el paso. Hay que imaginarse el cuadro del pequeño barco frente al poderoso navío todavía en la penumbra del amanecer, la sorpresa y el desconcierto inicial de los tripulantes canarios. Seguramente hubo un cañonazo de aviso para que detuviera la marcha, pero Juan Hilario veía ya cercana la oscura silueta coronada por el Teide y no lo dudó. Con todo su corto velamen desplegado inició maniobra, esquivó al enemigo y enfiló hacia el puerto de Santa Cruz que ya veía cercano. Los ingleses no dieron crédito al desafío a sus pretensiones y a la audacia de aquella mínima embarcación que ignoraba sus órdenes y, mientras se preparaban para la persecución, dispararon varios cañonazos más. Juan Hilario fue alcanzado por la metralla, pero su tripulación, viendo ya cercana la costa, continuó hasta encontrar el refugio de la bahía amiga. El navío inglés, prudentemente, no se acercó a las defensas del puerto y abandonó la persecución.

          El cuerpo de Juan Hilario se condujo a la residencia del comandante general  Casa-Cagigal, donde fue velado como un héroe, y el pueblo de Santa Cruz inició espontáneamente una suscripción popular en beneficio de su viuda María Medina. Está enterrado en la iglesia matriz de la Concepción, en cuyo registro figura de 50 años de edad. No cabe duda de que fue un valiente.

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