¡Las cabras no gozan fuero! (Retales de la Historia - 77)

Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 7 de octubre de 2012).

         

          Siempre hubo cabras en Tenerife. Incluso, antes de la llegada de los españoles, este ganado y sus pastores fueron presa de asaltos y rapiñas, pues representaban unas de las pocas riquezas que ofrecía la isla: pieles y carne, leche, queso para la subsistencia, y esclavos para el trabajo o venta en los mercados peninsulares. Dicen que estas cabras canarias presentan características óseas que las relacionan con hallazgos arqueológicos de este ganado en el cercano Oriente, lo que podría hablarnos de sus orígenes, así como el de los pastores que hasta aquí condujeron sus hatos en secular migración.

          También es innegable la influencia, el peso, que el estamento militar tuvo en el desarrollo de la Villa, las más de las veces positivamente, pero por la que se veía obligada a servidumbres no siempre favorables a los intereses municipales, al ver mermados sus ingresos por las cortapisas, regalías y privilegios de que gozaban muchos de los relacionados de alguna manera con el mundo de las armas. Durante muchísimo tiempo los únicos recursos de que dispuso el ayuntamiento, aparte del derecho sobre el haber del peso y de los caños de la aguada a barcos surtos en la bahía, eran la tasa sobre el aferimiento de pesas y medidas de establecimientos de venta al público y el de la venta callejera o, a partir de 1815, de los puestos de la recova. Pero resultaba que eran más de la cuenta los acogidos al llamado fuero militar que les dejaba exentos del pago de estas gabelas en detrimento de las arcas municipales.

          Bastaba estar comprendido en la matrícula de mar por ser marinero, pescador, componente de las tripulaciones de las lanchas de ronda del puerto, o artillero de cualquier grado y condición, para verse libres de una obligación que era inexcusable  para el resto de los ciudadanos. Hasta, como se desprende de las instrucciones para la defensa dictadas por el general Gutiérrez en 1793, había boyeros que gozaban del fuero militar.

          Cualquiera de ellos, y en algunos casos hasta sus mujeres e hijas, podían ejercer la venta callejera de productos del campo o de pescado fuera de la puerta del muelle, en contra de lo ordenado, o tener ventas, lonjas o tabernas en el pueblo, sin que el ayuntamiento pudiera cobrarles las tasas establecidas y, cuando lo intentaba, se encontraba con la oposición del jefe militar correspondiente. Por si fuera poco, en 1804 se estableció que “la conservación, aumento y prosperidad de los montes pertenecen al fuero militar de la Comandancia de Marina”, con lo que guardamontes y demás personal autorizado por dicha Comandancia quedaba exento de pago de tasas por la venta de leña, carbón y otros productos forestales. En este año eran 21 los artilleros retirados que continuaban acogiéndose al fuero y hasta las familias de los emigrados a América disfrutaban de ello.

          La situación llegó a alcanzar límites insostenibles para la alcaldía, provocando continuos conflictos con los comandantes de los respectivos cuerpos, especialmente el de Artillería, el coronel Antonio Eduardo. El ayuntamiento no podía admitir que en las ventas o comercios de los artilleros se vendiera con pesos y medidas sin aferir oficialmente, como se hacía con la generalidad de los establecidos, porque además de ver mermados sus ingresos por las tasas ordenadas, daba lugar a situaciones que podían perjudicar al público. Hubo un momento en que pareció que se iban a incorporar al fuero ordinario un cierto número de vecinos cuando se suspendió la matrícula de mar, cuyos componentes quedaban preferentemente dedicados al “tráfico costanero”, es decir, entre las islas, pero la mayor parte de ellos se alistaron en las milicias de Artillería, y todo siguió igual.

          Uno de los mayores contenciosos con el coronel Eduardo tuvo su inicio en la confiscación ordenada por el ayuntamiento del producto de la venta callejera de higos secos realizada por un artillero, naturalmente sin permiso municipal. Pero lo que colmó el vaso de los despropósitos llegó cuando por los daños ocasionados en algunas huertas por unas cabras del también artillero José Fonte, el alcalde pretendió sancionarle con multa de cinco pesos. El coronel reaccionó de forma inmediata en defensa de su jurisdicción, llegando a insinuar que recurriría a la Real Audiencia si no se respetaba el fuero del cabrero. Ante la amenaza, el alcalde Nicolás González Sopranis cayó en la cuenta de que, si bien el artillero gozaba de fuero, no así sus cabras, y ordenó que se metieran en la cárcel, aumentando a la multa el importe del derecho de carcelaje.

          Nada se sabe del final de esta rocambolesca historia. Tal vez las cabras fueron liberadas o, lo más probable, fueron sacrificadas y vendida su carne para el rancho de los presos, cuya manutención, por falta de recursos, pagaba el alcalde de su bolsillo.

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