1826: El año del aluvión (Retales de la Historia - 76)
Por Luis Cola Benítez (Publicado en La Opinión el 30 de septiembre de 2012).
Todos recordamos las últimas lluvias torrenciales que sufrió nuestra capital, la más reciente en 2010, y la anterior de hace casi una década, las víctimas, los cuantiosos daños materiales y el colapso de la actividad ciudadana. Todo ello en una moderna urbe que, en teoría, debía considerarse preparada para soportar toda clase de inclemencias meteorológicas. Sin embargo, los hechos demostraron que no era así y mucho me temo que las cosas sigan más o menos igual.
De todas formas, en nada pueden compararse estos recientes fenómenos con el sufrido en 1826, posiblemente el más serio de la historia de la ciudad y de la isla, cuando a las torrenciales precipitaciones se unieron el viento y un terrible temporal de mar, en una población carente de infraestructuras, con la mayor parte de sus calles de tierra o malamente empedradas, que el temporal convirtió en auténticos torrentes de aguas incontenibles, en la noche del 7 al 8 de noviembre del citado año.
La corporación municipal, presidida por José Calzadilla, se vio desbordada por la magnitud del fenómeno y los daños ocasionados, para cuya evaluación se dividió la Villa en cuarteles a cargo de los concejales, pues todos los barrios, todas las zonas urbanas o rurales, se habían visto afectadas de forma considerable. Como ante los grandes infortunios el primer movimiento reflejo es volverse hacia las más altas instancias, inmediatamente se pidió ayuda al obispo y se acordó elevar exposición a S. M. solicitando la condonación de las contribuciones atrasadas.
Pronto empezaron a llegar los informes de los distintos barrios. El alcalde de San Andrés manifestaba con asombro que la mayor parte de las huertas habían quedado sin tierra y descarnadas, calculando en 600 fanegadas las arrastradas por las aguas, que derruyeron unas 3.700 varas de paredes y más de 5.000 árboles. El templo había quedado arruinado junto a siete casas, más otras tres arrastradas por el barranco y cerca de una decena de animales habían desaparecido, todo lo cual se estimaba en unos 150.000 pesos. Las pérdidas en Valleseco se calculaban en 5.300 pesos, en el valle del Bufadero, 46.450, y en el de Tahodio, 3.700. Hacia el Sur, hasta la desembocadura del barranco de las Cruces, los daños alcanzaban los 5.390 pesos. En cuanto a los montes, el guardamayor informaba de la ruina de manantiales, tomaderos y atarjeas, y que en los barrancos había más de doscientos cincuenta "palos útiles" que podrían rematarse para recabar fondos, aunque eran de difícil evaluación por encontrarse a lo largo de los barrancos y ser casi imposible reunirlos para su venta.
Los daños ocasionados por el barranquillo de San Francisco fueron considerables y para paliarlos se invirtió parte de los 100 pesos donados por el obispo y se pensó prolongar su bóveda hacia arriba, hasta la calle que va a Puerto Escondido. El presupuesto de 258 pesos rebasaba las posibilidades del ayuntamiento, por lo que se acordó archivarlo para cuando las condiciones fueran más favorables. Con la ayuda de presidiarios facilitados por el comandante general se reparó lo más imprescindible y, para gratificarlos, se dice, es preferible hacerles "un vestuario correspondiente a su clase en lugar de dinero, que no hay". Se arruinó la muralla junto al mar a espaldas de la recova y esta misma corría peligro por estar asentada sobre la bóveda del barranquillo del Aceite, a lo que había que añadir considerables desperfectos en el cuartel de San Carlos y, lo que era peor, en la desembocadura del barranco de Santos, en el que había resultado arrasado el puente del Cabo con los muros de contención.
Una vez más se acudió a Fortificaciones, haciendo ver lo necesario del puente para la comunicación con las instalaciones militares de El Cabo y Regla, pero también se recurrió a pedir por las casas para reunir fondos para las obras. Se renunció a reconstruirlo de cantería por lo elevado de su costo y volvió a proyectarse de madera, quedando los trabajos a cargo de los regidores José María de Villa y Antonio Cifra, que debían seguir el diseño hecho por Lorenzo Pastor.
En la bahía, se perdieron contra la costa el bergantín de la carrera de América Tenerife, que estaba a punto de partir rumbo a La Habana; el bergantín goleta del mismo tráfico San Juan Bautista; el anglo-americano Potomak, del que desaparecieron su piloto y dos tripulantes; y no se tenían noticias del paylebot San Antonio que había partido para La Palma. En total se estimaban las pérdidas de estos buques en más de 35.000 duros.
En Londres, una suscripción encabezada por la firma Bruce y Litle alcanzó las 545 libras, pero ante la magnitud de los daños todo era poco. Por aquellos días, el alcalde intentaba sin conseguirlo pagar medio sueldo a los empleados municipales a cuenta de los meses que se les adeudaban.
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