Un icodense en las Cortes de Cádiz

Por Emilio Abad Ripoll  (Pronunciada en el Salón de Actos de la Sociedad Centro Icodense de Icod de los Vinos, Tenerife, el 8 de septiembre de 2012).

 

PREÁMBULO

          Cuando se me pidió el título de mi intervención de esta noche para confeccionar los programas, la verdad es que tan sólo había cruzado con el presidente del Centro Icodense, don José Luis Díaz Ruiz, unas breves palabras en La Laguna comprometiéndome a lo que ahora estoy haciendo; y aunque ya él me había adelantado que interesaría hablar de don Santiago Key y Muñoz, yo aún no había comenzado a pergeñar la charla, ni mucho menos a pensar en su título. Pero se me ocurrió de pronto lo de “Un icodense en las Cortes de Cádiz”, que, como más de uno me ha hecho ver, guarda mucha similitud con el título de aquella novela de Mark Twain que nos contaba lo que le sucedía a un yanky en la corte del Rey Arturo; pero les aseguro que no traté de plagiarlo: sólo quise destacar que en aquellos momentos, en aquellos meses de existencia de las Cortes gaditanas, de cuyo principal producto, la Constitución de 1812, estamos celebrando el bicentenario, un icodense estuvo allí, defendiendo los intereses no sólo de su localidad natal, sino de toda la isla, convertido en portavoz de la opinión de los tinerfeños. De modo que de lo que allí y entonces se discutió y aprobó, y que tanta importancia ha tenido en la Historia de la España contemporánea, alguna parte correspondió al saber y al esfuerzo de don Santiago Key y Muñoz.

          También quiero decirles que es posible que hace poco más de un mes asistieran ustedes a un acto institucional en homenaje a ese personaje, organizado por el Ayuntamiento, y en el que el principal ponente fue mi admirado amigo Manuel Hernández González, Catedrático de Historia de nuestra Universidad, hombre de tan vastos conocimientos que me parece una osadía referirme a la misma persona -don Santiago Key- y en la misma localidad semanas después. Lo malo es que, como no asistí a aquella conferencia -desconocía que se iba a impartir- a lo peor alguien se aburre al volver a escuchar similares conceptos… pero a lo hecho, pecho.

          Mas antes de hablar de don Santiago, vamos a comenzar por el principio, pues me parece conveniente que, para encuadrar mejor su figura y sus trabajos, nos adentremos un poco en la época en que le tocó vivir y en lo más destacado que ocurrió en ella.

ANTECEDENTES

          ¿Qué pasaba en Canarias, en España, en Europa cuando se desenvolvía el último cuarto del siglo XVIII? ¿Por qué los habitantes del continente europeo empezaban a plantearse la alternativa de vivir bajo otra forma de gobierno que no fuese el de la Monarquía absoluta; de un nuevo modo de ser gobernados, y a la vez gobernar, en que la voz del pueblo llegase a unos oídos que la escuchase y a unos jueces que debatiesen sus quejas con imparcialidad y justicia; de ceñirse a unas leyes que a la vez amparasen sus legítimos derechos fundamentales? ¿Cómo podrían alcanzar todo eso? Y, de paso, ¿por qué se reunieron las Cortes en Cádiz, y no en Madrid, la capital de las Españas? ¿Y quienes eran los diputados y quien los autorizaba a alzar la voz y a legislar en su nombre?

          Pues lo que pasaba es que durante varias décadas se estaba desarrollando una revolución intelectual, nacida no precisamente en los escalones más bajos y oprimidos de la sociedad, sino en su parte media y alta. Las cabezas pensantes promovieron el movimiento que se llamó la Ilustración, una corriente cuya característica primordial era la confianza absoluta en la Razón, la Ciencia y la Crítica para poder comprender el entorno que rodea al Hombre.

          Aquí, en Canarias y en España,  la Tradición (en usos y costumbres, en la religión, en las relaciones con la Corona), apoyada por la gran mayoría de la población, era el motor de la vida. Parecía lógico el choque entre Tradición (“esto se hace así porque siempre se hizo así”) y Razón (“esto también se puede, y debe, hacer así, basándonos en la ciencia y el conocimiento”), pero a diferencia de lo que ocurrió en el resto de Europa, en nuestra tierra se hicieron compatibles las tradiciones cristianas con los postulados de la Razón.

          Pero lo que sí es cierto, es que en nuestra Patria, como escribió don Julián Marías en su España Inteligible,  pese a “la solidez de muchas estructuras tradicionales y a que las resistencia a las reformas eran evidentes,… a la vez se advertía… una voluntad de innovación.”

          Efectivamente, aquellos ilustrados nuestros no estaban contentos con las circunstancias de la España en que les tocó vivir, una España que empezaba a dar claras muestras de decadencia, y en la que ellos encontraban que había muchas cosas que cambiar. Y en su afán reformador tuvieron la suerte de que hacia 1759 ocupase el trono de la nación Carlos III, el aliado más importante que pudieran soñar para sus planes.

          Entonces, aquel movimiento intelectual, la Ilustración, se convirtió en una corriente política, el Despotismo Ilustrado. Todo se hacía, como era su famosa consigna, para el pueblo, pero sin el pueblo; todo lo dirigían aquellas cabezas pensantes llenas de afanes reformadores, apoyándose en el más reformador de nuestros reyes: Carlos III.

          Pero las cosas iban a cambiar. Cuando apenas había fallecido Carlos III, y ocupaba el trono su hijo Carlos, el IV, tuvo lugar la Revolución Francesa (1789), que en un principio pareció desenvolverse por los cauces de una moderada transición política pero que rápidamente desembocó en una orgía de sangre especialmente representada por una guillotina que, pese a la Libertad, Igualdad y Fraternidad que se preconizaba, cercenó las cabezas de miles de personas, entre ellas las de los propios Reyes.

          Lógico es que ello causara temor en España, y en consecuencia las ideas ilustradas que provenían de más allá de los Pirineos empezaron a considerarse peligrosas, ante el riesgo de que aquí ocurriese algo similar. Carlos IV detuvo casi todas las reformas, prohibió la lectura de libros extranjeros, las salidas al exterior y, claro, el Despotismo Ilustrado español, aquella forma de gobierno que ya vimos había recibido el total apoyo del monarca anterior, entró en crisis. Las ideas ilustradas aplicadas a la política tuvieron ahora que buscar otra vía de escape, y surgió un liberalismo clandestino con una virtual pancarta programática en la que se podía leer: “Es la Nación -no el Rey- la que debe decidir qué cosas hay que cambiar y cómo hay que hacerlo”. Un liberalismo que, en definitiva, propugnaba que el poder del Monarca fuera limitado por “algo” -una Constitución, por ejemplo- especialmente si se corría el peligro de que el Rey cayese bajo el influjo de un valido poco escrupuloso o irresponsable.

          En resumen: había desaparecido en muchas capas de las clases medias y altas (y pronto ocurrió lo propio en las bajas) el ánimo necesario para continuar bajo la dirección del Antiguo Régimen, la Monarquía Absoluta. Por si fuera poco, el respeto casi religioso que en España se había guardado al Rey, hasta Carlos III, estaba desapareciendo porque se produjo lo que el profesor Antonio Morales llamaba el “reinado sin Rey”, ya que Carlos IV era dirigido por un privado de omnímodo poder, Godoy. Y las gentes veían en ello una dejación por parte del monarca, una desvalorización consentida de su superior poder y, de hecho, una pérdida de la hasta entonces mayestática autoridad.

          En los primeros momentos de la Revolución Francesa, España apoyó la opción legitimista, es decir la defensa de la Casa Real borbónica, e incluso participó en una guerra (la llamada del Rosellón) contra las nuevas tendencias políticas, pero luego empezaron las equivocaciones.

          Se equivocaron Godoy y Carlos IV (al que parecía importarle mucho más el futuro de sus hijos “colocándolos” en diversos tronos europeos que su responsabilidad como Rey de nuestra Patria) y, claro, nuestro país cometió un error estratégico de trascendental importancia: nos aliamos con la Francia revolucionaria (los desgraciados Tratados de San Ildefonso) y entramos en guerra contra Inglaterra. Consecuencia: sufrimos la derrota naval del Cabo de San Vicente (1797) y la poderosa flota británica bloqueó los puertos españoles más importantes con el consiguiente colapso del comercio con América. (Entre lo poco bueno del momento hay que recordar la victoria tinerfeña de aquel año sobre Nelson). En poco tiempo la crisis se agudizó y hacia 1801 nuestra deuda pública equivalía a los ingresos de 10 años.

          Y si eso estaba ocurriendo en España, en Francia la Revolución, nacida para acabar con el poder absoluto de su Rey, iba a desembocar en pocos años en otra dictadura aún más poderosa, la napoleónica. La ambición desbordada del “pequeño corso”, Napoleón Bonaparte, no tenía límites y quiso poner bajo su férreo mandato a todos los pueblos de Europa.

          Y Godoy, Carlos IV y España se equivocaron de nuevo. Nos uncimos al carro del vencedor del momento y seguimos enfrentándonos a Inglaterra, a la que  Bonaparte quería aislar económicamente. En 1805, otra gran derrota naval: la de Trafalgar, de la que se destaca siempre la impericia del almirante francés que mandaba la flota combinada franco-española y el sacrificio de nuestros mejores marinos, y muchas veces se obvia que, con la pérdida de nuestros barcos, perdimos también entonces el control de los mares, que era tanto como decir el control del comercio con América. Fue en este malhadado 1805 cuando, de verdad, empezó el descenso vertiginoso de la gran España hacia el estatus de nación de segundo orden.

          A Napoleón -nuestro supuesto aliado- le faltaban España y Rusia para que toda Europa fuese suya, pues así, sin el comercio con el continente, tampoco Inglaterra aguantaría mucho. Y con las circunstancias antes expuestas de la política interna de nuestra nación, pensó que, por lo que a España se refería, el caso sería fácil. Años después debería reconocer que aunque “el éxito no podía ser dudoso… esa misma facilidad me extravió.” Sí, Napoleón se equivocó en su planeamiento estratégico: No contó con algo tan fundamental como el pueblo de España. En su exilio diría que, en los acontecimientos que ahora repasaremos brevísimamente, “España se comportó como un hombre de honor”.

          Con la excusa de invadir Portugal, eterna aliada de Inglaterra, muchas unidades francesas comenzaron a atravesar la Península… para de paso ir ocupando las más importantes capitales de su mitad norte. Entonces, los españoles, ya bastante aglutinados en contra de Godoy y del sistema de gobierno que preconizaba, con un Rey “puenteado” y una gran crisis económica y social interna, iban a “formar el cuadro” al sentirse  humillados por aquella solapada ocupación francesa.

          En la propia Corte, y encabezada por el Príncipe de Asturias, Fernando, existía  un movimiento contra el Rey, su padre, y el favorito. El 19 de marzo de 1808 estallaba lo que pasará a la Historia con el nombre del Motín de Aranjuez, que tuvo como resultado inmediato el encarcelamiento de Godoy y la cesión del trono por parte de Carlos IV a su hijo, el VII de los Fernando en la línea sucesoria española.

          Corro ahora rápidamente un no muy tupido velo sobre varias de las páginas más vergonzosas de la Historia de España, pero haciendo constar que si lo hago así es por ahorrar tiempo y no por ocultar aquellos hechos que, además, ustedes conocerán suficientemente. Tras ese manto que he dejado caer podemos vislumbrar como Carlos IV quiere recuperar el trono que cedió a su hijo, y para ello pide apoyo a Napoleón; cómo éste se va atrayendo a progenitor, vástago y resto de la familia real española so pretexto de una reunión, primero a Burgos, luego a Vitoria y finalmente a Bayona, en Francia. También podemos discernir como en esa localidad se produce el “súmmum” de la vergüenza. Fernando devuelve la corona de España (¡ahí es nada!) a Carlos y éste se la entrega a Napoleón para que haga con ella lo que le plazca, que va a ser, de inmediato, nombrar para que se siente en el mancillado trono español a su hermano José, aquel breve José I de nuestra Historia (y “Pepe Botella” en la maledicencia popular, aunque haya muchos historiadores que defiendan que aquel hombre no se había tomado en su vida ni una cuarta de vino).

          Una vez culminada con éxito esta primera fase de su plan, Napoleón puso en marcha la segunda: aparecer ante nuestro pueblo como el reformador necesario. Para ello publicó un Manifiesto a los Españoles que terminaba diciendo que quería que su “memoria llegue a vuestros últimos nietos y que exclamen: es el regenerador de  nuestra Patria”.

          La tercera fase consistía en convocar una asamblea de notables españoles para ratificar una “Constitución” redactada por el propio Bonaparte. Se reunió en Bayona y acudieron 65 diputados de los 150 convocados. Sobre la marcha se modificó el texto inicial en el que aparecía Napoleón como “otorgante” del documento, siendo sustituido por “José I, Rey de los españoles”. En este punto siempre ha surgido la pregunta de si fue ese documento la primera Constitución española. Yo estoy con los que opinan que no, que fue lo que se denomina una “carta otorgada” (“documento por el que el Rey se comprometía a gobernar a sus súbditos de una manera determinada”) pues le faltaba el requisito fundamental de una Constitución: haber sido dictada por el pueblo o sus representantes y no por el Rey.

          Por cierto, a Bayona fueron convocados dos canarios: don Estanislao de Lugo, que era miembro del Consejo de Estado y no fue, y don Antonio de Saviñón, quien asistió a dos de las diez o doce sesiones y firmó el documento, pero que al volver a Madrid dirigió un Manifiesto a los ayuntamientos canarios justificando su actuación por haberle sido impuesta por la violencia y declarando que no era afrancesado ni bonapartista.

          Ya hemos dicho que el pueblo estaba harto. Además de los citados problemas económicos y sociales, ahora resultaba que el Rey estaba secuestrado en Francia, que el país se encontraba prácticamente ocupado por unos supuestos aliados, los franceses, que ya estaban cometiendo atropellos y tropelías y que no había la menor reacción por parte de las autoridades civiles y militares. Una chispa bastaría para encender la hoguera.

 

LAS  JUNTAS,  LA  SUPREMA  Y  EL  CONSEJO  DE  REGENCIA

          Y la chispa saltó. El 2 de mayo de 1808 el pueblo de Madrid se levantaba contra el invasor y aquello hizo arder campos y ciudades. Se desató una crudelísima guerra -la de la Independencia- que duraría 6 años y dejaría exhausta a España. Pero. ¿qué organismos controlaron y dirigieron al país en aquella situación?  Pues las espontáneas Juntas, en principio Locales (lucha contra el francés en el término municipal y organización de la vida); luego Provinciales (coordinación de las Locales); y finalmente la Suprema, que ejerció los poderes ejecutivo y legislativo. Se reunió la Suprema en Aranjuez en septiembre de aquel 1808 y estaba compuesta por 35 miembros bajo la dirección del conde de Floridablanca. Representando a Canarias formó parte de ella el lagunero Marqués de Villanueva del Prado.

          El pueblo legitimó aquellas Juntas para dirigir el País ante la ausencia del Rey, aquel “deseado” Fernando VII, al que, quizás sorprendentemente, deseaban los españoles ver en el trono.

          En los momentos iniciales de la guerra la balanza pareció inclinarse hacia los españoles, con la gran victoria de Bailén como hecho más destacado, pero pronto la situación cambió. Napoleón se tuvo que tragar la fanfarronada de que para conseguir España “no necesitaría contar con más allá de 12.000 hombres”, y se puso al frente de una gran Ejército de unos 300.000 soldados mandados por la flor y nata de sus generales, que casi de inmediato se fueron extendiendo como una mancha de aceite por la piel de toro. Allí, sobre el terreno peninsular, iban a aprender los franceses un nuevo e inquietante vocablo: guerrilla. Pero pese a todo, la superioridad gala comenzó a ser innegable. La Junta Suprema, ante el avance enemigo, tuvo que ir trasladándose a Toledo, luego a Talavera, a Badajoz y finalmente a Sevilla.

           Allí, un gran patriota y pensador, don Gaspar Melchor de Jovellanos propuso a la Junta que convocase Cortes porque había que empezar de cero, había que reinventar España, pero haciéndolo ahora sobre una nueva base: la Nación, es decir, los españoles. Las leyes viejas de la vieja España decían que las Cortes las convocaba el Rey, o en su defecto el Regente o un Consejo de Regencia, y como aquel no estaba y la Regencia no existía, había que nombrarla.

          Así se hizo. Ante la presión francesa, de nuevo la Junta se trasladaba, ahora a la Isla de León, lo que hoy es San Fernando, donde dejaba de existir a finales de enero de 1810, cediendo los poderes a un Consejo de Regencia formado por 5 miembros.

          Las tropas francesas ocupaban ya casi toda la Península. Tan sólo la citada Isla de León y un poquito más allá una trimilenaria ciudad, Cádiz, protegida por sus poderosas murallas y cañones, eran la España peninsular libre. Por eso iban a ser las sedes de unas reuniones y debates que cambiarían la Historia de nuestro país, y se convertían, especialmente Cádiz, en el útero de una España distinta.

 

LAS  CORTES  DE  CÁDIZ

          La Regencia, el 18 de junio de 1810, convocó Cortes Generales y Extraordinarias. Se enviaron emisarios a toda España y a las provincias ultramarinas para que acudieran sus representantes, un total de 303, de los que 4 correspondían a Canarias: don Pedro Gordillo y Ramos por Gran Canaria;  don Antonio José Ruiz de Padrón por Lanzarote, Fuerteventura, La Gomera y El Hierro, don Fernando Llarena y Franchy por La Palma y don Santiago Key y Muñoz por Tenerife.

          Apenas 3 meses después de la convocatoria, en septiembre, se celebró la sesión de apertura, a la que asistieron 104 diputados, porque las tardanzas en la designación, las circunstancias de la guerra y las condiciones para viajar no eran fáciles. Semanas y meses después se siguieron incorporando diputados, entre ellos los canarios. (Gordillo dos semanas después, Key y Llarena casi cuando se iba a cumplir un año y Ruiz de Padrón 14 meses después de la apertura). En la documentación al respecto que se conserva en la Real Sociedad Económica de Amigos del País de Tenerife he podido constatar un máximo de 201 nombres.

          Y aquí les remito a uno de los Episodios Nacionales de nuestro paisano don Benito Pérez Galdós. En el octavo Episodio, el titulado Cádiz, podrán ustedes empaparse del ambiente festivo que rodeó aquella convocatoria de Cortes y su primera reunión el 24 de septiembre de 1810. Una primera reunión, una sesión de apertura, en la que se estableció la separación de poderes, asumiendo las Cortes el legislativo y autorizando éstas al Consejo de Regencia a que ejerciera el ejecutivo (mientras durase la ausencia de Fernando VII); y en la que iban dar el primer giro de timón importante en contra del absolutismo: El Consejo de Regencia debería hacer acto de presencia en las Cortes para reconocer la soberanía nacional de las mismas.

          Esta exigencia no fue acatada por el Presidente del Consejo, el obispo de Orense. Unos apoyaron su postura y tacharon de grupo de charlatanes a las Cortes; otros atacaron ferozmente la intransigencia del prelado y pidieron que se le castigase por no acatar la voluntad nacional. Y, con amargura, concluye Galdós diciendo textualmente:

              “Los dos bandos, que habían nacido años antes y crecían lentamente, aunque todavía torpes y sin bríos, iban sacudiendo los andadores, soltaban el pecho y la papilla y se llevaban las manos a la boca, sintiendo que les nacían los dientes.”

          Aquellos dos bandos, ya con dientes, se tiraron los unos a la yugular de los otros y le han hecho mucho daño durante los dos siglos transcurridos a la España de todos ellos.

 

EL  AMBIENTE  EN  CANARIAS

          Hoy día, cuando en el telediario estamos viendo en directo lo que sucede en nuestras antípodas, no es fácil imaginarse -desde luego a nuestros nietos “no les entra en la cabeza”- el retraso en las comunicaciones existentes hace doscientos años, aunque los que tenemos ya cierta edad recordamos, y nos sorprendemos, lo que tardaba una carta en llegar desde, supongamos, Madrid a Canarias,  La imposibilidad de difundir con prontitud la noticia, al retardar su conocimiento, retrasaba la toma de decisiones adecuadas; y como en la mayoría de las ocasiones lo que se llegaba a conocer solía ser fragmentado o incompleto, cuando no inexacto, aumentaban las dudas y vacilaciones.

          Y así pasó en 1808. En un principio, el terremoto que asoló la Península Ibérica, y que echó por tierra los pilares en que se sustentaba el viejo y poderoso edificio del Antiguo Régimen, llegó a Canarias como el eco lejano de un cataclismo que, por su magnitud, no podía ser creído. La lejanía de las islas al epicentro hizo que sólo se fueran conociendo, semanas después del primer temblor, (hasta el 11 de mayo no se supo aquí de los sucesos de Aranjuez del 19 de marzo) noticias inconexas e incompletas que acrecentaron el desconcierto generalizado que llegaba desde las más altas instancias de la sociedad isleña a sus capas más humildes. La llegada de cualquier noticia del acontecer en la nación española, podría llevar en Canarias a festejarla o deplorarla, mientras que en la Península, quizás otros nuevos hechos conducían a todo lo contrario. El resultado fue que aquellas dudas tuvieron una incidencia directa en los acontecimientos posteriores.

          Fueron ellas, las dudas, las que conturbaron el espíritu del Marqués de Casa Cagigal, el comandante general de las Islas, quien pareció no tener clara la dirección de su lealtad (él siempre manifestó que obedecería al gobierno legalmente constituido, pero ¿cuál era legal, el de Fernando o el de José?). Este hecho fue considerado como una clara muestra de indecisión por su lugarteniente, el Coronel Carlos O’Donnell, muy introducido en los círculos más influyentes de esta Isla, quién aprovechó la ocasión para ir poniendo en marcha y alimentando una poderosa corriente de opinión desfavorable a Cagigal. O’Donnell comenzó a patrocinar reuniones secretas con otros militares y destacados miembros civiles de la sociedad tinerfeña, entre ellos don Alonso de Nava y Grimón, marqués de Villanueva del Prado, y don Juan Próspero de Torres Chirino, reuniones en las que se decidió la creación de una Junta Suprema por el Cabildo General, ya convocado, y en la que Nava y Torres serían los elementos más influyentes.

          Este clima político y social enrarecido era el predominante a finales de junio y primeros días de julio de 1808, cuando se convocó en La Laguna  el Cabildo General abierto. Una vez que este se reunió y se constituyó en Junta, sus primeras disposiciones fueron las de destituir, arrestar e incoar causa al Comandante General, al Regente y al Fiscal de la Real Audiencia, al Gobernador de Armas de Gran Canaria y al Alcalde Mayor de La Palma. Como se había previsto en las famosas reuniones, O’Donnell sería nombrado Comandante General (con ascenso de Coronel a Mariscal de Campo), Alonso de Nava, Presidente de la Junta y Torres, encargado de la Intendencia. Cagigal sería encarcelado, permaneciendo en prisión, en el santacrucero Castillo de San Cristóbal, varios meses. Luego, trasladado a Sevilla y juzgado en Consejo de Guerra, se le pondría en libertad sin ningún cargo y restablecido en todas sus atribuciones, pero esa es ya otra historia.

   a. La Junta Suprema de Canarias. La división civil

          En el ambiente descrito, y con idéntica finalidad que en la Península, se estableció aquí la Junta, como remedio de urgencia y pretendiendo que en ella concurriera una doble legitimación: la de sentirse heredera de la autoridad real antigua, y la de estar respaldada por la voluntad popular. Quedó constituida, en las circunstancias expuestas, el 11 de julio de 1808, con el nombre de  Junta Gubernativa de la Provincia. La misión fundamental que se autoimpuso fue la de regir los destinos del Archipiélago mientras durase la ausencia de Fernando VII; e imbuida de tal responsabilidad acordó que las demás islas mandaran sus representantes. Y entonces empezaron otros problemas.

          Con fecha 1 de agosto la Real Audiencia (sita en Las Palmas) expidió una Provisión declarando nula la Junta formada en La Laguna, por lo que los Ayuntamientos de las demás islas no mandaron sus representantes, Pero un día antes se había recibido en Tenerife un oficio remitido por la Junta Suprema de Sevilla en el que se ordenaba la creación de la Junta de Canarias, lo que, al estar ésta ya constituida, sirvió únicamente para confirmarla. Nuevamente se reiteró el envío de representantes y ahora sí lo hicieron todos los Ayuntamientos, con excepción del de Gran Canaria, que decidió constituirse en Cabildo permanente y ya en franco enfrentamiento con la Junta lagunera.

          Para dar cumplimiento a lo que también ordenaba la Junta de Sevilla, se crearon Juntas Subalternas en las restantes islas -excepto la de Gran Canaria-. Estas Juntas tenían la misión de fomentar el desarrollo y el mejor gobierno de sus respectivos territorios y buscar apoyos para asegurar la fidelidad a Fernando VII.

          En julio de 1809, la Junta Suprema del Reino decidiría que cesaran en sus funciones tanto la Junta Suprema de Canarias como el Cabildo Permanente de Gran Canaria, que hasta su disolución mantuvieron un enfrentamiento constante.

          La “sociedad civil” canaria, mejor dicho, su clase dirigente, se debatía entre la indefinición (seguir siendo fieles a Fernando VII o dar por bueno el reinado de José I) y el pragmatismo (¿qué convendría más?), y esta actitud estuvo presente en el citado enfrentamiento entre la Junta Gubernativa de la provincia de Canarias y el Cabildo Permanente de Las Palmas, con el telón de fondo del viejo conflicto que, desde el siglo XVI, enfrentaba a Tenerife y a Gran Canaria por el control hegemónico del Archipiélago con el tema de la capitalidad.  Y en ese mismo escenario aparecerán, en unos minutos lo veremos, nuevas variables de esa confrontación: los temas de la Universidad, del Obispado, de la Audiencia, etc.

   b. La división militar

          También se produjo división en el aspecto militar, pues en la guerra de la Independencia el apoyo de Canarias al esfuerzo bélico colectivo se materializó en dos núcleos de Unidades: uno de esta Isla (Batallón de Infantería de Canarias, Brigada Veterana de Artillería y Banderas de Cuba y La Habana) y otro de Gran Canaria (La Granadera canaria), mucho más importante la participación tinerfeña que la grancanaria, pero quede como muestra que fue así al negarse el Cabildo Permanente de la isla redonda a obedecer las órdenes y disposiciones de la lagunera Junta Suprema de Canarias.

 

LOS  DIPUTADOS  CANARIOS

   a. Pedro José Gordillo y Ramos (Diputado por Gran Canaria)

          Pedro José Gordillo y Ramos nació en Santa María de Guía (Gran Canaria) el 6 de mayo de 1773. Catedrático en el Seminario Conciliar, protegido de Viera y Clavijo y, desde 1807, párroco de la Iglesia del Sagrario de la Catedral de las Palmas, fue elegido diputado por Gran Canaria  el 16 de octubre de 1810, cuando contaba 36 años de edad.

          Gordillo había sido uno de los más firmes oponentes a la creación en La Laguna de la Junta Superior Gubernativa en los primeros meses de la Guerra de la Independencia, y a la vez uno de los patrocinadores de la constitución del Cabildo Permanente de Gran Canaria, en franca discrepancia con la Junta lagunera, hasta la disolución, por orden de la Junta Suprema del Reino, de ambas instituciones en junio de 1809, como acabamos de ver.

          Firmante de la Constitución, el 24 de abril de 1813 fue elegido Presidente de las Cortes, y cuando se clausuraron éstas no se incorporó inmediatamente a su curato, sino que viajó a Madrid, donde se doctoró en Derecho Civil y Canónico, regresando a Las Palmas en 1815. Dos años después marchó a la Habana donde ejerció como Maestrescuela de la Catedral de La Habana y continuó con sus estudios, doctorándose en Física en el año 1823. Allí, en la capital cubana, residió hasta su fallecimiento el 10 de febrero de 1844, a los 71 años.

   b. Fernando Llarena y Franchy (Diputado por La Palma)

          Nacido en San Cristóbal de la Laguna el 5 de julio de 1779, era hijo de don José Llarena y Mesa, director del Jardín Botánico y uno de los asiduos de  la Tertulia de Nava. Se trasladó muy joven a estudiar a la Península, ingresando posteriormente en el cuerpo de funcionarios del Crédito Público, y desempeñaba, cuando se convocaron las Cortes de Cádiz, el cometido de oficial mayor de la mesa ministerial de Empréstitos y Negociaciones de Indias. Su elección como diputado por Canarias, tuvo lugar el día 9 de junio de 1811, con 32 años de edad.

          Se distinguió sobremanera por su afición a los trabajos estadísticos, publicando una Estadística sobre las Islas Canarias.

          Clausuradas las Cortes, regresó a Canarias siendo designado, en octubre de 1814, Interventor de la Junta del Crédito Público.  Murió el 27 de febrero de 1861, a los 81 años, en La Orotava.

   c. Antonio José Ruiz de Padrón (Diputado por Lanzarote, Fuerteventura, Gomera e Hierro)

          Nació en San Sebastián de la Gomera el 9 de noviembre de 1757 en el seno de una familia acomodada y de fuertes ideas religiosas. Realizó sus primeros estudios en el monasterio franciscano que existía en su isla natal.  Con 16 años marchó a Tenerife para continuar con sus estudios, ya que no había otra posibilidad para continuarlos en La Gomera. Una vez aquí ingresó en el lagunero convento franciscano de San Miguel de las Victorias y con 24 años, en 1781, recibió el sacerdocio.

         A finales del mismo año, sus muchas inquietudes intelectuales le llevaron a formar parte de la Real Sociedad Económica de Amigos del País de Tenerife, de la que fue un activo miembro.

          Con 28 años tomó la decisión de viajar a La Habana, donde residía un tío suyo también franciscano. Una gran tempestad desvió su barco hacia Pensilvania, en el sur de los casi recién creados Estados Unidos. De allí viajó a Filadelfia, ciudad con notable actividad cultural, donde trabó amistad con personajes tan importantes como Benjamin Franklin y George Washington, quienes les abrieron las puertas de las tertulias más importantes de la ciudad.

          Estuvo poco tiempo en Cuba, donde su franca oposición a la esclavitud no le granjeó las simpatías de las clases dirigentes. Volvió a España, viajó por Europa y de regreso a nuestra patria desempeño varios cargos, del que más importante fue el de Abad del monasterio de Valdeorras, en Orense.

          Fue, sin duda, el más importante de los 4 diputados canarios y ha pasado a la Historia como el valedor más importante para la derogación del Tribunal del Santo Oficio, es decir, la desaparición de la Inquisición. Falleció en 1823, a los 66 años.

   d. Santiago Key y Muñoz (Diputado por Tenerife

          En la revista YCODEN número 5 del año 2005, doña Carmen Fraga publicó un artículo titulado “Canarios e irlandeses en el Patronato de San Cayetano, Convento Agustino de Icod”en el que podemos leer que... “En esta población se instalarían otros descendientes de irlandeses como Key”, para añadir en nota a pie de página que Aquí residió Lázaro Key Rixo, natural de La Laguna, hijo del Capitán Diego Key -irlandés- y Nicolasa Josefa Rixo.” Esta señora era icodense.

          Lázaro, teniente de Granaderos, se casó, en la Parroquia de los Remedios de La Laguna con otra lagunera, Felipa Antonia Muñoz de Araujo (que era hija de un Capitán de Artillería natural de Santisteban, Jaén, llamado Pedro Rodríguez Muñoz y de Juana de Araujo Sánchez, de La Laguna). El escudo nobiliario de la familia Muñoz se puede contemplar en la Iglesia de Santo Domingo de la ciudad de los Adelantados. Del matrimonio entre don Lázaro y doña Felipa nacería Santiago.  De modo que si repasamos sus antepasados, nuestro hombre fue nieto de un irlandés, un jienense, una lagunera y una icodense. Y sus padres eran los dos de La Laguna, pero se vinieron a vivir aquí, quizás por estar cerca de la madre de ella.

          Santiago Key Muñoz, vendría al mundo en Icod los Vinos el 24 de julio de 1772, y según sus biógrafos pronto pareció inclinarse hacia la Iglesia. Estudió Humanidades en el convento dominicano de La Laguna y marchó a Sevilla, donde, una vez ordenado sacerdote en 1796 (24 años), adquirió su formación jurídica en la Universidad hispalense; allí estudió Leyes y Cánones doctorándose en 1806, es decir, con 34 años. En poco tiempo alcanzó un destacado renombre y llegó a desempeñar cargos de importancia, como el de Catedrático de Cánones (1807) y de Historia Eclesiástica (1808), siendo también nombrado, “por su mucho saber y cultura” Abogado de los Reales Consejos. Quiero destacar que la Universidad de Sevilla le concedió el título honorífico de Doctor en Cánones, no fácil precisamente de otorgar, pues sólo lo era a aquellas personas que, según los Estatutos de aquella Universidad, “hubieran alcanzado la cumbre del saber en la Facultad a la que pertenecían”.

          En 1811, cuando tenía 39 años, fue elegido diputado por Tenerife en las Cortes. Por cierto, con incidentes, porque en enero de 1811 el Cabildo de Tenerife, seguramente atribuyéndose competencias que no le correspondían, lo nombró diputado por nuestra isla, mientras hacía lo propio con un don Pedro Mesa, capitán de Milicias, por La Palma. Las, al parecer, justificadas protestas de Santa Cruz de Tenerife, La Orotava y La Palma llevaron a unas segundas y reglamentarias elecciones, en junio de aquel mismo 1811, que dieron como resultado que a Tenerife la representase Key, y a La Palma, como hemos visto hace unos momentos, don Fernando Llarena. Posiblemente que fuese designado Key, pese a que vivía largo tiempo fuera de la isla, se debió al contacto que había mantenido con el Marqués de Villanueva del Prado durante el año que existió la Junta Suprema de La Laguna, pues fue don Santiago fue una especie de apoderado o representante de ésta ante la Suprema de Sevilla.

          El 31 de agosto recibió Key la notificación del Cabildo comunicándole el nombramiento y el 8 se septiembre juraba su cargo en las Cortes gaditanas, pasando casi de inmediato a formar parte de dos comisiones, “Memoriales” y “Seminario de Canarias”.  Dicen que carecía de las dotes oratorias de que hacían gala otros diputados, pero, sin embargo, sería elegido Vicepresidente de las Cortes el 4 de diciembre de 1811 y Secretario, el 24 de septiembre de 1812. Además de lo que veremos en unos minutos sobre sus actuaciones más destacadas, hay que reseñar  que participó en debates sobre las rentas de los diputados y los expedientes de rehabilitación de algunos de ellos. De hecho, ya el 9 de octubre, apenas un mes después de haber hecho acto de presencia en las Cortes,  presentaba una Proposición de ley para extender a todas las islas la forma de proveer los curatos de Gran Canaria.

          En un excelente trabajo biográfico sobre nuestro hombre publicado en 1980 en el núm. 26 del Anuario de Estudios Atlánticos y firmado por Manuel Vilaplana Montes, el autor destaca que del repaso de las Actas de las Cortes de Cádiz había podido…

               “…comprobar su asistencia continuada, activa y comprometida. Sus numerosos votos personales se suceden a lo largo de las Constituyentes, demostrándonos su preocupación por dejar constancia de su postura. Santiago Key interviene siempre que se tratan problemas canarios y, según nuestra opinión, defiende con bastante éxito los intereses de Tenerife. Debió quedar claro su inmenso interés por los problemas de aquella isla ante sus representados porque supieron corresponderle, más tarde, con distinciones y ofrecimientos.

                En el campo religioso descubrimos a un hombre obsesionado por conseguir que prevalezca la primacía de la Iglesia sobre la autoridad civil. Ve, pues, necesaria la presencia de los eclesiásticos en las Cortes de la Nación… y el mantenimiento de aquellos tribunales que la Iglesia considere necesarios para la defensa y salvaguarda de su doctrina.

                En el terreno político se adscribe al grupo que… rechaza cualquier tipo de innovación que reflejase afrancesamiento. Esto no impedirá que muestre su comprensión y flexibilidad de juicio ante determinadas personas tachadas de «colaboracionistas».

                Asimismo considera necesario asegurar la integridad moral de quienes ocupan los cargos públicos y las buenas costumbres, en general, de todos los ciudadanos.”

          Key fue un fiel partidario del mantenimiento del Santo Oficio y del regreso del absolutismo. El haber firmado la Constitución en 1812 no fue obstáculo para que luego estampara su nombre, junto a otros 68 diputados, al pie del que se llamó “Manifiesto de los Persas”, uno de los documentos que más influyeron para el restablecimiento del absolutismo al regreso a España de Fernando VII (1814).

          Cuando las Cortes Generales y Extraordinarias cerraron sus sesiones, en septiembre de 1813, Santiago Key regresó a Sevilla, y allí, se puede leer en el trabajo del señor Vilaplana,...

               “…su prestigio ante el Cabildo (de la Colegiata del Salvador) y en el Claustro Universitario, aunque la nueva situación política no era fiel reflejo de sus convicciones, se había incrementado notablemente.

                En la Universidad se incorpora a sus clases en noviembre de 1813 y continúa regentando la Cátedra de  Historia Eclesiástica durante los tres cursos siguientes hasta que, al suprimirse en 1817 el plan de estudios «ilustrado» esa asignatura deja de existir. Pero el término de su vida docente no significó el alejamiento de la Universidad; va a continuar asistiendo a todos los claustros y participará, asimismo, en la solución de los múltiples problemas que por aquél entonces los agitan.”

          Un año después de su regreso a la enseñanza, en 1814, fue nombrado Inquisidor Fiscal en el Tribunal del Santo Oficio de Sevilla y Canónigo de la Santa Iglesia Catedral de Canarias.

          Poco antes del final del Sexenio Absolutista, es decir, en 1819,  sería designado Rector de la Universidad de Sevilla, ciudad en la que falleció repentinamente el 16 de julio de 1821, con 49 años de edad.

 

PRINCIPALES  TEMAS  EN  LOS  QUE  INTERVINO  KEY

   a. La Audiencia

          Desde los tiempos de la conquista la Real Audiencia se había establecido en Las Palmas, siendo su Presidente el Capitán General. Cuando éste se trasladó a Tenerife, quedó allí un Regente, a modo de delegado de la autoridad militar.

          Cuando hacía sólo cuatro días que se había promulgado la Constitución, la Comisión de las Cortes encargada “del arreglo de las Audiencias” comenzó a estudiar una proposición presentada por Key, Ruiz de Padrón y Llarena en la que pedían una Sala que, aún formando parte de la Audiencia Territorial, tuviese su residencia en Tenerife y atendiese los pleitos de esta isla, La Palma, La Gomera y El Hierro, mientras que la Sala de Las Palmas atendiese a los casos de Gran Canaria, Lanzarote y Fuerteventura, “ínterin se verifica en aquellas islas la necesaria división de la provincia en dos” (Tomo XII de las Actas).

          Como se ve,  reconocían los tres diputados que no era el momento más adecuado para pedir la partición de la Audiencia, que, según la propuesta que presentaban, seguiría formando un solo Tribunal con dos Salas, cada una de las cuales serviría tanbien para resolver las apelaciones que se hubiesen presentado contra una resolución de la otra. También basándose en un cuadro de doble entrada, exponían las distancias entre islas y las dificultades de traslado desde las islas occidentales a Gran Canaria.

          La proposición, a la que se opuso Gordillo, no surtió efecto y la Audiencia tinerfeña no nacería hasta la creación de los Cabildos en 1912 y se consolidaría con la división provincial de 1927.

   b. La Universidad

          Los mismos tres diputados (Key, Ruiz de Padrón y Llarena), a instancias del Cabildo de Tenerife, reclamaron en las Cortes la creación de una Universidad en esta isla, cuando corría el mes de febrero de 1812. El cuarto diputado, Gordillo, no se oponía a esa creación de una Universidad canaria, pero pedía que en lugar de en La Laguna, naciera en Las Palmas.

          Key expuso un antecedente a favor de la sede lagunera, una Real Orden de 1792 en la que se mandaba establecer una Universidad literaria en La Laguna. Su cumplimiento se había paralizado como consecuencia de un escrito del Cabildo de Gran Canaria en el que se recurría la citada Real Orden.

          Tras más de un año de tiras y aflojas, en julio de 1813 se creaba una Comisión para estudiar el tema. Compuesta por 5 miembros, formaban parte de ella Key y Gordillo, pero no se llegó a ningún acuerdo antes de que las Cortes fuesen disueltas.

          , el 15 de septiembre dGordillo no cejó en su empeño, con el apoyo del Cabildo grancanario, y elevó hasta 17 solicitudes en favor del establecimiento de la Universidad en Gran Canaria. Pero en pleno Sexenio Absolutistae 1816, Fernando VII decretaba su instalación en La Laguna. Es de justicia resaltar el importantísimo papel que en esa decisión jugó el arzobispo don Cristóbal Bencomo, lagunero y confesor del Rey.

   c. La creación de la diócesis de Tenerife

          El 6 de septiembre de 1813, los diputados Key, Llarena y Ruiz de Padrón firmaban y entregaban para informe del gobierno una Exposición en la que solicitaban la creación de un segundo Obispado en Canarias, proponiendo a La Laguna, “capital de la isla de Tenerife, como metrópoli de la nueva silla episcopal”. Justificaban la petición en el abandono espiritual que sufrían los habitantes de las 4 islas occidentales, dado que la canónica “sagrada visita” del Obispo únicamente se verificaba cada 10 ó 12 años, y como los prelados rara vez se desplazaban más allá de las respectivas capitales insulares, eran muchas las personas que no habían recibido el sacramento de la Confirmación. Citaban también que los fondos (unos 200.000 ducados) que Tenerife entregaba al Obispado se consumían en Gran Canaria, cuando en las islas occidentales la mayoría de curas y parroquias no contaban con dotación alguna.

          El diputado grancanario Gordillo se opuso abiertamente a la creación de la nueva diócesis, argumentando, entre otras cosas, que temía que la proposición escondiera una nueva ambición lagunera, en sus deseos de adquirir mayor preponderancia.

          El Consejo de Estado dictaminó estar de acuerdo en la necesidad de crear una nueva diócesis, y el propio Cabildo Catedralicio de Canarias, ya en julio de 1815 accedía a la partición, aunque esa decisión se revocaría menos de un año después. Pero apenas cinco meses más tarde, a finales de 1816, la Audiencia determinaba que se debía dividir el territorio insular en dos diócesis episcopales. La erección del Obispado nivariense tuvo lugar el 21 de marzo de 1819, y de nuevo hay que resaltar los buenos oficios en favor de su tierra natal del confesor del Rey, don Cristóbal Bencomo.

   d. La Inquisición

          Sin duda alguna, el decreto de abolición del Santo Oficio de la Inquisición fue, tras la promulgación de la Constitución, el documento cumbre en el proceso de renovación emprendido en las Cortes de Cádiz. Hay quienes, como Tierno Galván, consideran que se podría elegir “como símbolo que señalase el paso de lo viejo a lo nuevo”.

          Y puede que alguien se pregunte; ¿pero todavía en el siglo XIX seguía funcionando el Tribunal del Santo Oficio? Pues según se mire será la respuesta. La verdad es que, cuando se reunieron las Cortes de Cádiz, hacía prácticamente un siglo que no se había dictado un auto de fe, pero como se suele decir, “no se trataba del huevo, sino del fuero”. Era una cuestión de ideas, no de acciones, la que llevó a unas enconadas discusiones y debates que se extendieron entre el 9 de diciembre de 1812 y el 5 de febrero siguiente, pues el Tribunal simbolizaba una u otra tendencia: la reaccionaria y la liberal, según el punto de vista de los opinantes. Además, también influía, como muchos autores ha señalado, que el archivo del Santo Oficio era una fuente continua de preocupación para muchos diputados que no deseaban saliera a la luz el empañamiento de la entonces tan importante limpieza de sangre de sus ancestros, y por ello deseaban fervientemente su destrucción.

          Como he comentado, arduos fueron los debates y muchas las intervenciones en uno u otro sentido, pero el 18 de enero de 1813 se produjo la que muchos consideran fundamental para el resultado final. El Secretario de las Cortes leyó un escrito de Ruiz de Padrón, extensísimo, que constituía un  demoledor ataque a la Inquisición, y concluida su lectura el propio Ruiz de Padrón tomó la palabra y, en un apasionado discurso, basado en gran parte en la doctrina de la Iglesia Católica y en los escritos de los Santos Padres, insistió en que el Santo Oficio era una incongruencia que había que extirpar de la Iglesia y de la forma de vida de un Estado moderno, pues era contrario al espíritu del Evangelio y opuesto a los derechos concedidos a los ciudadanos en la Constitución.

          El 22 de febrero se votó el tema y la Inquisición resultó abolida por 90 votos contra 60. Votaron a favor de la abolición, además de Ruiz de Padrón, Gordillo y Llarena, y en contra Key. Se restableció al regreso de Fernando VII, para ser abolida en el Trienio Liberal y restablecida de nuevo en la Década Ominosa. Su abolición definitiva fue en 1834, siendo Regente doña María Cristina de Borbón.

   e. La sede de la diputación Provincial

          Recordemos que las tan citadas Cortes reunidas en septiembre de 1810 recibían el nombre de Generales y Extraordinarias, y que debería llegar el momento en que lo “extraordinario” pasase a ser “ordinario”, por lo que era necesario pensar ya en la formación de unas Cortes Ordinarias.

          El Título III de la Constitución gaditana dedicaba nada menos que 11 Capítulos y 141 Artículos a este menester. Los dos primeros Capítulos trataban del número de diputados que debían nombrarse por provincias, en función de su población, y la forma de elegirlos en juntas de parroquia, de partido municipal y de provincia. Y vamos a llegar a un punto de discordia en el ámbito de Canarias al intentar aplicar los artículos 78 (que ordenaba que “las juntas electorales de provincia… se congregarán en la capital”) y 81 (que determinaba que “serán presididas estas juntas por el jefe político de la capital de la provincia”). Recordemos también que para el gobierno de las provincias, la Constitución organizaba unas Diputaciones Provinciales constituidas por el Jefe Político, -nombrado al efecto por el Rey-, el Intendente y siete miembros elegidos por votación en la misma fecha en que se eligiesen los diputados a Cortes, y que también la sede de la Diputación Provincial era la capital de la provincia.

          Pero, ¿cuál era la capital de Canarias, la localidad en la que deberían ubicarse el Jefe Político y la Diputación Provincial, y en la que, además, debería reunirse la junta electoral provincial para elegir los diputados nacionales y provinciales? Legalmente no existía aquí esa denominación de capital para ninguna población del Archipiélago, aunque basta con leer documentos antiguos para comprobar que todo el mundo arrimaba el ascua a su sardina.

          Esta discrepancia se reflejó en las intervenciones de los diputados canarios en las Cortes de Cádiz y en las sesiones celebradas para determinar las ubicaciones de las Diputaciones. De ello es muestra un informe dado a conocer el 12 de noviembre de 1812 por la Comisión encargada de este tema y del que entresacamos que los diputados canarios “no han podido convenir entre sí” cual debería ser la futura ubicación de la Diputación, debido “al estado diverso de aquellas islas”. Finalmente resolvía la Comisión que, una vez que se nombrase la Diputación Provincial, fuese ésta la que fijara el lugar de su residencia, aunque en conjunto parecía inclinarse hacia Tenerife, especialmente por el tema de la localización del Comandante General, Jefe político hasta aquel momento.

          Al leerse el informe, inmediatamente Gordillo tomó la palabra para, con verdadero talento oratorio, dicen sus biógrafos, hacer que se rechazase la candidatura de La Laguna y que las Cortes pusieran en duda el citado dictamen de la Comisión. Y en la siguiente sesión presentaba una proposición que incluía “que en atención a estar considerada la isla de Gran Canaria capital de la provincia de su nombre, quieren las Cortes… que el Jefe Político fije su residencia en ella…”

          No se estuvieron callados los otros tres diputados canarios, Key, Llarena y especialmente Ruiz de Padrón, quien presentó una contra-proposición de 3 puntos. En el primero se decía que si se designaba a Las Palmas fuese con la condición de “por ahora”, hasta que opinasen sobre el asunto todos los ayuntamientos constitucionales de Canarias. En el segundo que el Intendente no debía salir de Tenerife y asistir a las sesiones de la Diputación Provincial hasta que se determinase el lugar de residencia. Y en el tercero pedía suspender la resolución hasta recibir las opiniones de los ayuntamientos. Como se ve, un claro intento de ganar tiempo, pues la mayoría de los ayuntamientos o Cabildos estaban a favor de Tenerife.

          En la siguiente sesión Gordillo propuso que se crease la Diputación en Las Palmas “por ahora”, y, pese a las intervenciones de Ruiz de Padrón y Key, las Cortes aprobaron su propuesta, y se acordó comunicarlo a la Regencia.

          Pero en esos momentos surgió un factor con el que no había contado el diputado grancanario. Hacía apenas un año que era Comandante General de Canarias don Pedro Rodríguez de la Buria, hombre que había tomado apego a Santa Cruz desde el momento de su llegada por el apoyo recibido de la Villa en su pleito con su predecesor, el duque del Parque, que se había empecinado en no dejar el cargo.

          Como en aquellos momentos La Buria era el Jefe Político, a la espera de la llegada del que debía designar la Regencia, tomó la decisión de convocar una Junta Preparatoria en Santa Cruz el 5 de diciembre, bajo su presidencia y comunicó al Congreso su resolución, especialmente basada en no diferir por más tiempo el dotar a la provincia de una de las principales prerrogativas constitucionales: la Diputación Provincial.

          Seis días después llegó la noticia a Cádiz y ello motivó que Key presentase al Congreso una proposición instando a que se suspendiera la comunicación a la Regencia del acuerdo del mes anterior con respecto a la instalación provisional de la Diputación, y dado que ya se había formado la Junta Preparatoria, siguiera “por ahora” en Santa Cruz hasta que los ayuntamientos constitucionales diesen su opinión. Pese al posterior esfuerzo oratorio de Gordillo, tratando de echar por tierra aquella maniobra, el Congreso tomó en cuenta la propuesta de Key y la aprobó.

          Éste será el punto de partida para el vertiginoso ascenso político de Santa Cruz en el primer cuarto del siglo XIX, tema en el que ya no entramos pues se aleja mucho del asunto de hoy, aunque hayamos visto el trascendental papel que en ello, por su decisiva iniciativa, jugó don Santiago Key.

 

FINAL

          Ya termino. Hemos llegado al final de este repaso del camino hacia la Constitución y de algunas cosas relacionadas con ella y con Canarias. He querido llevar a ustedes un soplo de los vientos de cambio que recorrieron España y Europa en las últimas décadas del siglo XVIII. Nos hemos acordado de la Ilustración, del Despotismo Ilustrado, de un reinado bueno y otro malo, de la Revolución francesa, del régimen napoleónico y de las intenciones de Bonaparte con respecto a España. Dimos una ojeada a la Guerra de la Independencia y hemos  sobrevolado sobre el panorama político de Canarias en 1808, repasado un poco la biografía de los cuatro diputados doceañistas canarios y tocado el papel que, en especial el icodense Key, jugaron en determinados temas de importancia para el Archipiélago, como hemos podido comprobar, cada uno defendiendo los intereses de la porción de territorio canario que representaba, como es lógico y lícito.

          Espero que a la mayoría le haya servido esta intervención mía  para refrescar lo que sabían sobre el tema. Y si alguien lo desconocía en todo o en alguna de sus partes, deseo que mis palabras hayan sido lo suficientemente claras para hacerle conocer, siquiera sea someramente, unos momentos tan importantes y decisivos de nuestra Historia contemporánea.

          Sólo me queda rendir, en los últimos párrafos, un homenaje a don Santiago Key y Muñoz, de cuya honradez de miras es para mí muy definitorio el hecho de que cuando gobernaron los contrarios a sus ideas, el aprecio y el respeto que por él sentían hicieron que lo mantuvieran en el puesto que ocupaba.

          Añade de él el señor Vilaplana, en el trabajo citado que era…

               “una figura ideológicamente conservadora, pero que sabía ser flexible en las cuestiones que no consideraba sustanciales. Prudente, trabajador, responsable y ecuánime; deducimos estas cualidades a la vista de la mesura y cuidado con que emite sus conclusiones; de la constancia y asiduidad con la que asiste a sus clases, al Cabildo, a! Claustro universitario o a las sesiones de las Cortes, sin rehusar a comisiones o encargos; del hecho de aceptar puestos en momentos críticos o de ser escogido por sus colegas para tratar de asuntos especialmente delicados. Como resumen de su vida digamos que fue un hombre que supo ejercer el difícil papel de contrapeso en una sociedad en período de cambio.”

          Fue un hombre que destacó por su rectitud de intenciones y la fe y tenacidad en la defensa de sus ideas. Luchó por ellas donde hay que hacerlo, en las Cortes, en el Parlamento, y como hay que hacerlo, con la palabra y el razonamiento, exponiendo su propia concepción del sistema de gobierno más adecuado para España –precisamente contrario a la tendencia que empezaba a tomar carta de naturaleza en la Constitución de 1812-; pero, además, se volcó en la búsqueda del bienestar y la prosperidad de aquellos a los que representaba, es decir, de los tinerfeños. Buena muestra de ello es su participación a favor de la Audiencia, la sede episcopal y la Universidad en Tenerife; y su rápida actuación para que se tomase una decisión favorable a esta isla en el tema capital de -valga la redundancia- la capitalidad de la provincia de Canarias.

          Y nada más. Si acaso atreverme a recomendar que cuando tengamos que votar a nuestros representantes en los niveles municipal, insular, comunitario o nacional, busquemos a algún candidato con similar “perfil” de honradez y compromiso que don Santiago Key y Muñoz, aquel icodense ilustre que ocupó un escaño en las históricas Cortes de Cádiz.

           Muchas gracias por su atención.

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