La paja y los utensilios (Retales de la Historia - 72)

Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 2 de septiembre de 2012).

 

          Hay que ver qué cosas ocurrían en el Santa Cruz decimonónico, cuando su corporación municipal se las veía y deseaba parta hacer frente a las más elementales necesidades, sin contar con los imprescindibles recursos para ello. Al principio no se disponía de rentas propias y sólo amortiguaba mínimamente las necesidades el haber del peso y el derecho de aguada, ambos cobrados por la Aduana, cuya liquidación era frecuentemente retenida por la Real Hacienda para cubrir los atrasos de contribuciones.

          En este escenario, el impuesto de paja y utensilios se creó con el objeto de obtener fondos para los gastos de cama, luz, aceite, leña, vinagre y sal que causaba el alojamiento de las tropas en los pueblos y la paja que consumía la caballería. Eran tiempos de guerras peninsulares, con continuos desplazamientos de unidades militares, cuyos gastos de alojamiento recaían exclusivamente en los pueblos por los que pasaban y, haciendo general el impuesto, se pretendía que toda la nación contribuyera a estos gastos. Pero aquí se vivía en paz y no se daba el trasiego de tropas que había en la Península, y se daba por hecho que en la excepción recogida para las llamadas provincias pobres quedaba incluida Canarias, igual que lo estaban Ceuta y Melilla. Pero no pensaba lo mismo el intendente de la Real Hacienda, Manuel Genaro de Villota, quien desde junio de 1829 pretendió que el ayuntamiento estableciera esta contribución.

          Era entonces alcalde José Calzadilla y desde un principio, respaldado por su corporación, se resistió a establecer esta nueva carga a un pueblo que padecía una pobreza generalizada, pidiendo al intendente el Real Decreto en que basaba su pretensión recaudatoria para saber cómo había que proceder. Recibido el mismo, se entendió que Canarias no estaba comprendida en la citada contribución y así se expuso al intendente, pero de nada valió. Insistía el funcionario y se resistía el ayuntamiento, que pedía aclaraciones que nunca llegaron, mientras se ratificaba en los acuerdos anteriores alegando que las Islas estaban exentas. Al tropezar una y otra vez con la rotunda negativa, se acordó elevar representación a S. M. para solventar todas las dudas.

          Pero la paciencia del intendente tenía un límite y en julio del mismo año multó con 1.000 pesos corrientes al Ayuntamiento por no admitir la nueva contribución, pero sin contestar a nada de lo expuesto por la corporación, por lo que se le expuso que no se aceptaría hasta no ver la R. O. por la que se incluía a Canarias, o al menos que se recibiera orden expresa de S. M. La situación llegó a ser tan tensa que el comandante general Francisco Tomás Morales decidió intervenir y presidió una sesión municipal para interceder en el polémico asunto. La corporación en pleno expuso que, por la consideración que le merecía y el mucho aprecio en que tenía a S. E., accedía a comenzar los trabajos para la implantación de la contribución, no sin que el síndico personero propusiera que, aunque se adelantaran los trabajos, no se comenzara a cobrar el impuesto hasta que no llegara la R. O. o la contestación a la exposición elevada al Trono. Como consecuencia de lo acordado, a los pocos días el comandante general trasladaba una comunicación del intendente en la que decía que había ordenado al administrador general de la provincia que suspendiera el procedimiento de apremio y sanción al Ayuntamiento, esperando un pronto ingreso del primer cupo de la contribución.

          Mientras se pedía aclaración sobre plazos de pago y años que se reclamaban, llegó una noticia extraoficial sobre una R. O. de la que se desprendía que Canarias, al estar incluida en las llamadas provincias pobres, quedaba exenta de la contribución de paja y utensilios, sobre lo que se pidió confirmación al intendente. La reacción del funcionario no pudo ser más airada, conteniendo en su oficio frases y conceptos ofensivos para el Ayuntamiento, al que llamaba disidente y acusaba de subversión, por lo que las relaciones volvieron a deteriorarse y, para evitar males mayores, los concejales se mostraron dispuestos a pagar de su bolsillo por prorrateo el primer plazo a ingresar, mientras no se aclararan las dudas existentes. La corporación volvió a ratificarse en todo lo acordado, pero transcurrido año y medio de iniciado el desacuerdo, en diciembre de 1830 llegó la orden de pagar el impuesto que no quedó más remedio que acatar.

          Lo curioso es que, con el paso del tiempo, este extraño impuesto se dedicó a diversos asuntos, como cuando en 1842 contribuyó en parte al arreglo de la plaza de San Francisco. Los concejales percibían un pequeño porcentaje de lo recaudado y, en 1845, cedieron su parte para empedrar varias calles, porque algunos vecinos pobres no podían contribuir con lo que les correspondía por el frente de sus casas. ¿Qué pensarán de esto algunos políticos actuales?

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