Corsarios (Retales de la Historia - 67)
Por Luis Cola Benítez (Publicado en La Opinión el 29 de julio de 2012).
Teóricamente estaban perfectamente delimitadas las actividades náuticas de lo que eran las armadas oficiales de una nación, los navíos que disfrutaban de patente de corso, los que abiertamente se dedicaban a la piratería o los simples mercantes que ejercían un pacífico comercio, pero una cosa era la teoría y otra, muy distinta, lo que ocurría en la práctica. Al intentar seguir la historia real de sus actuaciones se difuminan los límites hasta tal punto que prácticamente llegan a desaparecer. Como consecuencia vemos que en ocasiones se llama pirata a todo un almirante de la Royal Navy, o a un pirata o bucanero se le llega a considerar almirante. Canarias, Tenerife y concretamente Santa Cruz, tuvo la desgracia de conocer toda la gama posible de combinaciones entre estos elementos, que se presentaban en su bahía haciendo gala de aviesas intenciones.
Los primeros casos fueron bien madrugadores. En 1512 el conquistador Bartolomé Benítez de Lugo reunió una rica carga, valorada en unos 4.000 ducados, entre productos locales y recibidos de Indias, que remitió a Cádiz para comerciar con ellos, pero tuvo la mala suerte de que su navío fuera interceptado por un pirata francés, y Bartolomé pidió entonces al rey que le concediera licencia de corso para resarcirse de la pérdida sufrida. Este es de los primeros casos conocidos, pero a partir de 1520, al comenzar las guerras de rivalidad con Francia, situaciones similares fueron frecuentes, viéndose afectado tanto el tráfico marítimo con la Península y América, como el de cabotaje entre las islas, sin que se libraran los pequeños barcos de pesca que faenaban cerca de las costas. Según Viera y Clavijo, el acoso al comercio era continuo.
Pronto comenzaron los ataques en regla con el propósito de saquear la plaza o de apoderarse de los barcos surtos en la bahía. Fue la época en que la flota de Álvaro de Bazán trataba de limpiar los mares, sin que pudiera evitar el ataque del pirata Antoine Alfonse de Saintonge, ni del vicealmirante Nicolas Durant de Villegaignon, frente a los que Santa Cruz supo defenderse con acierto.
También hay que citar las interesadas visitas del famoso John Hawkins, amigo del señor de Adeje, en cuya Casa Fuerte llegó a hospedarse en alguna ocasión. En 1563 entró en la bahía para proveerse de vino, agua y comestibles, siendo visitado a bordo por el propio alcalde Juan Báez Cabrera y por el párroco del lugar.
Son de sobra conocidos los ataques de Robert Blake, en 1657, de John Jennings, en 1706 y, el último y más famoso de todos, el de Horacio Nelson, en 1797. Estos episodios señalan sólo los hitos más destacados en estos años, pues lo normal era la enorme inseguridad de la navegación en todos sentidos, siendo lo más sensible la dificultad parta navegar entre las islas y para recibir ayuda en las repetidas épocas de escasez y hambruna. Y de la inseguridad no se escapaban pobres ni ricos, señores ni plebeyos. Cuando en 1742 el capitán general Andrés Bonito Pignatelli embarcó para Canaria a inspeccionar el fuerte que se estaba construyendo en Gando, la balandra corsaria en que viajaba, llamada San Telmo, fue perseguida durante todo el trayecto por dos navíos ingleses y poco faltó para ser apresado. Se apostaron después hacia Anaga, para tratar de interceptar cualquiera que se aventurara por sus cercanías, como ocurrió con un barquito que venía de El Hierro con veinte pipas de aguardiente y otras mercancías.
En ocasiones, además de algún pequeño barco que aquí se armaba en corso para tratar de proteger el tráfico local, llegaban corsos de mayor entidad, armados en La Habana o Puerto Rico, que intentaban contrarrestar la habitual amenaza que se cernía sobre los navíos de Indias, y era un respiro para la subsistencia del lugar, además de un buen negocio para su comercio, el que remataran sus presas en este puerto. Las relaciones con el enemigo eran a veces bastante peculiares. Cuando en 1742 un corsario inglés apresó dos balandras y un bergantín que venían con trigo de las otras islas, los ofreció con su carga completa por 14.000 reales las dos balandras y 1.000 pesos por el bergantín. La oferta no sólo fue aceptada, sino que se le permitió comprar vino por la costa de El Sauzal, y los ingleses mandaron un caballo de regalo al general.
Cuando en 1762 se declaró la guerra con Inglaterra y Portugal, fue un corsario francés el que remató sus presas en Santa Cruz, y fue entonces cuando llegó la orden de requisar todo navío inglés surto en el puerto. Resultaba que los que habían traído grano para paliar el hambre que se sufría eran de dicha nacionalidad y el general Pérez de Oteiro, decidió dejarles libres en señal de agradecimiento. El rey Carlos III no sólo aprobó lo hecho, sino que ordenó el envío de víveres a las Islas y confirmó sus privilegios comerciales.
El problema de los corsarios continuó hasta bien entrado el siglo XIX.
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