La Alameda de Branciforte (1) (Retales de la Historia - 69)

Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 12 de agosto de 2012).

 

          Cuando en los primeros años de la segunda mitad del siglo XVIII estaba a punto de finalizarse la construcción del espigón del antiguo muelle de Santa Cruz -cuyos basálticos sillares se trata en estos momentos de rescatar para que no se pierdan por las obras de la vía litoral-, con poca diferencia de años se terminaba el castillo principal de San Cristóbal. Quedaba flanqueado el embarcadero a la derecha o Sur por la citada fortaleza, y a su izquierda o Norte por la pequeña playa en que terminaba un terreno “baluto”, que separaba de la marea el viejo camino a Paso Alto, hoy calla de la Marina. Ambos, camino y terreno, era atravesados por el barranquillo de Guayte, San Francisco o de los Frailes, que venía a desaguar en la inmediata playa.

          En aquel solar, yermo y desolado, un grupo de significados personajes del Lugar y Puerto, Bernardo de la Hanty, José Víctor Domínguez y Nicolás González Sopranis, idearon construir un mercado cubierto para despejar el que se solía establecer en la plaza principal, desde la Pila del agua hasta el costado Sur del mismo castillo, y evitar así la aglomeración, suciedad y bullicio propios de estos lugares. El lugar se consideraba muy apropiado, puesto que además de ventilado podrían venderse allí tanto los productos del campo como las capturas de los pescadores, al estar situado junto a la entrada del muelle. El proyecto era tan firme que en septiembre de 1775 consta que pidieron autorización para realizar la obra, pero no les fue concedida, posiblemente por considerarse que podría afectar a la muralla defensiva que cubría todo el litoral, en lo que seguramente tuvo que ver el comandante general marqués de Tabalosos.

          Por aquellos años Santa Cruz carecía de un lugar propio para que los vecinos concurrieran a pasear y, según cuenta alguna crónica de viajeros, a la caída de la tarde, cuando ya el sol remitía sus rayos, era frecuente ver grupos de personas en la pequeña explanada del muelle, posiblemente por ser el único lugar de empedrado más o menos regular que permitía el paseo, al tiempo que disfrutar de la vista de los barcos fondeados en la bahía. Así las cosas, en 1784 llegó otro marqués, el de Branciforte, mariscal de campo en el que había recaído el mando de las Islas, que pronto encontró la forma de habilitar aquel espacio hasta entonces sin utilidad alguna, al tiempo de contribuir con su iniciativa a dar prestancia a la entrada marítima de la población con la construcción de una alameda, para la que no le fue difícil encontrar la suficiente justificación, contando con la colaboración y aportaciones de los vecinos más pudientes.

          En el plano del proyecto debido al ingeniero Amat de Tortosa, de 1787, puede leerse el siguiente texto: “Podrá servir de Parque ó deposito provisional á la mano, para qualesquiera acopio en Tiempo de Guerra, asi por su espacio, cercado y serrado, como por la ymediacion al Muelle.” No hacía falta más, pues con este argumento de utilidad militar quedaba plenamente justificado cualquier gasto producido por la construcción de la alameda.

          El testimonio de la contribución vecinal es bien explícito: “A sido costeada por las generosidad de las personas distinguidas de este Vecindario, movidas, del buen gusto y deseos de reunir su sociedad en tan propio recreo, é impelids de la eficacia conqe se dedica y contribuye el citº Sr Comte Genl ala hermosura y adelantamto de la Plaza.” No obstante que parece deducirse que el nuevo paseo había sido costeado por “las personas distinguidas” en su totalidad, una vez concluida la instalación quedó en manos de la comandancia general.

          Existía una llamada “casa del agua” cerca del convento de Santo Domingo, a la que llegaba el líquido elemento por las canales de madera instaladas en tiempos del capitán general Agustín de Robles y Lorenzana y, desde allí, surtía a la Pila de la plaza principal, al aljibe del castillo de San Cristóbal, al riego de la Alameda y a los caños de aguada de los barcos surtos en la bahía. El agua era gratuita para el pueblo, y Branciforte encomendó al administrador de la Aduana, Josef de Iriarte, el cobro de la tasa por el servicio de aguada a los buques, que periódicamente, después de deducir su diez por ciento de comisión, debía liquidar al alcalde del agua nombrado por el comandante general, que era el capitán Pedro Higueras. Con este producto debía cubrirse la conservación de las canales y el cuidado y riego de la Alameda. En 1793 la recaudación alcanzó los 1.453 reales de vellón, cantidad apreciable entonces, pero que nunca alcanzaba a los gastos necesarios.

          En 1795 un temporal de viento derribó la puerta del paseo y rompió cristales de los faroles, todo lo cual fue necesario reponer, aunque el mayor capítulo siempre lo absorbía el mantenimiento de las canales y atarjeas.

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