Primeras defensas de Santa Cruz
Por Luis Cola Benítez (Publicado en La Opinión el 12 de julio de 2012).
Se cumplen este mes 215 años de la heroica defensa de Tenerife frente al ataque protagonizado por la escuadra inglesa al mando de Horacio Nelson. Puede ser interesante recordar los antecedentes de las primeras defensas de Santa Cruz frente a otros intentos de conquista o rapiña que fueron abortados por los tinerfeños, injustamente postergados por los cronistas.
Antes de que Santa Cruz dispusiera del pequeño espigón del antiguo muelle, las labores de carga y descarga de pasajeros y mercancías se realizaban por la que más tarde se llamó Caleta de Blas Díaz o de la Aduana, hoy sepultada bajo el comienzo de la calle Bravo Murillo y el edificio de Correos. Por ella entraban los productos tan necesarios para toda la isla en los primeros tiempos y salían los bienes que en ella se producían. Durante mucho tiempo fue el principal puerto de Tenerife, al que en las actas del antiguo Cabildo de la Isla se le denominaba “puerto real”.
Representación idealizada del "cubilete viejo", junto al desembarcadero de la Caleta
Desde el principio los regidores, empezando por el propio Adelantado, fueron conscientes de la necesidad de dotar aquel paraje de los adecuados medios que permitieran la defensa del punto que económicamente les conectaba con el resto del mundo, lo que al mismo tiempo de salvaguardar el Lugar, defendería la Capital y la Isla toda. Desde los primeros instantes se había instalado un elemental torreón defensivo, que pronto quedó inútil por los precarios materiales empleados, pero ya en enero de 1513 se planteó el Cabildo la urgencia de dotar de defensas a Santa Cruz y se trató de hacer una fortaleza, luego conocida como “cubilete viejo”, que facilitara la defensa de la bahía en caso de necesidad. En consecuencia, se acordó pedir a Lope de Sosa, gobernador de Canaria, que devolviera “ciertos tiros y pólvora” que le había prestado el Adelantado, y “que por ende se nombre una persona de recaudo para que le haya de pedir que los devuelva”, que se le escriba una carta, y “acordóse que el que ha de ir a Gran Canaria sea Juan de Benavente por ser como es buena persona y se le pague su salario”. Este Juan de Benavente era amigo del Adelantado y no sabemos si su viaje, si llegó a hacerlo, tuvo el éxito deseado, aunque todo parece indicar que sí, pues este mismo año fue nombrado guarda o alguacil del puerto para que no se sacaran “maderas, ni trigo, ni cebada ni otra cosa sin licencia... y de todo aquello que denunciare por perdido, haya la mitad.” Seguramente el nombramiento fue consecuencia de otra junta celebrada en la iglesia del mismo puerto, con asistencia del alcalde Bartolomé Fernández, en la que se acordó poner guardas y vigilancia con motivo de la guerra con Francia.
Adelantándose a los acontecimientos, en enero de 1522 se nombró a Pedro Suárez de Valcárcel alcaide de la torre de Santa Cruz, con salario de 40.000 maravedíes al año, pero siete meses más tarde se le anuló al caerse en la cuenta de que la torre no estaba hecha y ser por tanto un gasto inútil. Entre ambas fechas se había celebrado otro Cabildo en Santa Cruz, en casa de Diego Santos, con asistencia del Adelantado, en el que se convocó a los mercaderes del puerto para pedirles aportaciones con el fin de formar una armada que guardara la costa frente a los franceses. Uno de los convocados, Esteban Justiniano, manifestó que sería un gasto inútil y dijo que “el francés no quiere cebada”, dando a entender el poco provecho que iba a sacar el atacante por la extrema pobreza del pueblo. Y tenía razón Justiniano. El año siguiente llegó frente al puerto una armada francesa y en lo menos que pensó fue en robar la cebada a la que aludía el mercader Justiniano. Se acercó e, impunemente, sacó de la bahía varios navíos y de los que no pudo apoderarse robó las mercancías, los incendió y los estrelló contra la costa. En el puerto ya había entonces cierta artillería, pero no estaba operativa ni tenía munición, por lo que todos culparon al Cabildo por la negligencia.
Según Viera y Clavijo, sobre 1534 había fábrica de pólvora en Santa Cruz, lo que quiere decir que ya había artillería en la que podía emplearse, aunque su producción no pasaría de ser la propia de algún artillero amañado de los que bajaban de La Laguna a hacer las guardias, puesto que hasta 1689 no hubo verdadera guarnición fija en el puerto. Así se siguió varios años y cuando no eran los franceses, eran los berberiscos o de otras naciones, hasta que en 1538 se firmó la efímera Paz de Niza con Francia y, aunque temporalmente, las islas vivieron un período sin grandes sobresaltos. Así debió ser, puesto que este mismo año se le revocó el sueldo de “lombardero” a Juan Prieto -que más tarde sería alcalde de Santa Cruz-, y se explica la decisión diciendo, “pues, a Dios loores, a ya paz e no ay neçesidad de lombardero”.
En 1547 el Cabildo había logrado reunir 605 doblas para la construcción de una fortaleza en Santa Cruz y, no encontrándose en la isla persona con conocimientos suficientes, se acordó llamar al maestro cantero que estaba edificando la de Canaria para que hiciese el proyecto, y se nombró a Diego Díaz, que en aquel momento era alcalde del puerto, al que se le asignó paga de dos doblas para que llevara a cabo la obra. Se comenzó con premura, pero antes de un año quedó paralizada por falta de cal, que había que traer de Portugal, y entretanto se le suspendió el salario. Poco tiempo antes se había repetido lo ya ocurrido, cuando primero un navío francés armado y a los pocos días otro inglés, entraron en la bahía y sacaron varios barcos que en ella estaban fondeados. Volvió a acordarse que se comprara pólvora y munición para la defensa del puerto y que se bajasen de La Laguna dos tiros, uno grande y otro pequeño, que tenía el Adelantado en su casa.
Se inician las guerras de rivalidad con Francia, cuyas armadas comienzan a prestar atención a las rutas americanas, y las aguas canarias son paso obligado de sus navíos. Es la época en que la flota de Álvaro de Bazán intenta contrarrestar este tráfico. En noviembre de 1552 Antoine Alfonse de Saintonge, renombrado pirata y aventurero, al mando de un magnífico navío de más de 300 toneladas, quiso hacer presa de los que estaban refugiados en la bahía de Santa Cruz, pero esta vez la guarnición estaba apercibida por un aviso recibido del gobernador de Canaria. La antigua fortaleza los recibió con su fuego, con tal precisión o suerte que con los primeros disparos causó tales irreparables daños al atacante, que el navío se hundió en la bahía, muriendo en la acción el propio Antoine Alfonse.
La segunda intentona francesa tuvo lugar el 1 de septiembre de 1555, a cargo del vicealmirante Nicolas Durant de Villegaignon, con tres galeones y dos galeazas, que se acercaron aparentando recabar agua y suministros, pero viéndose desde tierra que llevaban a bordo numerosos hombres para el desembarco. De nuevo la vieja fortaleza entró en acción con su exigua artillería -dos sacres y un pedrero- y otra vez la suerte o la pericia de sus servidores frustraron las intenciones enemigas, que había comenzado a disparar sobre el puerto y la fortaleza, que, como hace ver el profesor Rumeu, recibió entonces su bautismo de fuego. La galeaza almirante perdió su arboladura y sufrió una importante vía de agua, que obligó al resto de la flota a remolcarla fuera de la bahía y prestarle ayuda para evitar su hundimiento.
Estas son dos importantes victorias del Lugar y Puerto, las primeras de su historia, a las que nunca se les ha dado la importancia que merecen. Santa Cruz de Santiago ostenta en su escudo de armas tres cabezas de león -animal heráldico de Inglaterra- representadas en negro en memoria de las aviesas intenciones de tres famosos atacantes, sobre los que la Villa alcanzó la victoria. Pues bien, adelantándose a estas tres gloriosas acciones bélicas, Santa Cruz, con sus pocos medios, supo estar a la altura de las circunstancias
Dice Cioranescu que, “mirándolo bien, Santa Cruz no debería tener una historia militar”. Se refiere el historiador a la insignificancia de la isla, su modestísima riqueza y la pobreza circundante, que nunca llegó a acumular tesoros que despertaran codicias. No obstante, su situación estratégica la hacían blanco de apetencias de toda índole y de todas las banderas, motivo por el que contar con una fortaleza que le sirviera de protección era vital para su subsistencia. Varias veces se intentó en distintos lugares costeros hasta que, por fin, se acordó el definitivo emplazamiento y comenzaron las obras, que el Cabildo dio por finalizadas en noviembre de 1578.
Había nacido el castillo de San Cristóbal.
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