Historia de un pueblo

Por Jorge Bethencourt  (Publicado en el Diario de Avisos el 28 de junio de 2012).

 

          Una vieja frase chicharrera dice que Tenerife ha cometido dos grandes errores en su historia, dejar salir a Franco y no dejar entrar a Nelson. Hace algunos años, un grupo de cultos ciudadanos -que extrañamente eran de esta capital- decidieron crear un grupo de reflexión e investigación dedicado a la gesta del 25 de julio de 1797. Porque aunque gran parte de la selecta chachonería capitalina lo ignore o lo conozca superficialmente, la entonces reducida localidad portuaria de Santa Cruz se las tuvo tiesas con una flota británica que, al mando del entonces contraalmirante Horacio Nelson, intentó conquistarla. La batalla, que ganó un pequeño contingente militar y milicias ciudadanas mal armadas contra lo que por entonces era el equivalente a los actuales marines, pudo cambiar el curso de la historia y convertir las islas en una base de operaciones británica en el Atlántico. Cualquier ciudad de medio pelo de otro lugar del mundo tendría una victoria como esa hasta en la sopa. Vendería réplicas del cañón Tigre (que dicen que dejó manco al señor Nelson, aunque me temo que al cañón lo eligieron por sorteo), tendría un museo de la batalla con todo tipo de recreaciones audiovisuales (los hermanos Ríos hicieron una espléndida) gráficas y maquetas, como reclamo para la visita de los turistas (reclamo añadido a la variada panoplia actual de grúas, tinglados, contenedores, vallas, y mamposterías portuarias). Y los restos de la época, castillos, murallas y algún cerebro, serían centros de visitantes con más encanto que los champiñones ajardinados y el maravilloso, inútil y molesto estanque de la Plaza de España cuyo chorro, tal vez afectado por una enfermedad prostática, hace tiempo que no enchumba a los paseantes.

          Julio (sic) Villanueva, chicharrero de adopción, construye una novela,  Fuego de Bronce (sic), sobre esos días de asedio y heroísmo. Santa Cruz ganó la capitalidad de Canarias en aquella confrontación armada, aunque la perdería en otra, política, en 1927. Los chicharreros, con la coherencia que les distingue, dieron a una amplia y céntrica calle el nombre de Horacio Nelson y a otra, pequeña y estrecha, en la trasera del edificio de Correos, el del General Gutiérrez. Si fuéramos americanos -además de menos paro- tendríamos réplicas de los barcos británicos atracados en el muelle y venderíamos perritos calientes con salchichas que serían imitaciones del brazo amputado del almirante Nelson, como si fuera el de un funcionario del Gobierno de Canarias que hubiera osado hacerle una peineta al presidente. Un viejo pensador decía, con razón, que un pueblo sin memoria es un pueblo sin cultura y sin alma. No le quito una jodida coma.

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