Corsas, carros y carretones (y 3) (Retales de la Historia - 62)

Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 24 de junio de 2012).

 

          En la segunda mitad del siglo XIX santacrucero nacieron las primeras normas municipales que pretendían regular el tráfico rodado en la ciudad. Se estableció la calle del Castillo sólo para la subida de carros y carruajes y las de la Luz y del Sol -Imeldo Serís y Dr. Allart- para la bajada. Así apareció la primera señalización de tráfico de la ciudad, consistente en una tabla, que según el cargo presentado por el celador de policía urbana costó 63 reales y medio, colocada en el extremo más alto de la calle del Castillo, en la que se hacía constar la prohibición de bajar por ella. La medida, a pesar de los esfuerzos municipales, fue escasamente respetada y los carros subían o bajaban por donde se les antojaba, dando lugar a continuos incidentes y conflictos al intentar cruzarse dos en lugares en que apenas cabía uno.

          Otra norma bien curiosa fue la de prohibición de hacer “barreras” en las calles para evitar los ruidos provocados por el tránsito rodado cuando algún vecino estaba enfermo grave. El ayuntamiento establecía "que se enarene la calle y luego se recoja la arena por el mismo que la ha puesto”. Cada vez más el tránsito de vehículos iba condicionando el desarrollo de la ciudad y ya no se autorizaba la apertura de un camino o acceso particular si no se respetaba la rasante de los públicos para no dificultar el paso de carruajes. Otras veces era la municipalidad la que tenía que amoldarse, como cuando en 1883 la sociedad de socorros mutuos “La Benéfica” adquirió un coche fúnebre para el entierro de sus asociados, para evitar llevar a hombros los féretros -que más de una vez habían caído al suelo-, y fue necesario acondicionar el pedregoso acceso al cementerio de San Rafael y San Roque. Cuando en 1892 se encargó el puente de hierro para El Cabo, se pidió que fuera capaz para carros de hasta catorce toneladas.

          En 1898 todavía no había llegado el automóvil a Tenerife y los transportes municipales sólo disponían de fuerza motriz semoviente, aunque escasa. Además de un  par de carros para la basura había otro para el matadero, cuya mula estaba sobrecargada de trabajo y presentaba síntomas de agotamiento. Se consultó con el veterinario, que dictaminó que si se empleaba en la recogida de basura y en el traslado de carne a la recova, no debía emplearse también en acarrear los despojos del matadero al vertedero. Y, según se desprende de las actas municipales, la mula mejoró. No sólo escaseaban las mulas, sino también los carros, como se constata cuando el teniente de alcalde Anselmo J. Benítez pidió que se construyera un carro “con materiales de desecho” que poseía el ayuntamiento, para la limpieza de paseos y jardines de los que era responsable.

          Llegaron los primeros automóviles y, al mismo tiempo, las tarifas para los permisos de circulación: velocípedos, 2 pesetas al año; motos, 5; y automóviles, 10. Y, algo muy importante, a los conductores de coches de lujo se les autorizó utilizar “gorras de las llamadas de plato en vez de sombreros de copa”. También, en 1912, se establecieron los límites de velocidad en la población: 10 km/h. para automóviles particulares, 8 km/h. para los de servicio público y 6 km/h. los que lleven remolque. Pasan algunos años, y todavía en 1921 la influencia de los vehículos de tracción animal se deja sentir en las ordenanzas municipales, cuando se estipula que la velocidad máxima de un automóvil dentro de la población será la de un coche al trote.

          El progreso es imparable y pronto se plantea el adquirir un automóvil para uso del alcalde y concejales, un carro-automóvil para la recogida de basuras y otro regadera para la limpieza de calles. Pero también llega la primera demanda contra el ayuntamiento relacionada con el tráfico, cuando en 1913 Ignacio Zamorano pide se le indemnice por los daños sufridos por su automóvil a causa de unas tuberías mal instaladas en la calle 25 de Julio, reclamación que fue desestimada.

          En 1924, Carlos J. R. Hamilton y Monteverde pidió la concesión para un servicio de jardineras-automóviles entre el muelle y la plaza de la Paz, primer antecedente de transporte público urbano de lo que serían luego nuestras populares guaguas perreras.

          Y, para terminar, podemos imaginarnos la densidad de tráfico que habría en aquellos años y la falta de costumbre ante tan estresante situación, lo que impulsó este mismo año a un concejal a presentar una moción para que se nombraran dos guardias municipales y dos más temporeros, con uniformes distintos a los del cuerpo, para dirigir la circulación, proponiendo que, al no ser el problema creado responsabilidad directa del ayuntamiento, estos guardias extraordinarios debía pagarlos el Automóvil Club.

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