Corsas, carros y carretones (2) (Retales de la Historia - 61)

Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 17 de junio de 2012).

 

          En la primera mitad del siglo XIX proliferaron las corsas en el panorama urbano, hasta el punto de que el producto del impuesto con el que se gravaba su uso para conservación de las calles, pudo dedicarse a diversas mejoras que de otra forma no hubieran sido posibles. La recaudación se encargaba, por turnos, a los regidores municipales y en ella se fueron sucediendo Francisco Riverol, José María de Villa, Felipe Fernández, José Martí y Nin y otros.

          En 1815 se recaudaron cerca de setecientos reales, cifra que aumentó en los siguientes años, caudal al que se recurría para cubrir necesidades, no siempre relacionadas con la reparación de las calzadas, tales como pagar los atrasos del alquiler de la casa consistorial, reparación del puente de El Cabo, arreglo de las arquillas del barranquillo de San Francisco y de otras cegadas por la tierra o composición de las cadenas de la plaza principal. También, naturalmente, para la reparación de calles: tramo entre el castillo de San Cristóbal y la Aduana, calzada de Santo Domingo, la Noria y embaldosado de otras. Está claro que los propietarios de carros y corsas repercutían el impuesto en sus tarifas, seguramente con creces, lo que daba lugar a protestas, y pidieron que se anulara el arbitrio por no estar debidamente autorizado, pero el Ayuntamiento logró de la Diputación Provincial que lo autorizara formalmente y continuó aplicándolo. En una especie de compensación prohibió a los acemileros que llevaran las cargas pesadas que siempre habían acarreado los boyeros en carros y corsas. El control de este tráfico se acentuó hasta el punto de que el Cabildo eclesiástico de La Laguna tuvo que pedir licencia especial al Ayuntamiento de Santa Cruz para subir a La Laguna, "en una carreta de llantas, una lápida que debe cubrir el sepulcro del Sr. Dean Dn. Pedro Bencomo".

          En 1833 ya se disponía de tres carros para la limpieza pública con cargo a los vecinos, a razón de 10 maravedíes por casa, mientras que las escobas, cestas y demás material se pagaba con el aprovechamiento de los estiércoles, lo que indica que ya en tan temprana época se aplicaba una cierta selectividad en la recogida. Pero el daño ocasionado en el pavimento de las calles no tenía fácil solución. Cuando empezaron las obras del muelle en 1849, el carro tirado por bueyes que llevaba de 30 a 40 quintales de piedra por viaje para las obras rompía empedrados, embaldosados, cañerías, canales y arquillas, someramente enterrados. Ante la imposibilidad, aunque se intentó, de prohibir totalmente el paso de estas cargas pesadas, una vez tras otra se reparaban los daños como buenamente se podía, pero en alguna ocasión el alcalde del agua se negó a hacerlo hasta que no se retiraran los cerdos que se criaban en plena calle y que también contribuían al deterioro. La dificultad para encontrar troncos gruesos para las quillas de las corsas llevó a sus propietarios a proponer se les autorizara dotarlas de llantas de hierro, a lo que el ayuntamiento se negó en redondo al considerar que el destrozo en las calles sería aún muy superior. Igual resistencia municipal se dio cuando, en 1853, el jefe político autorizó carros de 10 a 12 quintales para cargas de 25 a 30, y se le preguntó quién pagaría los daños que se ocasionaran.

          En 1854 se inauguró, por una compañía privada y con total éxito, la primera línea de transportes de pasajeros entre Santa Cruz y La Laguna, que posteriormente se prolongó hasta otras localidades del Norte, constituida por ómnibus de tracción animal. Comenzó a prestar servicios en junio con un carruaje de cinco plazas y, cinco años más tarde disponía de dos ómnibus, tres coches cerrados, tres con capota y tres descubiertos, con una cuadra de 26 animales de tiro entre caballos y mulas. Al principio las cocheras estaban situadas en la calle San Francisco, hasta que para evitar el paso por el centro de la población se trasladaron a las afueras, al final de la calle de la Luz -Imeldo Serís-, cerca de lo que hoy es la plaza Weyler.

          En vista del deterioro que sufrían las calles sólo se autorizó su paso por la citada calle de la Luz y la de la Caleta hasta el muelle y, en un principio, se estableció una tasa de 10 reales al mes para los carros de cuatro ruedas y 5 para los de dos, tasa que fue suprimida al poco tiempo ante las dificultades para su cobro, aunque en 1862 se volvió a imponer. Pensando en evadirse de las continuas reparaciones a su cargo, el Ayuntamiento pidió a la Diputación Provincial que las dos citadas calles se consideraran continuación de la carretera de La Laguna, pero la solicitud no tuvo éxito.

          La ciudad crecía y, por lo tanto, también la demanda de medios de comunicación y transporte dentro y fuera de ella. Nos acercamos así al siglo XX y de este aspecto de su desarrollo trataremos en un tercer y último retal de esta historia sobre ruedas.

- - - - - - - - - - - - - - - - - -