Corsas, carros y carretones (1) (Retales de la Historia - 60)

Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 10 de junio de 2012).

 

          Índice del desarrollo de una comunidad es su capacidad de movimiento, su movilidad, tanto hacia el exterior como en el interior del área que ocupa. En este aspecto, Santa Cruz tardó bastante tiempo en alcanzar niveles aceptables. Al principio el único medio de trasladarse de que disponían sus habitantes era, naturalmente, aquel de que la Naturaleza dotó al ser humano y eran pocos los que disponían de animales para el transporte de personas o de objetos, que no siempre eran los más apropiados, aunque la necesidad obligara a utilizarlos. Recordemos la impresión recibida por un viajero del siglo XIX cuando una de las primeras cosas que vio al desembarcar fue un camello que cargaba un piano. Aún hoy habría que preguntarse cómo es posible cargar a mano un piano a lomos de un camello, lo que nos habla de la habilidad estibadora del camellero.

          Pero remontándonos al principio, en 1520 ya se cita un "camino de las carretas", lo que indica que ya las había, que vadeaba el barranco de Santos cerca de su desembocadura. Estas primeras carretas de ruedas macizas, sin radios, destrozaban los precarios caminos, aunque no tanto como cuando comenzó a dotárseles de llantas de hierro. Ello era el motivo de que las reparaciones de los caminos, especialmente el que conducía a La Laguna -actual calle San Sebastián-, fuera siempre una asignatura pendiente, y uno de los primeros en ocuparse de este importante asunto fue el capitán general Gerónimo de Benavente y Quiñones, quien también trazó, hacia 1661, el primer tramo del camino de ronda en el que salía a pasear en su berlina o calesa, primer carruaje de uso particular que hubo en Santa Cruz, lo que dio lugar al conocido como Paseo de los Coches, origen de nuestras actuales Ramblas.

          En 1743 hay una data del Cabildo a favor de Juan Bautista de Franchi concediéndole un solar para “cochera” en la calle de las Norias y, diez años después, el regidor lagunero Ancheta y Alarcón, al relatar una visita a La Laguna de algunos  personajes en varios coches, destaca que “gracias a Dios ya en Santa Cruz hay coches porque sólo antes el de S. Excª y el del Sr. Obispo”. No cabe duda de que el aumento de vehículos era signo de progreso, pero lamentablemente, igual que ocurre ahora, a veces presenta su cara más trágica: el 22 de julio de 1752 se produjo la primera víctima de accidente de tráfico en Santa Cruz que encontramos documentada, según nos narra lacónicamente el citado Ancheta, cuando una carreta “cogió una niña como de tres años y la partió la rueda.”

          Pocos años después, junto con las bestias de carga, carros y carretas, aparecen las corsas, esa especie de trineos de secano arrastrados por bueyes, probablemente importadas de Madeira. El general Gutiérrez ya señalaba el punto en que debían reunirse en caso de alarma los bueyes, corsas y carretas y, en 1797, en el auto de buen gobierno dictado por el alcalde Domingo Vicente Marrero se dice, entre otras cosas, “que los carreteros no corran las yuntas por el pueblo ni rueden sobre los puentes y dejen las corsas y carretas entre las baterías de Santa Rosa y San Pedro, sin arrimarlos a la banqueta de la muralla, bajo pena de cárcel”, lo que equivale a que ya se les había asignado un lugar de aparcamiento.

          El comandante general Ramón de Carvajal, preocupado por el estado en que se encontraban las calles de la población y siendo especialmente responsable el tránsito de las corsas, encargó al regidor municipal Antonio Silva el cobro de 15 reales al mes a los propietarios de yuntas de corsas -primer impuesto de circulación- para la composición de las calzadas. En 1810, organizado el arbitrio, traspasó su gestión al Ayuntamiento y entregó al depositario municipal el saldo de 31 pesos y 5 reales que arrojaba la cuenta, lo que se agradeció a S. E., pero, como suele ocurrir en estos casos, decayó la administración por dejadez y falta de atención. Así las cosas, se estudió una oferta de servicio de corsas presentada por Buenaventura de los Ríos, pero los ediles tenían dudas sobre si la corporación estaba facultada para la concesión de este monopolio. Las consultas realizadas no dieron resultado, se pensó en subastarlo y, al final nada se hizo.

          El desorden duró varios años, hasta que, en 1813, el alcalde Matías del Castillo tomó cartas en el asunto y ordenó que los “bueyeros, arrieros y traxineros”, obtuvieran licencia y un número de identificación, previo pago por una vez de 5 reales a bestias y caballerías -derecho de matriculación- y 2 reales a la semana por cada yunta con corsa, para reparación de las calles.

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