Dos escudos muy relacionados
Era la calurosa tarde del 29 de julio de 1797 cuando en la ermita del Pilar, casi en el límite oeste del Lugar de Santa Cruz de Tenerife, se reunían las fuerzas vivas de aquel humilde caserío de apenas 7.000 habitantes. Lo hacían para dar gracias a Dios por el triunfo conseguido cuatro días antes, el de Santiago, sobre una potente escuadra inglesa mandada por un tal Horacio Nelson; y por ello iban también a nombrar al Apóstol compatrono, con la Santa Cruz, de aquel Puerto y aquella Plaza.
Pero no sólo iban a ser esas las conclusiones de la asamblea, pues tras consultar con el Comandante General de Canarias, don Antonio Gutiérrez de Otero, se elevó un documento solicitando del Rey que el Lugar se convirtiera en Villa, emancipándose así del control administrativo de la capital de la isla, San Cristóbal de La Laguna.
Ello implicaba, entre otras cosas, la concesión de un escudo, que se proponía en detalle en la solicitud, remarcando que debían aparecer en él tres cabezas de león, pues “este animal sirve de cimera al escudo de Inglaterra, cuya cabeza se siente quebrada en las tres Ynvasiones que aquí ha practicado esa nación: 1ª por el almirante Roberto Blake, en 30 de abril de 1657,… 2ª por el almirante Juan Gennings, en 6 de noviembre de 1706, … y 3ª por el contralmirante Horacio Nelson el 25 de julio de este año de 1797… Negras: porque lo han sido las empresas que la cubren de otros tantos borrones. La atravesada con la espada denota el gran destrozo que, para escarmiento suyo, experimentó últimamente por mar y tierra.” (Nota 1)
Ensayo de un escudo de armas con que el Puerto y Plaza de Santa Cruz de Tenerife puede esperar se sirva distinguirle la Real Munificencia,
si Su Majestad tuviese a bien condecorarle con el título de VILLA (De la Propuesta elevada al Rey) (2)
Con creces aprobaría Carlos IV la propuesta, pues por Real Decreto de 21 de noviembre del mismo 1797 no solo accedía a que se aclamase “por con-patronos del pueblo a la Santa Cruz y a dicho Santo Apóstol”, sino que también concedía “en remuneración de la gloriosa defensa que ha hecho, privilegio de villazgo con la denominación de la Muy Leal, Noble e Invicta Villa, Puerto y Plaza de Santa Cruz de Santiago y el escudo de armas que acompaña…” Escudo de armas en el que se sustituía la corona ducal del diseño propuesto por la corona real.
Esa fue la causa de que en el escudo de Santa Cruz de Tenerife aparezcan tres negras cabezas de león. Pero también las encontramos en otro escudo muy nuestro, el del Regimiento de Artillería de Campaña núm. 93, puesto que el regimiento es descendiente de las unidades artilleras que fueron la piedra angular de la defensa de la Plaza en las tres ocasiones que se citaban más arriba y en otras muchas más desde que en 1494 Tenerife se incorporara a la Corona de Castilla.
Escudo actual del RACA 93
¿Qué hizo la artillería de la Plaza y cual fue la actuación de los artilleros que la servían en aquellas tres ocasiones para merecer ese recuerdo y ede elogio? Vamos a recordarlo brevemente.
La 1ª cabeza de león
A finales de 1656 zarpaba de La Habana rumbo a España la Flota de Méjico, compuesta por nueve barcos mercantes a los que daban protección dos navíos de guerra. A su frente iban don Diego de Egues, capitán general de la flota, y el almirante don José Centeno.
Hacía meses que se había declarado la guerra entre España (cuyo monarca era Felipe IV) e Inglaterra (donde daba sus últimos coletazos la República de Oliverio Cromwell). Para éste, el apoderarse del cargamento de plata que transportaba la flota española era un objetivo fundamental, pues conseguirlo implicaba, no solo el debilitamiento de España, sino también el apuntalamiento de la, en aquellos momentos, frágil economía inglesa.
Cromwell confió al almirante Robert Blake, que personificaba la punta de lanza de su agresiva política exterior, una flota de 30 navíos de guerra y 5 naves auxiliares, confiando en que, con sus 1.120 cañones, no tendría muchas dificultades para impedir que el tesoro llegase a España. Blake se dispuso a ello bloqueando con su poderosa fuerza el puerto de Cádiz.
Mientras tanto, el 22 de febrero de 1657, Egues llegaba a Tenerife, donde el capitán general, don Alonso de Dávila, le informó de la presencia en aguas canarias de varios corsarios ingleses. Confiando en sus medios, Egues decidió seguir el viaje, lo que hizo tras reavituallarse de agua y víveres. Pero cuando llevaba un par de jornadas de navegación, Dávila recibió informes relativos a la amenaza que suponía la flota de Blake, por lo que, sin pérdida de tiempo, envió un barco ligero para alertar a Egues. El lento andar de los mercantes y una providencial avería en uno de los navíos de guerra facilitaron que el aviso llegase oportunamente a su destinatario.
Egues decidió regresar a Tenerife, fondeando en la rada santacrucera el 2 de marzo. Y siguiendo el consejo del capitán general Dávila, puso a buen resguardo, en el interior de la isla, la plata y cuantos objetos valiosos transportaban los mercantes.
Por su parte, Blake tras recibir de un barco inglés, que se había cruzado con la flota semanas antes, la noticia de que posiblemente aquella estaría en Tenerife, decidió pone rumbo a Canarias.
La isla de Tenerife estaba defendida entonces por siete regimientos de Milicias (unos 10.000 hombres, todos los útiles de entre 16 y 60 años). Por lo que se refiere a la Plaza de Santa Cruz, ésta contaba con tres castillos y una serie de reductos y baterías intercalados entre aquellos. Esas defensas montaban un total de 85 cañones, de entre los que destacaba, por su aparatosa presencia, el llamado Hércules, una pieza de bronce que ha sido meticulosamente estudiada y descrita desde los puntos de vistas histórico y técnico por nuestro compañero de Arma, el coronel don Juan Tous Meliá (3) , por lo que tan sólo señalaré que el gigantesco cañón era de los “de a 36”, equivalente a unos 175 mm. de calibre, con un peso del tubo de unos 3.500 kilogramos; que se adquirió por el Cabildo tinerfeño en 1566 en Malinas (Flandes) y que en 1567 ya estaba de servicio en Santa Cruz de Tenerife, servicio que desempeñó durante más de 300 años. Hoy se puede admirar en el Museo Histórico Militar de Canarias (Establecimiento de Almeyda, Santa Cruz de Tenerife).
El cañón Hércules
Amanecía el 30 de abril de 1657 cuando la flota inglesa se encontraba tan solo a 6 ó 7 millas del puerto santacrucero. En los preparativos defensivos se había cometido un grave error táctico, pues se habían arrimado lo máximo posible al litoral de la Plaza los nueve mercantes y otros cinco barcos que se encontraban en la rada y ello impedía a algunas baterías hacer fuego contra los barcos enemigos.
Sobre las 8 de la mañana empezó un furioso cañoneo inglés contra los dos navíos, mientras intentaban abordar los mercantes para hacerse con el tesoro. Comprobado que éste no se encontraba a bordo, fueron los inermes y desartillados barcos el principal objetivo para los ingleses, que lograron hundirlos a casi todos, así como a los dos de guerra. Pero esa ventaja momentánea decidió el combate en su contra.
Sin ningún obstáculo que lo impidiera, todas las piezas de la defensa pudieron hacer fuego libremente contra los buques enemigos. Los británicos, conocedores de que el tesoro estaba en tierra y sometidos a un intenso fuego desde la costa, tuvieron que pensar que era descabellado intentar un desembarco, por lo que trataron de salir lo antes posible de la rada. Pero ello les llevó varias horas porque el viento contrario les impedía maniobrar con agilidad, y ese tiempo fue precioso para las baterías españolas, que ocasionaron numerosos e importantes daños al enemigo. Baste leer el informe que el capitán Stayner (comandante del Speaker, un poderoso navío que encabezaba una de las dos divisiones navales inglesas) dirigió al Almirantazgo:
“No podíamos impedir su hundimiento (del Speaker), porque teníamos 8 ó 9 pies de agua a bordo. Sus mástiles se tambaleaban, su vela mayor y la del trinquete estaban arrancadas por los disparos, su mástil grande caído a un costado… Nos castigaron duramente… tan pronto como salimos del puerto el palo del trinquete y el mayor cayeron…”
La flota inglesa puso rumbo Norte, algunos navíos se pudieron reparar en la mar, pero Blake tuvo que regresar a Inglaterra con 11 maltrechos buques que navegaban a duras penas. Por si fuera poco, el almirante no volvió a pisar su tierra, pues el disgusto por el fracaso de la expedición agravó una antigua dolencia y falleció entrando en la bahía de Plymouth.
¿Y el tesoro? Llegó felizmente a la Península a bordo de otra flota enviada desde allá.
En resumen, aunque también serían disuasorias las fuerzas de las Milicias que se divisarían desde los barcos, fue el fuego artillero el que impidió un posible desembarco inglés; el que obligó a los navíos británicos a salir de la rada; el que se cebó en los buques, dejando maltrechos y fuera de combate a muchos de ellos...
Sí. Fueron especialmente los cañones los que consiguieron la 1ª cabeza de león para Santa Cruz de Tenerife.
La 2ª cabeza de león
El hecho bélico que propició que Santa Cruz ganase su segunda cabeza de león se enmarca en la Guerra de Sucesión Española, tras la muerte sin descendencia de Carlos II cuando se iniciaba el siglo XVIII.
Mirando hacia atrás y vistos los ejemplos de lo que sucedió con Gibraltar y Menorca, ocupadas por los ingleses en nombre de uno de los aspirantes al trono de España, el archiduque Carlos de Austria, no parece descabellado pensar que es muy posible que Inglaterra buscara, de idéntica forma, la ocupación de una isla de las Canarias, lo que además de proporcionar una excelente base de operaciones en el Atlántico a su flota, supondría una seria amenaza de corte de la Ruta de Indias, el cordón umbilical que unía a nuestro país con las posesiones americanas.
Y ¿por qué Tenerife y no otra isla? Sencillamente porque, como ocurriría cuando el ataque de Nelson casi un siglo después, Santa Cruz era la única Plaza Fuerte del Archipiélago y su caída supondría tener las manos libres para ocupar, si se deseaba, cualquier otra.
Se encargó de la misión Sir John Jennings, avezado marino que había participado en casi todos los combates navales de aquella guerra y que a la sazón, cuando corrían los últimos días de octubre de 1706, era contralmirante bajo las órdenes del almirante Leake, del que, con una flota de 13 buques que montaban casi 700 bocas de fuego, se separó para poner rumbo a Canarias.
De las islas era capitán general don Agustín de Robles Lorenzana, que tenía su residencia oficial en San Cristóbal de La Laguna (Tenerife), pero que en aquellos momentos se encontraba en Gran Canaria resolviendo asuntos relacionados con otro de sus cargos, el de Presidente de la Real Audiencia. Accidentalmente ocupaba su puesto el Regidor y Capitán a Guerra don José de Ayala y Rojas. Nueve tercios de Infantería y uno de Caballería se distribuían por la isla, con un total de unos 12.000 milicianos, prácticamente todos los hombres útiles. En cuanto a la Artillería el litoral de Santa Cruz estaba defendido por los tres mismos castillos que en la ocasión anterior (de Norte a Sur, Paso Alto, San Cristóbal, que era el principal, y San Juan) además de diez baterías, servidos los aproximadamente 90 cañones del total por tres compañías de 60 hombres cada una, lo que hacía que, cuando era necesario, como en esta ocasión, tuvieran que reforzarse los equipos de pieza con milicianos.
El 5 de noviembre de aquel 1706 los vigías de la Punta de Anaga, en el NE. de la isla divisaban más de diez velámenes en el horizonte y daban la alarma. Se completaron las guarniciones de castillos y baterías y comenzaron a llegar a la Plaza efectivos de los regimientos de Milicias.
Al amanecer del día siguiente, 6 de noviembre, se comprobaba que eran 13 los buques y que, para confundir a los defensores, enarbolaban banderas francesas, como si perteneciesen a la facción que apoyaba a Felipe V. Para crear mayor desconcierto, izaron luego la bandera de Suecia, para, al poco, sustituirla por otra totalmente azul (color que correspondía dentro de la flota de Leake al escuadrón de Jennings).
Enseguida, y esta vez sin obstáculos delante, las baterías de la plaza comenzaron a hacer fuego, mientras Jennings encomendaba a sus 700 piezas la labor de hacer ver a los isleños que harían bien en rendirse. Pero el contralmirante se sorprendió al constatar el intenso y preciso fuego que sus buques recibían, especialmente desde el que parecía el castillo principal, donde un poderoso cañón obligaba con sus disparos a alejarse a los navíos ingleses para ponerse fuera de su superior alcance, sin que, al hacerlo, pudiera la artillería de los buques alcanzar la costa. No hace faltar decir que, de nuevo, se trataba de nuestro ya conocido Hércules.
Optó Jennings entonces por ordenar un desembarco, y pronto 37 lanchas cargadas de hombres comenzaron a dirigirse hacia las playas, pero el fuego que recibieron tanto ellas como los barcos que protegían su progresión (especialmente el cruzado de las dos baterías más importantes, Paso Alto y San Cristóbal) obligó a que al poco tiempo tuviesen que virar en redondo y dirigirse a la mar abierta, con visibles daños en personas, estructuras y cubiertas.
Cambió de táctica el contralmirante inglés e intentó ahora parlamentar. Mandó izar en todos los barcos la bandera de Inglaterra y envió a la Plaza una carta en la que falazmente se atrevía a decir que no había tenido la intención de cometer ningún acto hostil contra aquella población, sino que como el archiduque Carlos sería pronto Rey de España, dado el cariz de los acontecimientos que se desarrollaban en la Península, en su nombre había venido a ofrecer protección.
La irónica respuesta del corregidor Ayala no dejaba lugar a dudas: Canarias estaba por Felipe V, y en las Islas se sabía bien del lado de quién se inclinaban las cosas de la guerra. Y le sugería se marchase de aquellas aguas con viento fresco.
Jennings tuvo que rumiar su indignación aquella noche y el día siguiente, en que sus barcos pasaron y repasaron frente a Santa Cruz. Para tomar aquel pequeño puerto y aquella población tenía dos opciones: o llevar a cabo un violento bombardeo que rindiese la voluntad de sus habitantes o intentar de nuevo un desembarco. Pero en ambos casos había que ponerse al alcance de aquel maldito cañón “de a 36”, y de las demás piezas de la defensa, que también habían demostrado su eficacia. Y si se conseguía poner pie en tierra, seguramente a costa de muchas bajas, los asaltantes deberían enfrentarse con los centenares de hombres que se divisaban desplegados por todo el litoral…
Finalmente optó por lo más sensato. Con el rabo entre las piernas, el famoso marino inglés, puso proa hacia alta mar…, fuese y no hubo más. Pero pudo haberlo. Quizás si Jennings hubiese tenido éxito en su intentona, el nombre de Tenerife hubiese aparecido junto a los de Gibraltar y Menorca en aquel malhadado Tratado de Utrecht y, a lo peor, hoy lamentaríamos su pérdida.
Pero no fue así y Santa Cruz ganó su segunda cabeza de león gracias, como hemos visto, al mérito casi exclusivo de sus artilleros y sus cañones, entre los que, una vez más, descolló el majestuoso Hércules.
La 3ª cabeza de león
Nos encontramos ahora en el otoño de 1796, reinando en España Carlos IV, y en guerra con Inglaterra tras la firma del Tratado de San Ildefonso que nos aliaba con los franceses.
En febrero del año siguiente, una escuadra inglesa derrotaba a otra española en aguas próximas al cabo de San Vicente; los nuestros se refugiaron en Cádiz y los ingleses bloquearon su puerto. Pasaban tediosos los días y las semanas en esa situación, y un ambicioso contralmirante, Horacio Nelson, ascendido por su valerosa actuación en el enfrentamiento citado antes, propuso a su superior, el almirante John Jervis, un audaz plan: atacar la isla de Tenerife, pues creía fácil apoderarse de Santa Cruz, la única Plaza fuerte de Canarias, y su puerto, lo que supondría un golpe mortal para los españoles en el control de la Ruta de Indias. Esa esperanza se acrecentó con el robo, en sendas acciones nocturnas efectuadas por dos fragatas inglesas, en abril y mayo, de dos barcos, uno francés y otro español, sacados de la misma rada de Santa Cruz.
El almirante Jervis aprobó el plan, si bien el gobierno no iba a autorizar que Nelson llevase todas las fuerzas que solicitaba. No obstante, cuatro navíos de línea, tres fragatas, un cúter y una bombarda, con 393 cañones en total, y cerca de 2.000 hombres entre marinería e infantes de marina, que podrían emplearse en los desembarcos, parecían más que suficientes para coronar la empresa con un éxito total. A mediados de julio, la escuadra ponía rumbo a Canarias.
En Tenerife, el comandante general don Antonio Gutiérrez de Otero (quien, por cierto, había vencido ya a los ingleses en dos ocasiones: siendo teniente coronel en las Malvinas y de coronel en Menorca) hacía meses que había activado el plan de defensa de la isla, convencido de que más bien pronto que tarde, los ingleses la atacarían. Los defensores de Santa Cruz eran menos de 1.700 (4) , aunque podrían movilizarse, eso sí, sin adecuado armamento, los componentes de los cinco regimientos de Milicias distribuidos en el territorio isleño. En cuanto a la defensa artillera se contaba con los tres castillos ya citados y 13 fuertes y baterías, con un total de 91 cañones y morteros.
El 21 de julio de aquel 1797 el vigía de Anaga avistaba una escuadra navegando a todo trapo hacia Tenerife. En la madrugada del 22 los ingleses intentaron un desembarco por sorpresa en una playa situada a unos 200 metros al norte del castillo de Paso Alto. Así, 30 lanchas transportando 900 hombres se acercaron con sigilo a la costa pero fueron descubiertas por una campesina que alertó al cercano castillo. Con los primeros cañonazos, los ingleses viraron en redondo y volvieron a sus barcos.
Horas después, ya de día, volvieron a intentarlo más al norte, fuera del alcance de los cañones de Paso Alto. Pero no pudieron progresar hacia la plaza por encontrarse ya el camino bloqueado por los nuestros, con lo que, en una elevación cercana, pasaron unas angustiosas horas de sed y calor hasta que, amparados en la oscuridad de la noche, regresaron a sus buques.
Nelson, furioso por la pérdida del factor sorpresa, planea un nuevo intento, ahora contra el corazón de la población y con él mismo al frente de la fuerza de desembarco. Tras un amago de diversión por la zona de Paso Alto, a la 1:30 de la madrugada del día 25 de julio, más de treinta lanchas y el cúter Fox, con un total de hombres muy cercano al millar estaban ya a “medio tiro de cañón de la cabecera del muelle” (5) .
Descubierta la flotilla de desembarco por los centinelas de uno de las baterías, comenzó inmediatamente un violento cañoneo, según un oficial británico “de los más intensos de los que yo haya sido testigo” (6) . El fuego y las fuertes corrientes dispersaron a las barcas, alejando a muchas del previsto lugar de desembarco, el pequeño muelle y una playa aledaña al mismo, prácticamente en el centro de la población.
Esa playa iba a suponer para los ingleses una trampa mortal. Dos noches antes, un teniente de las Milicias Canarias, don Francisco Grandi Giraud, adscrito al Real Cuerpo de Artillería, propuso a sus jefes abrir una tronera en el muro norte de la batería de Santo Domingo, anexa al castillo principal o de San Cristóbal y que él mandaba, para poder batir de enfilada la citada playa, que distaba de sus piezas tan solo un centenar de metros. Obtenida la autorización, emplazó allí un cañón que la tradición asegura que fue uno de bronce fabricado en Sevilla, El Tigre, y que hoy es uno de los iconos de Santa Cruz de Tenerife. (7)
El Tigre (Fotografía Diario de Avisos)
Cuando la lancha en que viajaba Nelson, una de las primeras, llegaba a la playa y el contralmirante se incorporaba para saltar a tierra, un disparo de metralla de El Tigre barría la orilla, alcanzando a varios hombres, entre ellos Nelson que recibía una grave herida por encima del codo derecho. Evacuado de inmediato a su buque insignia, el Theseus, el cirujano de a bordo le amputaba el brazo bastante cerca del hombro.
Proseguía el furioso fuego artillero y el cúter Fox, cargado de hombres, municiones y material, era alcanzado por una bala de cañón, hundiéndose rápidamente y llevándose al fondo de la bahía a 97 hombres, incluido su propio capitán.
Pese a los reveses unos centenares de ingleses, lograron desembarcar por dos puntos e internarse en la población, pero allí fueron perseguidos por los infantes del Batallón de Canarias y los milicianos, que los acorralaron en un convento.
Cuando amanecía, otra oleada de 19 barcas se acercaba con refuerzos a la costa, pero la batería del muelle (cuyos cañones habían sido clavados por los ingleses en los primeros momentos, pero puestos de nuevo en funcionamiento por el teniente Grandi y unos pocos artilleros) y la de San Cristóbal hundieron tres e hicieron dar media vuelta a las restantes, con bastantes heridos de metralla a bordo.
No le quedó más remedio a los ingleses que capitular, prometiendo, además, no volver a atacar las Canarias. Nelson agradecerá a Gutiérrez el comportamiento de los tinerfeños con heridos y prisioneros, y nuestro General le consolará en su desgracia, en sendas cartas ejemplos de caballerosidad. Y la escuadra inglesa, con más de 500 bajas, un barco menos y su almirante gravemente herido rumió su grave derrota rumbo al Norte.
Aquella Gesta, como se conoce en Tenerife a la victoriosa defensa de 1797, fue, según escribe el Marqués de Lozoya en su Historia de España, “la página más gloriosa de la historia de Canarias desde su incorporación a España”, y quedó perpetuada en la tercera cabeza de león del escudo de Santa Cruz … y de nuestro RACA 93, pues no en vano fueron los artilleros los principales artífices del triunfo.
Conclusión
En 2013 un grupo de componentes de la 250 Promoción del Arma de Artillería nos reunimos en Tenerife. Nos recibió en el ayuntamiento de Santa Cruz el alcalde de la Ciudad don José Manuel Bermúdez Esparza, quien, entre otras cosas, nos dijo que “Santa Cruz siempre estará agradecida a la Artillería, pues gracias a ella conservamos nuestra libertad, nuestra españolidad y lucimos en nuestro escudo esas tres cabezas de león”.
Escudo actual de Santa Cruz de Tenerife
Honor, pues, a aquellos artilleros antecesores nuestros que en cuantas ocasiones fue preciso, pero especialmente en 1657, 1706 y 1797, al pie de los cañones -con singular recuerdo entre estos al Hércules y a El Tigre- fueron fundamentales en la misión de conservar Tenerife, y con ella Canarias, para España.
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NOTAS
1. COLA BENÍTEZ, Luis. Fundación, raíces y símbolos de Santa Cruz de Santiago de Tenerife. p. 252. Organismo Autónomo de Cultura. Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife. 2006
2. Ïdem
3. TOUS MELIÁ, J. El Hércules. El cañón más precioso del mundo. Tenerife 2004. Puede leerse en el siguiente enlace:
https://books.google.es/books? d=1jqyrmnY8vYC&printsec=frontover&dq=%22El+H%C3%A9rcules.+El+ca%C3%B1%C3%B3n+m%C3%A1s+
precioso&source=bl&ots=7yxA5PyHsM&sig=De0syCzti8mtk8C3YKtg1LYuu1I&hl=es#v=onepage&q&f=false
4. COLA BENÍTEZ, L. y GARCÍA PULIDO, D. La historia del 25 de Julio de 1797 a la luz de las fuentes documentales, p. 43. Tenerife, 1999.
5. Ídem, p. 125.
6. HOSTE, W, Memories of Captain Sir William Hoste, Londres, 1833
7. También el coronel Tous Meliá ha publicado un interesante trabajo sobre esta pieza, El Tigre, un cañón de a 16. Historia y leyenda, Tenerife 1999. Puede leerse en el siguiente enlace: https://books.google.es/books?id=MxIctJJ-iPsC&printsec=frontcover&dq=%22Juan+Tous+Meli%C3%A1%22&cd=9&hl=es#v=onepage&q&f=false
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BIBLIOGRAFÍA
Además de las publicaciones mencionadas en el texto y las Notas a pié de página el artículo tiene como principal referencia los trabajos recogidos en la página web: www.amigos25julio.com
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