Cosas de nuestro gofio

 

Por Luis Cola Benítez   (Publicado en El Día el 6 de abril de 1996)

          Por casualidad llegó a mis manos una pequeña obra titulada El Libro del Gofio, debida a la pluma de Manuel Mora Morales. No conozco al autor de la que he calificado como pequeña obra por su extensión, aunque no lo sea por lo entrañable del tema que trata, ni por la intensidad del cariño que se adivina vertida en ella.

           Sin pretender enjuiciar la edición, ni algún mínimo lapso deslizado en sus páginas, para nada de lo cual me considero el más indicado, como devoto, fiel y cotidiano degustador de gofio desde siempre, me siento llamado por un tema al que, modestamente, creo que puedo aportar alguna noticia y un par de puntualizaciones.

           En primer lugar, y en relación con el léxico, me extraña la ausencia de un término totalmente integrado en la cultura de nuestra exquisita harina guanche, hasta el punto de que su uso es exclusivo de la misma. Me refiero al término gobiar.         

          Gobiar es comer el gofio en polvo, es decir, a palo seco directamente a la boca. Un ejemplo: cuando echamos una cabrilla o, lo que es lo mismo, una cucharada de gofio en polvo -generalmente en el hueco de la mano- directamente a la boca y seguida de un buen vaso de vino, el gofio lo hemos comido gobiando. Este término, prácticamente desconocido en el medio urbano, se conserva aún en nuestros campos. En el Tesoro Lexicográfico del Español de Canarias se recogen, con el mismo significado, los vocablos "goguear" y "goguiar".

           En el capítulo de recetas se echa de menos una que me trae nostálgicos recuerdos infantiles, cuando mi madre intentaba alejarme de la cocina mientras la preparaba, ante mi impaciencia por comer lo que para mí era, y continúa siéndolo, una deliciosa golosina. Me refiero a lo que se llamó siempre en casa el "come-y-calla". 

        ¿Cómo se confecciona el come-y-calla. Es muy sencillo, y distinto al gofio frito cuya receta se incluye en el libro. Mientras se calienta aceite en una sartén, se mezclan bien, en seco, dos tercios de gofio y uno de azúcar, aproximadamente. Una vez el aceite caliente, se le va añadiendo la mezcla sin dejar de revolver con una cuchara de madera, hasta que la pasta alcanza la consistencia necesaria para moldearla o formar pequeñas bolitas o piloncitos (rapaduritas). Pero la receta tiene un pequeño secreto, y es que el máximo de sabor se alcanza si el aceite utilizado es el sobrante de freír pescado, y mejor si eran chicharros o sardinas. Al freírse el gofio y acaramelarse el azúcar, resulta una exquisita golosina en la que, sorprendentemente, en absoluto se adivina sabor a pescado.

          Por último, voy a referirme a una clase muy especial de gofio, hoy prácticamente desconocida, a la que antiguamente sólo se recurría en muy concretas situaciones. Es el llamado gofio de pito. Desconozco el origen de tan peculiar nombre, pero así se llamaba este extraño gofio, cuyo consumo no parece muy recomendable por obvias razones que tienen que ver con la materia prima empleada en su elaboración.

          Debo su noticia a la que para mí fue una muy querida persona natural de Vilaflor de Chasna, en donde transcurrió su infancia en las dos últimas décadas del pasado siglo, y que falleció a los 102 años con una lucidez mental envidiable para muchos jóvenes: la abuela Corina. Su recuerdo me resulta entrañable por muchos motivos, entre los que no es el menor las largas horas de conversación sobre los antiguos usos y costumbres de aquellas tierras sureñas. Como me lo contó, lo cuento

.          Cuando en el verano se hacía la recolección del grano, era lo normal que se realizase el trabajo en familia y, mientras los hombres segaban y las mujeres recogían la mies, a los más pequeños se les entretenía poniéndolos a recolectar las cabezuelas o cápsulas de las abundantes amapolas rojas y de los amapolones malvas o violáceos. Estas cabezuelas, supongo que dejándolas secar un cierto tiempo o tostándolas ligeramente, se partían y pasaban por el molino doméstico de piedra con el que se hacía el gofio de consumo normal. El resultado era el gofio de pito. Como es sabido, la corteza de las cápsulas que guardan las semillas de estas papaveráceas contiene sustancias narcóticas, siendo el máximo exponente la Papaver somniferum L., y en menor escala la más conocida Papaver Rhoeas L.

          Este gofio especial, que no se consumía habitualmente, por ser "muy calentito" se reservaba para el invierno. Cuando en los fríos amaneceres de aquellas cumbres había que faenar a la intemperie, antes de salir, y precedida o no de una buena ración del substancioso pringo chasnero, los hombres se echaban una cabrilla de gofio de pito. Es decir, una buena porción a la boca, seguida de un vaso de vino. El gofio de pito, por tanto, se comía gobiando.

          He comentado esta noticia con algunos científicos y biólogos interesados en los temas de nuestra tierra, quienes, al conocerla, se han sorprendido tanto como yo. En mi opinión, no tendría nada de particular que el empleo de este tipo de gofio se haya conservado hasta tiempos relativamente recientes en apartados lugares y durante generaciones, posiblemente desde épocas prehispánicas, especialmente en zonas altas que fueron eminentemente pastoriles. Como es sabido, estas comunidades se erigieron en las únicas depositarias de muchas de las costumbres y tradiciones de los primeros habitantes de las islas. No debe de extrañarnos que, como tantos otros pueblos primitivos, algún tipo de droga, de mayor o menor efectividad, fuera conocido por nuestros guanches.