Gracias a la Virgen de Candelaria (Cosas que pasan - 21)

Por Jesús Villanueva Jiménez (Publicado en La Opinión el 18 de marzo de 2012).

 

          El pequeño local estaba lleno de amigos y conocidos, a la espera de que comenzara la presentación del último libro de Facundo Hernández García, un conocido escritor y poeta local.

         Después de saludos, abrazos y besos, su editora abrió el acto: palabras lisonjeras sobre el autor y elogios sobre su obra. Luego de los aplausos de rigor,  tomó la palabra el poeta. De pié ante el auditorio, con el gesto trascendente, alternando una sonrisa, se confesó, una vez más, anarquista convencido, pacifista incondicional, nacionalista e independentista canario, comprometido con la causa: la liberación de la patria guanche del estado opresor. Caliente las calderas, el hombre de ojillos risueños procedió a leer algunos de sus poemas.

          “Esta tierra oprimida desde hace quinientos años…”; “…los emigrantes canarios que obligados por la opresión del Estado español tuvieron que marchar lejos”; “Esta tierra canaria ensangrentada y explotada por el invasor…”; “… los guanches que aquí vivían, nuestros antepasados, fueron exterminados por los conquistadores españoles…”.

          Hasta que Facundo, ya enardecido por la retahíla mitinera más que literaria, exhausto de tanto interpretar cada uno de aquellos poemas, que parecían haber sido escritos con sangre derramada, concluyó el acto, abrazando los aplausos que los congregados le ofrecían.

          Después del vino y la firma de algunos ejemplares de su obra recién nacida, el autor alzó la vista. El local estaba vacío. La hora de gloria había terminado; ese rato de protagonismo se había marchado como todos los que le habían acompañado esa tarde. Ya era noche cerrada. Anduvo despacio camino de su casa. Santa Cruz estaba tranquila, silenciosa, como cada día a esas horas. De paseo, sin prisas, ¿a qué acelerar el paso si nadie le esperaba? La plaza Weyler olía a hierba. Observó la bellísima fuente de mármol que enjoya una de los lugares más emblemáticos de la capital. Giró la cabeza y miró hacia el espléndido edificio de la Capitanía General de Canarias; en lo alto ondeaba la bandera de España, orgullosamente roja y gualda, a su pesar. En ese instante el tranvía aparecía por la rambla de Pulido, para detenerse en la próxima estación. “Buena cosa el tranvía”, reconoció para sí, recordando lo crítico que había sido con la puesta en marcha del práctico medio de transporte. Ahora tocaba seguir protestando por la construcción del muelle de Granadilla y por las extracciones de petróleo. El caso era hacer ruido; a toda costa estar en la pomada, que diría el filósofo argentino, o sea, unos cuantos millones de hermanos allende los mares. La calle del Castillo estaba iluminada tanto por las farolas amarillas como por las luces de los cientos de escaparates de los comercios. Acababa de pasar uno de esos vehículos que limpian las calles con sus potentísimas aspiradoras y cepillos giratorios, y el pavimento lucía tan limpio como el pasillo de su casa luego de pasar la fregona. Al llegar a la plaza de Candelaria, antes de girar para San José, contempló la imagen de la Virgen de Candelaria, mirando al mar, con el Niño en brazos sobre el alto obelisco. Él se manifestaba ateo, pero a la patrona de Canarias que nadie se la tocara. Aún había gente en las terrazas de los bares en torno a la plaza, de copichuela y charla, apurando el día. El olor que despedía la hamburguesería cercana le hizo segregar saliva; se tocó la abultada barriga y decidió pasar de largo. Al entrar en el zaguán del edificio donde vivía en un coqueto apartamento, sorprendió a la adolescente hija de los vecinos achuchándose con su espigado noviete, un mozarrón que le sacaba dos cabezas a la niña y tres a él. “Buenas noches”, saludó Facundo, con la sonrisita entre dientes, a lo que ella contestó con otro “buenas noches” nada tímido, y el mozarrón con una especie de mugido ininteligible. El ascensor lo llevó hasta el tercero. Abrió la puerta del dulce hogar y lo primero que hizo fue encender el televisor, por eso de no sentirse solo. Con un yogur en la mano se acomodó en el mullido sofá y comenzó a husmear por las decenas de canales de la TDT. A la hora y cuarto de ver a medias un programa debate y El Mentalista, con los párpados más cerrados que abiertos, se fue a la cama.

          De súbito, el poeta-anarquista-revolucionario-independentista abrió los ojos legañosos. El sol entraba por la ventana dando mamporros. No había sonado el despertador. Estiró los brazos y se rascó la cabeza. Del exterior llegaba un vocerío de gente que hablaba en un idioma que no entendía. Miró el techo y las paredes de aquella habitación y dio un brinco sobre la cama. Ni aquella era su habitación ni en aquella cama de ruidoso somier y apestoso colchón se había acostado la noche pasada. Tan confundido como angustiado, se calzó ¿unas babuchas? que halló junto a la cama y recorrió el resto de aquella casa en la que nunca antes había estado. En el salón alfombrado, unos cojines y una mesita eran todo el mobiliario. Despavorido abrió la puerta que supuso daba a la calle y se dio de bruces con un desfile de hombres con turbante y chilaba y mujeres que en su mayoría cubrían su rostro dejando apenas los ojos al aire. Para un lado y otro de la calle, de casas encaladas, iban y venían, hablando a voces en lo que debía ser árabe. Casi junto a él, un anciano sin piernas se arrastraba sobre unos cartones; otro hombre, de barba larga y tez marrón, azuzaba al borriquillo que montaba, avanzando sin miramientos entre unos niños que corrían tras una pelota desinflada, levantando polvareda a cada zancada. Más abajo, en la ventana de una casa se vendía carne al aire libre, a merced de las moscas; y en la plaza cercana un hombre desollaba un cordero que acababa de degollar. Aquel lugar era un pueblo magrebí o árabe, sin duda musulmán. Al rapsoda revolucionario apenas le llegaba el aire polvoriento a los pulmones de tanta ansiedad que le embargaba. ¿Cómo había llegado hasta allí? Alguien le habría drogado y luego… ¿Pero quién… y cuándo?

          Miró el mar que se abría frente a él, a no más de cien metros de dónde se encontraba. En el horizonte se apreciaba una isla enorme. Se horrorizó. Observó con estupor la geografía que rodeaba aquel poblado. Aquel macizo montañoso era sin duda la cordillera de Anaga; aquella la inconfundible costa de Santa Cruz; y aquella isla de enfrente Gran Canaria… Facundo sintió pánico y gritó, ante la mirada impasible de los transeúntes. Gritaba y gritaba pero no le salía de la garganta ni un hilo de voz.

          “¡Ahhh…!”, se oyó al fin el grito desesperado de Facundo a la vez que el intermitente e insoportable agudo sonido del despertador. De un rápido movimiento se sentó sobre la cama. Estaba bañado en sudor. Miró en torno así. Aquel era su dormitorio. Recorrió la casa; era su dulce hogar; su coqueto pisito de soltero. Corrió a la ventana y la abrió de par en par; asomó la cabeza y contempló la calle San José, y más allá la parte alta de la plaza de Candelaria. Todo había sido un sueño; una horrible pesadilla. Frente al espejo del lavabo, Facundo se enjuagaba la cara una y otra vez. Sonaba la radio, daban las noticias de la mañana: la prima de riesgo había bajado; el Real Madrid había ganado la liga y el C.D. Tenerife ascendía a segunda. Él seguía suspirando, angustiado aún por la pesadilla que había sufrido. Entonces recordó aquella discusión a cuenta de la conquista de Canarias por los castellanos, que tanto denostaba, en la que un amigo le habló de aquellos tiempos de Reconquista de España, del Ándalus musulmán, por donde hoy, de no haberse producido, andarían nuestras mujeres con niqab o chador, o donde un homosexual, como él mismo, no podría manifestar abiertamente su condición, sin que con ello se jugara la vida. “¡Dale gracias a la Virgen de Candelaria porque no desembarcaran antes que los españoles, un ejército de bereberes!”, le había dicho su amigo.

          Facundo se miró en el espejo y se sintió un autentico gilipollas.