Desterrados (Reales de la Historia - 47)

Por Luis Cola Benítez (Publicado en La Opinión el 11 de marzo de 2012).

 

          En tiempos pasados, para los habitantes de la Península -y sobre todo para los políticos- Canarias estaba muy lejos, no sólo por su situación geográfica, sino por las malas y escasas comunicaciones. O más bien, desde nuestro punto de vista, lo que de verdad estaba muy lejos era la España peninsular y, sobre todo, la Villa y Corte y sus centros de decisión. La sensación de lejanía se acrecentaba y se confundía con la impotencia, cuando los trámites para resolver cualquier asunto público se demoraban hasta límites insostenibles.

          Este inconveniente representaba en cierto modo una ventaja para el poder establecido, no siempre legalmente acreditado, cuando se deseaba alejar o silenciar actitudes o voces molestas. Que los envíen a Canarias, ordenaban, y así consideraban que, al menos por el momento, se solucionaba el problema condenando a la lejanía y el ostracismo a los que resultaban incordios. De esta forma muchos políticos y militares-políticos se convertían en prisioneros y Canarias en prisión.

          El momento álgido en esta política de destierros se produjo en el siglo XIX, tan abundante en alzamientos, motines, pronunciamientos y golpes, desestabilizadores según los que ostentaban el poder y único medio de dar estabilidad a la Nación a juicio de los que los provocaban. La historia se repitió mechas veces, más de las deseables, y hay constancia de que estos deportados dejaron en muchos casos la semilla de sus ideas en la sociedad tinerfeña, especialmente de Santa Cruz.

          Fue uno de sus primeros protagonistas el jefe político de La Coruña, cuando en 1821 envió a Canarias, sin abrirles causa, a nada menos que 42 deportados, escoltados por 22 soldados, creándole un verdadero problema a las autoridades locales que se veían obligadas a hacerse cargo de su manutención y alojamiento. Hacinados en el castillo de Paso Alto, la estrechez era tal que parte de ellos tuvieron que ser trasladados al convento de Santo Domingo, obligando el jefe político Ángel José de Soverón a los frailes dominicos a que se mudaran al de San Francisco, que estaba entonces desocupado. Esta deportación respondía a una auténtica tropelía del jefe gallego y sólo duró unos meses y pronto fueron puestos en libertad.

          En 1835 es el general segundo cabo de Cataluña el que envía 19 prisioneros, entre los que venían el célebre Eugenio Aviraneta y Felipe Bertrán Soler. Estos dos famosos personajes de la política se movían libremente, hasta el punto de que se fugaron a los dos meses de su llegada, no sin antes dejar fundada una sociedad secreta, conocida como los Isabelinos, de corta vida. El resto lo componían tanto políticos como militares, e incluso un afamado actor, José Galindo. De ellos 6 permanecieron en Santa Cruz y el resto se envió a Las Palmas, aunque a todos se les alzó el destierro a los seis meses de su llegada. Durante los siguientes años siguieron recibiéndose más confinados por el capitán general de Cataluña.

          Estas gentes llegaban a un país extraño para ellos, en el que se llevaban la sorpresa de que generalmente eran bien acogidos y tratados con simpatía por la población local, pues salvo excepciones deambulaban libremente por el pueblo y eran saludados y conocidos por todos. Hacían y vivían como mejor podían y, en cierto modo, trataban de integrarse en una sociedad que carecía de muchas de las cosas de las que disfrutaban en sus lugares de origen. El actor Galindo, de reconocido prestigio, llegó a organizar representaciones dramáticas en Santa Cruz y actuó en diversas obras, debutando con gran éxito en la tragedia “Pelayo”, del gran dramaturgo Manuel José Quintana. Cuando recobró la libertad dirigió una sentida alocución en su nombre y en el de los demás deportados, agradeciendo el afecto y cariño que se les había demostrado, manifestando que nunca olvidarían su estancia entre nosotros.

          Pero estaba por llegar la gran avalancha de desterrados, recibida entre 1854 y 1862: 2 mariscales, 7 brigadieres, 5 coroneles, 3 tenientes coroneles, 12 comandantes, 16 capitanes, 22 tenientes, 6 alféreces, 13 sargentos y 475 civiles. Algunos de ellos eran bien ilustres, y pueden citarse a Antonio de los Ríos y Rosas, presidente del Congreso y del Consejo de Estado, el mariscal Antonio Caballero de Rodas, el teniente general Domingo Dulce, marqués de Castelfiorite, Manuel de la Concha Martínez, marqués del Duero o Francisco Serrano Domínguez, duque de la Torre y capitán general.

          Pero el más ilustre de todos fue en 1864 el infante Enrique María de Borbón, primera persona de sangre real que pisó Canarias, casi 400 años después de su incorporación al reino, que estuvo un par de meses en Tenerife entre agasajos y fiestas.

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