Los Realejos, el fuego y el Carmen

A cargo de Sebastián Matías Delgado Campos (Plaza de San Agustín de Los Realejos, Tenerife, el 25 de julio de 2005).

 

          Hay un extraño maridaje entre Los Realejos y el fuego.

          Aún recuerdo aquel lunes 6 de noviembre de 1978, cuando un colega realejero, Vicente Pérez Yanes, vino a darme la noticia, que yo desconocía, de que la iglesia de la Concepción había ardido el día anterior. “¿Fue mucho?”, le pregunté; “Fue todo”, me replicó; apenas se pudieron salvar las imágenes de Ntra. Sra. del Rosario, que pudo ser sacada por la parte posterior y algunos objetos de orfebrería como la custodia y la cruz procesional, además de la Dolorosa que se hallaba circunstancialmente en la vecina casa del canónigo don José Siverio.

          No pude aguantar mucho tiempo la necesidad de conocer en su verdadera dimensión el resultado de aquel suceso y, aunque temía encontrarme con una desagradable realidad, al domingo siguiente vine a verla.

          Debo reconocer que se me hizo un nudo en la garganta al contemplar lo que había quedado de aquel hermoso templo que era estación obligada para los amantes del arte, templo que una vez recorrí guiado por don Guillermo Camacho y Pérez Galdós, autor de un, hoy impagable, trabajo sobre el mismo publicado, en 1970, por la Universidad de La Laguna, dentro del Homenaje a aquel inolvidable historiador que fue el Dr. D. Elías Serra Ráfols.

          El fuego había consumido la totalidad de los techos de madera, algunos con admirables artesonados, como los de la capilla mayor y la del Rosario, o interesantísimos retablos como el de esta última capilla, cuya ejecución se asocia al nombre del insigne escultor Guillermo Verau (que había casado con Josefa de Aguiar, del Realejo de Abajo), y autor entre otras famosas obras de la sorprendente Capilla de los Carta, en el templo homónimo de Santa Cruz, y del maravilloso púlpito y el altar del Niño Jesús en el de La Laguna; o como el del Señor de la Cañita, repleto de pinturas de la mano de Cristóbal Hernández de Quintana y con una preciosa imagen titular que siempre sospeché de procedencia suramericana por la exquisitez de su estofado y policromado; o el de Ánimas con la interesantísima escultura de San Miguel, de mediados del XVII; el del Señor Preso y el de los Afligidos, de procedencia conventual, o, en fin , otras valiosas esculturas entre las que descollaba la de la Candelaria de escuela sevillana del XVII, que se asociaba al círculo montañesino, pero también las del Nazareno que procedía de los agustinos o el San Pedro penitente (quizá de la mano del escultor Sebastián Fernández), etc.

          Allí, en medio de aquellas paredes desnudas, sin puertas, en las que se salvaron sin embargo sus cuatro deliciosas portadas, y de aquellas arquerías mordidas salvajemente por el fuego, un grupo de feligreses encabezados por don José Siverio y casi con el llanto a flor de piel, buscaba afanosamente entre los escombros cualquier resto de interés que pudiera aparecer. “¿Cree usted. que estas arquerías se pueden venir abajo?”, me preguntaron; y, al responderles negativamente, me pareció que una luz de esperanza se abrió en su ánimo. Estaba yo muy lejos de sospechar que aquella visita traería como consecuencia el que, más tarde, se me cargara con la responsabilidad de reconstruir aquel templo.

          Fue aquella la primera vez que experimenté de manera directa las devastadoras consecuencias del fuego en nuestra arquitectura tradicional, pues cuando, en 1952, fue victima de él el antiguo convento de agustinas, junto a cuyo solar estamos, yo sólo tenía diez años y nula conciencia de lo que este suceso suponía; y cuando, en 1964, lo fue el templo del antiguo convento, también agustino, del Espíritu Santo, en La Laguna, de cuyo valor sí tenía conocimiento, era sólo un estudiante de aparejadores que no consiguió acceder a sus ruinas, tapiadas con gran celeridad.

          Luego, he tenido que asistir a la destrucción del antiguo convento franciscano de San Luis Obispo, en Granadilla, sucedida en 1991, en el interregno que media entre las dos primeras fases de su restauración y que trocó ésta en una reconstrucción que finalicé en el año 2003. Y, más cerca aún de nuestros días, todos hemos conocido el incendio de la iglesia parroquial de los Remedios en Buenavista del Norte, acaecido en 1996 y reabierta al culto el pasado año tras su reconstrucción por el arquitecto José Miguel Márquez.

          Cinco catástrofes, nada menos que cinco, en sólo 44 años. Y de estas cinco, dos han sucedido en Los Realejos, con un intervalo de sólo 26 años, a las que se sumó un conato cerca de la puerta traviesa que da al norte, en el templo parroquial de Santiago, que afortunadamente pudo ser abortado. Un sino realmente preocupante.

          La labor de reconstrucción arquitectónica del templo concepcionista realejero supuso un largo camino técnico, administrativo y, sobre todo, económico (¡hay que ver las consecuencias de un simple descuido o de una imprudencia!), casi un calvario, que duró hasta 1993, año en el que pudo abrirse de nuevo al culto, luciendo, a pesar de la desnudez de su decoración, la belleza de su espacio basilical recuperado.

          Pero no corrieron igual suerte las otras construcciones religiosas realejeras de fuste, pues junto a los dos templos parroquiales, los otros monumentos arquitectónicos fueron los tres conventos que aquí se ubicaron y que sucumbieron al fuego destructor: en 1806, el de San Juan Bautista, de frailes agustinos; en 1865, el de Santa Lucía, de franciscanos: y, en fin, en 1952, el de San Andrés y Santa Mónica, de monjas agustinas recoletas.

          El artista Juan Galarza utilizó el fuego como símbolo amenazador de un final inexorable, en su atinada portada para el libro Los Conventos del Realejo, escrita por don José Siverio, obra que mereció el Premio Viera y Clavijo  de Literatura e Investigación, 1976.

          El contenido de este magnífico trabajo me exime de extenderme en consideraciones respecto a su historia desde su gestación hasta su trágico final, de su patrimonio y de la pervivencia de parte del mismo en los templos parroquiales, pero no quiero desaprovechar la ocasión de llamar la atención sobre la importancia que los conventos tuvieron en Canarias, aspecto de nuestra historia ciertamente relevante en el que, sin embargo, no se suele reparar lo suficiente; ello permitirá con mayor fundamento valorar la magnitud que su pérdida ha supuesto para todos.

          Canarias no fue una excepción dentro del clima de exaltación y florecimiento religioso vivido en la España de los siglos XVI, XVII y XVIII. Asombra comprobar ciertas cifras:

               - En el siglo XVIII, con una población que no alcanzaba los 200.000 habitantes, había en Canarias 56 conventos, de los que 6 se establecieron en las cuatro islas de señorío y los otros 50 en las tres de realengo.

               - Dentro de éstas, 5 se ubicaron en La Palma, 10 en Gran Canaria y nada menos que 35 en Tenerife, lo que supone que nuestra isla tenía, ella sola, más conventos (60%) que todas las demás juntas, y que el número de clérigos más que triplicaba al de Gran Canaria donde, por cierto, se hallaba la sede episcopal.

               - Esto habla por sí solo de la mayor cantidad de recursos que, en nuestra isla, estaban afectos al sostenimiento de este clero, pero también de más oportunidades de trabajo para alarifes, canteros, carpinteros de lo blanco, escultores, pintores, orfebres, etc; que nos han dejado un fecundo patrimonio.

               - Que, detrás de La Laguna en la que se ubicaron 6 conventos, de La Orotava, y Garachico que tuvieron 5, y de Icod que tuvo 4, Los Realejos comparte el siguiente escalón con el Puerto de la Cruz al albergar 3 conventos cada uno.

               - Que, por tanto, el valle de La Orotava reunió nada menos que 11 conventos, casi la tercera parte de todos los de la isla y la quinta parte de los de todo el archipiélago, dato que habla por si solo de la abundancia de sus recursos y de la implantación en él de poderosas familias terratenientes.

          Los conventos (con frecuencia situados estratégicamente) generaban tejido urbano en torno a ellos y eran los edificios de mayor volumen al ser la conjunción entre una iglesia y una residencia colectiva, y el solo hecho de poseer un templo de ciertas dimensiones auspiciado por fundaciones de familias que querían significarse disponiendo incluso de enterramiento propio y exclusivo, da como resultado la existencia de un considerable patrimonio artístico, en el que lo arquitectónico se ve exornado de retablos, de esculturas, de pinturas, de orfebrería y de artes ornamentales.

          Y es también necesario señalar que con los conventos llegaban no sólo las practicas religiosas, sino también la enseñanza, asunto este de importancia capital para la extensión de la cultura, que por mor de estos establecimientos religiosos alcanzó en nuestra isla a 15 localidades.

          Ciñéndonos al caso del Realejo, no extraña la presencia de un convento franciscano, la única orden que estuvo presente en todas las islas, ni su localización en un lugar frontera entre las jurisdicciones eclesiásticas de ambas parroquias, tal y como ocurría en La Orotava.

          Existió desde 1610, y en el programa de la Semana Santa de este año se nos ofrece un plano de planta, fechado en 1817 existente en el Archivo Histórico Diocesano de Tenerife, que nos lo muestra sobre un altozano al que se accede con gradas, en torno a un solo claustro, con su templo de una sola nave con puertas principal y traviesa, en el que se albergaron retablos, esculturas y hasta la magnífica custodia, que pasaron luego a los otros templos. Hoy es el Camposanto del Realejo de Abajo.

          No hubo convento de los dominicos, presentes en el Puerto de la Cruz y en La Orotava en sus dos ramas masculina y femenina. En esta última población revistió particular importancia el Real Convento de San Benito, en el que estudió el más ilustre de los realejeros: nuestro mejor polígrafo el arcediano don José de Viera y Clavijo.

          Los agustinos merecen una atención especial, porque demostraron una preferencia no disimulada por nuestra isla, ya que de sus 9 conventos en nuestro archipiélago sólo 1 se ubicó en Las Palmas y los 8 restantes en Tenerife, y, entre éstos, los 2 del Realejo constituyen un caso especial, por su situación, en el antiguo llano de San Sebastián, el uno frente del otro, porque entre ellos estuvo el único femenino que esta orden tuvo en Canarias y porque la tipología de este último, fue diferente a la de los otros conventos, o por mejor decir monasterios de religiosas.

          Como sabemos, ambos conventos se debieron a las iniciativa de los esposos don Juan de Gordejuela, regidor, y su mujer doña Catalina de Mesa. El de varones fue fundado en 1609, un año antes que el de los franciscanos y era, por tanto, el más antiguo en Los Realejos; y el femenino, fundado por disposición testamentaria de ambos esposos, no se materializó hasta los primeros años del siglo siguiente.

          Otro plano de Los Realejos, esta vez del siglo XVIII existente también en el citado Archivo Diocesano, junto a un sin fin de datos de interés como huertas, caminos, etc, nos muestra las edificaciones en perspectiva axonométrica, entre las que aparecen las dos parroquias, el convento franciscano y los dos agustinos que repiten la tipología de aquél aunque con mayor extensión, en especial el de frailes; como él en torno a sendos claustros, ambos con iglesia de una sola nave y puertas principal y traviesa, etc.

          El estudio de la arquitectura de los agustinos la muestra como la más ambiciosa, pues mientras franciscanos y dominicos solo en una ocasión construyeron templos de tres naves, los agustinos, con una presencia cuantitativa significativamente menor, lo hicieron en tres ocasiones: La Laguna, Tacoronte y La Orotava.

          Pero es también la de proporciones más esbeltas, la más espaciosa y luminosa, la más académica y refinada en los detalles arquitectónicos, buena prueba de lo cual nos la da esta hermosa portada único elemento que subsiste de la arquitectura del antiguo cenobio femenino, el último de los conventos históricos fundados en Canarias, obra de Diego Miranda y directamente emparentada con la monumental del templo lagunero de la misma orden. Esta portada a los pies de la iglesia fue una de sus singularidades pues si bien es lo normal en las de los conventos masculinos, definiendo un eje procesional, con el coro sólo en planta alta, no lo es en los femeninos, que carecieron por lo general de eje procesional pues los pies del templo estaban ocupados por el coro bajo en el que suelen tomar la comunión las religiosas.

          Algunas fotografías del interior, que subsisten, permiten abundar en esta apreciación pues muestran que tanto los capiteles del arco toral de la iglesia, como el artesonado de su presbiterio manifestaban igual maestría y refinamiento.

          Que los agustinos fueron exigentes en sus gustos artísticos lo prueba también la existencia en sus templos de un buen número de esculturas de procedencia genovesa, los talleres más apreciados por los canarios del siglo XVIII, tal como puso de manifiesto el profesor Hernández Perera en su magnífico trabajo "Esculturas genovesas en Tenerife", publicado el año 1961, en el nº 7 del Anuario de Estudios Atlánticos.

          Por cierto que allí se omiten las metopas de mármol presentes en las fachadas de dos conventos, agustinos precisamente: la que contiene un bellísimo relieve de la Virgen, sobre la monumental portada del templo del convento lagunero y las dos que se hallan en la espadaña, también la más bella de cuantas hay en el archipiélago, del convento orotavense de Nuestra Señora de Gracia, representando a su titular y a San Agustín. En mi opinión estos trabajos son también de procedencia ligur.

          Y así llegamos a la hermosísima imagen de Nuestra Señora del Monte Carmelo, que vino de aquella procedencia, en el primer tercio del siglo XVIII, al convento masculino, que se había colocado bajo el patronazgo de San Juan Bautista en honor de su fundador Juan de Gordejuela, y que, tras la desaparición de éste a cuyo incendio sobrevivió, pasó al frontero concento femenino, del que también sobrevivió, y que hoy es objeto de culto en este templo actual, proyectado por el arquitecto don Tomás Machado, inaugurado en 1965 y consagrado a ella.

          Sobre esta escultura, su peripecia histórica y su culto ha escrito José Javier Hernández García un libro completísimo, magnífico en su nivel de exigencia y en su documentación, y por ello no voy a insistir ni en su altísimo valor artístico, ni en lo que ella significa para esta Villa de la que es Alcaldesa Honoraria y aún en todo el valle del que es patrona; pero sí me interesa ahora, atendiendo al título de esta intervención, establecer la relación entre el Carmelo y el fuego.

          La devoción a la Virgen en su advocación del Monte Carmelo es una práctica de  la orden carmelitana, cuyo origen se remonta a fines del siglo XII, cuando algunos cruzados eligieron este lugar (una cadena de 30 km. de montañas de baja altura pues no superan en ningún caso los 546 m.) para entregarse a la oración y la penitencia, en cuya práctica se propusieron como figura ideal la del profeta Elías.

          San Brocardo los organizó a finales de aquel siglo y obtuvo del Patriarca de Jerusalén, San Alberto, en 1209, la regla carmelitana que luego con pequeñas modificaciones aprobarían los Papas Honorio III (1226), Inocencio IV (1247), Eugenio IV (1432), Pío II (1549) y Sixto IV (1476), y allí fundaron su primitivo cenobio en honor de Ntra. Sra. del Monte Carmelo.

          En 1291, se produce la caída del reino latino de Jerusalén y los religiosos que se quedaron en el lugar fueron degollados por los musulmanes, pero la orden se había extendido por Europa y contaba ya con 150 conventos agrupados en 12 provincias. Más tarde vino a ser considerada como otras de las órdenes mendicantes y su regla sufrió diversas reformas de entre las que ha perdurado la teresiana, realizada por la santa abulense en el siglo XVI.

          En 1597, por ciertas desavenencias surgidas entre los carmelitas y el rey Felipe II, Clemente VIII crea la congregación italiana de San Elías; y finalmente, en 1875, Pío IX las unificó definitivamente.

          La figura del profeta Elías aparece pues en todo momento como una referencia histórica y ascética para los carmelitas. Su nombre en hebreo significa “Mi Dios es Yahveh” y su historia se contiene en los libros I y II de los Reyes.

          Según se dice allí era oriundo de Tisbé de Galad, al otro lado del Jordán y ejerció su ministerio bajo el reinado de Ajab (875-854 a.C) casado con la fenicia Jezabel que había introducido en Israel el culto a Baal, lo que era tolerado por su marido.

          Elías se levantó en contra de esta práctica para defender que el Dios único y verdadero era Yahveh y, en ocasión de una terrible sequía que duraba ya tres años, propuso a los sacerdotes de Baal hacer cada uno el sacrificio de un novillo ante su Dios para remediarla, porque se pusiera de manifiesto con el éxito, cuál de los dioses era el verdadero. Los sacerdotes de Baal fracasaron, pero no así Elías que había mandado cavar una zanja en torno a su altar y llenarla de agua. Su oración fue escuchada por Yahveh que envío una lengua de fuego que consumió el novillo y el agua de la zanja, y, al poco, hizo su aparición una nubecilla que derramó abundante lluvia. Los falsos profetas fueron degollados por el pueblo que aclamó a Elías y proclamó por único Dios a Yahveh.

          Este sacrificio tuvo lugar en uno de los extremos de la cadena del Monte Carmelo, que se llama hoy el Mubraqa, y que, desde entonces, es lugar sagrado para judíos, cristianos y musulmanes.

          Por tanto, el profeta Elías, aparece asociado al fuego, en este caso un fuego destructor del engaño y la mentira y purificador del pecado a través de la oración y el sacrificio. Pero en la secuencia final de su historia el profeta no muere, sino que es arrebatado por un carro de fuego a los cielos. Aquí el fuego tiene el valor del arrebato místico que nos conduce directamente a Dios y del que tendríamos la mejor prueba en la inimitable poesía de San Juan de la Cruz. He aquí la conexión entre el fuego y el Carmelo, a través de Elías, que es llamado el profeta del fuego.

          Los primitivos carmelitas construyeron su primer cenobio en el otro extremo del Monte Carmelo, en la altura, dominando la actual ciudad de Haifa y mantuvieron siempre la idea de que su orden carecía de fundador, o en todo caso, ellos consideraban que debía entenderse por tal al profeta Elías.

          En mis años de bachillerato se nos decía que la materia se presenta en tres estados diferentes: sólido, líquido y gaseoso; pero, ya en el siglo V a. C, el filósofo griego Empédocles de Agrigento, con su fina capacidad de penetración y percepción, nos había dicho que la materia es la síntesis de los cuatro elementos: tierra, agua, aire y fuego. Me apresuro a calmar la posible protesta de los profesores de física, pues hoy sabemos que los cuatro no son otra cosa que distintas formas de la energía, pero al añadir el fuego, los griegos percibieron claramente su carácter transformador de los otros tres.

          Los antropólogos consideran que el descubrimiento del fuego (de cómo hacerlo) por los humanos, fue trascendental para su evolución, pues aprendieron que, al someter a su acción ciertos alimentos éstos se volvían más blandos y fácilmente masticables. Ya no se necesitaban mandíbulas tan poderosas, y al perder éstas entidad, permitieron un mayor desarrollo de la bóveda craneal y, con ella, de la capacidad cerebral y de la inteligencia.

          Así pues, el fuego es destructor (y en estos días bien que lo estamos experimentando), y purificador, como en el sacrificio del profeta Elías, pero es también generador (¿acaso no son nuestras islas producto del fuego que aún ruge dentro de ellas?), creador y vivificador y símbolo de entrega, de amor y de pasión.

          Los Realejos, que tanto han conocido su efecto destructor, conocen también la forma de transformarlo por las fiestas de la Cruz, en un hermoso y artístico espectáculo que no sé si expresa la revancha de todo un pueblo o su capacidad para domeñarlo dándole forma y haciéndolo obedecer a la inventiva de sus pirotécnicos y fogueteros. Por esta razón digo, y a mí me lo parece, que el símbolo de Los Realejos es el fuego.

          Pero el fuego es también luz.

          El apelativo de la Virgen María como Stella Maris, “Estrella de los mares” es antiguo. Parece que ya la llamaron así San Jerónimo en el siglo IV, San Isidoro en el VI y Alcuino de Cork, Rábano Mauro y Pascasio Radbberto en el IX; y el conocido himno “Ave Maris Stella” data de los siglos VIII o IX.

          Cuando los carmelitas regresaron en el siglo XVII al Monte Carmelo y edificaron un nuevo monasterio en el lugar que había ocupado el antiguo cenobio del siglo XIII, lo bautizaron “Stella Maris”, nombre que aún conserva, y que consagró de forma definitiva la vinculación de la Virgen del Carmen con esta advocación.

          Pero no fue hasta muy avanzado el siglo XVIII cuando se estableció la vinculación entre la Virgen del Carmen y los navegantes; y esto ocurrió en España por iniciativa del almirante mallorquín Antonio Barceló que, movido por esa denominación, impulsó la celebración de su fiesta entre la marinería a sus órdenes, práctica que se extendió con rapidez y que terminó generalizándose entre todas las gentes de mar.

          Hasta entonces, el único patrono de los mareantes había sido un santo dominico español: San Pedro González Telmo, San Telmo, a secas, o incluso, como se le llama cariñosamente San Telmito, que nacido en Frómista (Palencia) a finales del siglo XII tuvo una intensa vida misionera por Córdoba, Sevilla y, especialmente, por tierras de Portugal y Galicia, con señalada insistencia en Tuy, donde murió hacia 1246. Su devoción entre nuestras gentes de mar está tan arraigada desde aquel siglo XIII, que no hay puerto importante (y aquí en Canarias puede comprobarse con facilidad) que no posea una ermita a él dedicada.

          Por tanto, aún cuando la devoción hacia la Virgen del Carmen era intensa desde los siglos XVI y XVII, que es cuando llega a Canarias y no de la mano de los carmelitas, que no los hubo aquí en aquellos tiempos, su patronazgo sobre los navegantes (que sigue siendo compartido con San Telmo) es relativamente moderno y no ha cesado de crecer desde entonces.

          En la Salve Marinera se la saluda como “Estrella de los Mares”, y, en su procesión, los mareantes del Puerto de la Cruz la mecen y hasta zarandean como si estuviera abriéndose camino en medio de un agitado temporal, porque ella es el fuego, la llama que con su luz alumbra en la oscuridad y es faro, norte y guía para llegar a buen puerto.

          Pero es también la que alumbra en las tinieblas de nuestra intimidad para que, en un ejercicio de sinceridad, podamos buscarnos y encontrarnos a nosotros mismos. El fuego vivificador de la luz, enlazado con la inmensa soledad del océano de nuestros sentimientos a través de la Señora del Carmelo.

          Ella es el mejor nexo y símbolo de unión entre los dos Realejos y por ello es justamente, desde hace 20 años, Alcaldesa Honoraria y Perpetua de esta Villa, pero es también patrona de este valle, circunstancia que me mueve a hacer un paralelismo entre éste y los cuatro elementos que señalaba el filósofo. Así La Orotava representaría al elemento tierra; el Puerto de la Cruz, al agua; Los Realejos, al fuego; y nuestra Virgen, que extiende su manto protector sobre todo y sobre todos, al aire, que es el elemento que envuelve a los demás, que necesitamos los seres vivos para respirar y el fuego para su combustión.

          Ciertamente, hay un extraño maridaje entre Los Realejos y el fuego, y sutilmente es posible concluir que Los Realejos, el fuego y el Carmen son tres realidades confluyentes.

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