Qué mal rato para la noche de Reyes (Cosas que pasan - 13)

Por Jesús Villanueva Jiménez (Publicado en La Opinión el 8 de enero de 2012).

          Soraya había tenido una mañana espantosa en la oficina, y, para colmo de males, Pedro, su esposo, le había llamado para decirle que no llegaría a casa antes de las nueve; cosas del petardo de su jefe. Así que María decidió dar un paseo con su hijita Nuria por los alrededores del Mercado Nuestra Señora de África, que le quedaba a dos manzanas, y que ese cinco de enero, como todos, estaba repleto de puestos en los que se vendía de casi todo. Ella se distraería y estiraría las piernas, y Nuria, a sus cuatro añitos, fliparía entre tanta algarabía multicolor.

          Eran las siete, ya oscurecía, y la multitud de luces del entorno del mercado envolvía la atmósfera de ambiente de verbena. Nuria, de la mano de su madre, con los ojos como platos, observaba cada puesto repleto de todo tipo de objetos variopintos: juguetes por aquí y por allá; cacharros de cocina; ropa  y calzado; y más y más cosas. “Mami, entonces… ¿hoy vienen los Reyes Magos?”, preguntó a su madre por tres veces la pequeña. “Sí, cariño, esta noche vienen los Reyes Magos”, contestó la madre, una vez más. María curioseaba entre un montón de ropa que se exponía sobre una enorme mesa, entre el barullo de la gente que, como ella, preguntaba a los vendedores ambulantes, y a los de toda la vida que ampliaban el negocio por eso de aprovechar la coyuntura. Gente y más gente por allí y por acá. Barullo y más barullo. “Mami, allí, allí”, decía Nuria, señalando a la multitud de muñecos de peluche de todos los tamaños, formas y colores que descansaban sobre una enorme tela que cubría el pavimento. “Ahora, Nuría, ahora…”, respondía la madre, con Nuria de la mano, revolviendo con la otra el montón de blusas, sueters y pantalones que se apilaban en el mostrador improvisado de aquel puesto, uno de tantos de aquel batiburrillo.

          Sólo un instante soltó Soraya la diminuta mano de su hija. Sólo un instante para comprobar la costura de la cremallera de unos pantalones. Y sólo ese instante le bastó a la pequeña para desaparecer a la carrera entre el gentío que abarrotaba el lugar. Soraya miró a su derecha. Nuria no estaba. Le dio un vuelco el corazón. La buscó entre los puestos y preguntó por ella, cada vez más angustiada. Nadie la había visto. Siguió buscando, desesperada. Más tarde, al borde de la locura, alertó a un policía local, a punto de llorar. Éste avisó por radio a los demás compañeros. Media docena de agentes se unieron a la inquietante búsqueda que Soraya había emprendido hacía media hora. A Soraya le parecía una eternidad. Un policía trató de calmarla cuando María rompió a llorar, justo junto al puesto dónde había soltado la mano de la niña. Entonces, una vocecilla aguda se abrió paso entre el vocerío adulto: “Mami, mami, mira que perrito tan bonito”, gritaba Nuria, sentada sobre la inmensa lona que cubría el adoquinado, camuflada entre decenas de muñecos de peluche, abrazada a un perro peludo que la duplicaba en tamaño, ante la mirada atónita del tendero que se encogía de hombros, y de todos los que hacía media hora, con un nudo en la garganta, la andaban buscando… y ante las lágrimas más felices que jamás su madre había derramado.

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