"Entre cuevas", la novela de "La cueva de las 1.000 momias"


Por Daniel García Pulido (Publicado en El Día / La Prensa el 29 de octubre de 2011)

          Reconozco que quien les escribe ansiaba, desde hace algunos meses, poder disponer de tiempo y de espacio para plasmar en papel las impresiones que le suscitó la lectura de la novela Entre cuevas, nacida de la pluma de David Galloway e inserta en la obra La cueva de las mil momias. Las circunstancias, siempre veleidosas y sujetas al designio de mil y un factores entrelazados, nos hicieron coincidir a ambos en el interesante proyecto ideado por Juan Francisco Delgado en torno a la edición de la citada obra, y fue en el marco de esa experiencia -compartida asimismo con el catedrático Antonio Tejera Gaspar- donde empecé a intuir la deliciosa singularidad de aquellos momentos, cargada de detalles para mí inéditos.

          Tuve la inmensa suerte (para mí revestida de privilegio inusual) de leer el texto de esta novela, Entre cuevas, meses antes de su puesta en edición y ya desde el principio me enfrenté a una primera gran sorpresa, que parecía avisarme del carácter cercano que iba a tener para mí la novela. Al pasar las páginas iniciales me emocionó comprobar que David Galloway había elegido como trasfondo a toda la trama narrativa uno de los episodios que desde siempre más me han atraído dentro de los esquemas historiográficos insulares y a los que he dedicado mayores afanes investigadores: el ataque de Horacio Nelson a Santa Cruz de Tenerife entre los días 22 y 25 de julio de 1797 y la subsecuente defensa de esta localidad. El destino (a través de la imaginación y la inventiva de Galloway) había reunido en una novela dos de las temáticas que desde mi adolescencia me habían fascinado, cautivándome de forma perenne: la cueva de Herques y la conocida como Gesta del 25 de julio; y ambas facetas observadas bajo ese prisma distinto que siempre había echado en falta. Entre cuevas es una novela que se aleja de las tan comunes visiones románticas, decimonónicas, vinculadas tanto al mundo de los guanches y su legado ancestral como al episodio de la defensa de Santa Cruz frente al asalto británico. Lejos de ofrecer esa estampa arquetípica, ya obsoleta y desgastada por la erosión del conocimiento y de las costumbres, Galloway nos brinda ese componente próximo, casi cotidiano, que humaniza y nos acerca de forma notable y cálida a la propia realidad sencilla de ambos acontecimientos clave en el panorama histórico insular.

          A grandes rasgos puede comprobarse que la novela histórica ambientada en los diferentes aspectos del pasado de las Islas ha experimentado un auge considerable en los últimos años, cubriendo un considerable espectro temporal (desde la propia época aborigen, la conquista del Archipiélago, al poblamiento, colonización o los ataques piráticos acaecidos en Canarias, llegando a procesos como la emigración a tierras americanas, los periodos de carestía, la esclavitud o los escarceos del boom turístico). Galloway ha trascendido ese ámbito de los registros documentales asociado a unos hechos puntuales recreando un relato que definitivamente mueve y conmueve más sentimiento y sensaciones, más fibra íntima, que testimonios propios del ayer.

         Nuestro autor utiliza con maestría dos de los preceptos de toda narración: por un lado, rompe las ataduras del tiempo y, sucesiva y alternativamente, se erige en testigo, crítico y partícipe de los hechos, manejando ese preciado elemento temporal con inteligencia; y por otro, consigue conformar y, en cierta forma, reconstruir escenarios de tiempos pasados para ir desarrollando las evoluciones de cada uno de los dos personajes principales (Imovard y Pierre). Mientras uno se desenvuelve en ese Santa Cruz de finales del Setecientos, con escapadas contadas a otros parajes de la isla como el siempre enigmático barranco de Badajoz, el extranjero ejerce de guía indirecto para nuestras miradas en un recorrido que podríamos tildar de visual y latente por las restantes seis islas del Archipiélago en busca del polvo de momias.

          El texto no deja de jugar en ningún momento con el lector, acelerando su pulso cuando lo exigen las circunstancias, o relajando el ambiente con capítulos tales como el de la ensoñación del capitán Atilano, centrado en la esencia y la figura del célebre pirata Barbarroja, párrafos para nosotros de una calidad literaria que de por sí justifican incluso su lectura independiente, una y otra vez, para paladear esa riqueza cromática, descriptiva y sensible, plena de contrastes y requiebros estilísticos e históricos. La mención del aventurero comerciante escocés George Glas -arquetipo clásico en los esquemas históricos del Setecientos isleño- en las primeras páginas de la novela, fuera de sus coordenadas temporales históricas, te llevan a imaginar que Galloway ha traído a escena un fantasma, una visión atemporal de una de las figuras clave dentro del devenir del siglo XVIII en las Islas, y ese recurso demuestra no solo inteligencia argumental sino un guiño a nuestros conocimientos, que quedan al descubierto con esa fina maestría de quien maneja correctamente los tiempos narrativo e histórico.

          La variedad y marcada diferenciación de los personajes, para un profano de la novelística, queda patente, por ejemplo, en las figuras del capitán Atilano o del sargento, esbozadas con paciencia pero con detalle en sus conversaciones, en sus gestos, en sus descripciones personales. Cada uno de ellos arrastra un imaginario propio que Galloway despliega ante nosotros con una singularidad que no rompe el hilo mismo del relato y, antes al contrario, justifica la verdadera conducta de cada uno. De hecho, el autor nos presenta un semblante y una visión de los personajes inicialmente que de seguro sorprenderán al lector en el momento en el que cierre el libro, justo en ese instante en que finalice la novela. La transfiguración de Pierre, de Atilano o del mismísimo Imovard son de una plasticidad narrativa tal que no quedarán ajenas al interés de todo aquel que se pierda entre sus páginas libremente. La presencia de Fausta en el transcurso de Entre cuevas añade a la trama ese aditamento insustituible de una feminidad abrumadora y, hasta cierto punto, misteriosa. Su comportamiento caprichoso, que llega a confundirnos en el devenir de la historia, se acentúa en diversas etapas del relato siendo clave para el desarrollo del hilo argumental, estando todo provisto de una estudiada sensualidad que no deja indiferente al lector. Tanto ella como Candela no se resignan a vivir tal y como la sociedad establece por el mero hecho de ser mujeres, y a todo ello hemos de añadir que es precisamente Fausta quien introduce a Imovard en el conocimiento, tanto de la cultura como del amor; es Fausta quien introduce a Imovard en el gran conflicto de la dramaturgia universal de todas las épocas: tener que elegir entre la obediencia a La Ley, o la obediencia a las propias pasiones.

         La novela de David Galloway encierra un sentido diferenciado según se asocie el ánimo del lector a uno u otro personaje, siempre a merced de las equivalencias emocionales. Quien se vincule a la figura de Imovard verá el relato como un testimonio incólume de culpabilidad ante el deber mancillado y como un trayecto aciago a la par que doloroso por recuperar el amor ido. Imovard no es ninguna encarnación del mito del buen salvaje, tal afín al Setecientos, y refleja al hombre de su época, el hombre ilustrado que cuestiona la tradición y pretende vivir su propia vida al margen de lo establecido. A su vez, quien se reconozca o cobre afecto por la figura de Pierre sucumbirá ante sus movimientos sibilinos, ante esa apariencia de negatividad y ensombrecimiento asociadas por error a su impronta, una huella que no es otra cosa que el franco homenaje del autor a los extranjeros que viajaron por el Archipiélago y dejaron testimonios escritos que hoy son fundamentales para conocer la historia de Canarias. Quien vea en Atilano algún rasgo de similitud, siquiera un rasgo de simpatía hacia su persona, podrá afirmar que defiende la genialidad de un ser incomprendido, valeroso en sus ensoñaciones y en sus afirmaciones. Y es que, por ejemplo, el carácter siniestro y en cierta forma fantasmagórico que envuelve a Pierre a lo largo de la novela es otro de los aspectos que no puede dejarnos indiferente. Su objetivo confeso de descubrir la famosa cueva con el fin de enriquecerse con el precitado polvo de las momias, unido a sus movimientos sigilosos y subrepticios no exentos de ese matiz de peligro, de cierto temor ante sus reacciones violentas que pueden dar al traste en cualquier momento con la inocencia de Imovard, hacen que uno se haga una idea y una imagen cruel y temible de Pierre. No podríamos dejar de reseñar las pinceladas geniales de sentido del humor que jalonan la novela, con instantes dotados de una ironía y juegos semánticos que sin duda dibujarán más de una sonrisa en el lector que se pierda en ellos.

          La lectura de Entre cuevas, posiblemente debido a su cadencia y a la variedad de registros tanto paisajísticos como argumentales, te deja con esa sensación de vivir varios relatos a un mismo tiempo, en horizontes paralelos, todo hilvanado con la precisión de quien porta una pluma como un escalpelo haciendo giros y conformando situaciones -a modo de estudiados cortes- para acabar dibujando un final que apenas puede intuir ni el mejor de los destinos. Entre cuevas no es ningún intento de ajustarle las cuentas a la historia, ninguna tentativa de plantear los hechos históricos como le hubiese gustado que sucedieran al autor: sencillamente es un relato delicioso que navega independiente entre páginas e hitos cruciales de nuestra historia, una historia que David Galloway, por momentos, convierte en fingido paisaje de su trama, esa en la que se retan sentimientos tan puros e intensos como el amor, el honor, el odio, los celos, la pasión o el coraje.

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