Presentación de su traducción del libro de Ernest A. Hooton "Los primitivos habitantes de las Islas Canarias"

A cargo de Emilio Abad Ripoll, (Salón de Actos de CajaCanarias, Santa Cruz de Tenerife, el 20 de junio de 2005)

 

          Después de las palabras de don Conrado Rodríguez Martín, poco me queda que añadir. Desde luego, nada técnico sobre Antropología. Sólo contestar a lo que más de uno de mis amigos me ha preguntado: “¿Cómo diablos se te ocurrió meterte en la aventura de traducir un libro tan técnico?”; y todo, además de la osadía impropia de mis años, tiene su explicación. Y, también, contarles algo de mis impresiones mientras lo traducía, y expresar algunos agradecimientos.

          Sucedió que hace unos 6 años, cuando pasé a la Reserva, tras la frenética actividad y la responsabilidad que conllevan el puesto de Jefe de Estado Mayor del Mando de Canarias, me imaginaba que la descompresión iba a ser muy brusca si me dedicaba a quedarme quietecito en casa, lo mismo que un florero, es decir representando a las mil maravillas el papel de estorbo. De modo que pedí auxilio a mis compañeros de la Tertulia Amigos del 25 de Julio y tanto  José Luis García Pérez, nuestro Presidente, hoy por culpa de una malhadada enfermedad esclavizado en una silla de ruedas, como Luis Cola Benítez, que no necesita presentación alguna, pusieron en mis manos sendos libros en inglés que, meses después, tuve el sano orgullo de ver en los escaparates traducidos al castellano y gracias al apoyo inmenso de Editorial Idea, de su Director don Francisco Pomares y de José Juan Rodríguez.

          Habían pasado unos meses, un año quizás, pero la amenaza del florero volvía a plantearse, allá por el verano del 2000. Pero entonces José L. García Pérez me habló de un posible interés universitario sobre la traducción al español de un libro de un antropólogo americano, Earnest Hooton, profesor de la Universidad estadounidense de Harvard, que había estado por la isla en 1915 estudiando restos de los antiguos habitantes de Canarias.

          Su hijo Daniel -de José Luis, no de Hooton-  me facilitó, por su cargo de bibliotecario en la Universidad de La Laguna, el acceso a la obra y comencé su traducción. La verdad es que la inicié con cierta expectación e ilusión, porque pensaba que, además de trabajar y entretenerme, podría aprender algo de lo mucho que desconocía sobre aquellos habitantes de nuestras islas. Uno había oído hablar también de los verdaderos saqueos que se habían hecho en las cuevas funerarias guanches y de cómo cientos, ¿o miles? de momias habían partido para otros sitios tan alejados como Rusia o Argentina, y eran expuestas en los mejores Museos europeos y americanos; o habían sido trituradas para emplear el polvo resultante como remedio para ciertas enfermedades.

          Así no me extrañó que, ya en el preámbulo, Mr. Hooton hablara de la dificultad de estudiar restos guanches “in situ”, puesto que cuando él estuvo aquí, en 1915, en la zona de Santa Cruz todas las cuevas habían sido saqueadas. Por ello tuvo que trasladarse al sur, apoyado por el director de la empresa frutícola Fyfess,dado que le habían informado de la aparición de nuevas cuevas en las zonas cercanas a Adeje y Guía; pero cuando, con el apoyo de lugareños que le facilitaban la localización y el acceso a esas cavernas, él mismo se congratulaba de que el trabajo estaba empezando a dar sus frutos, se recibió la orden del Gobernador de paralizar las exploraciones y prohibir la remoción de restos y objetos que se encontrasen en ellas. El origen de la orden estaba en un artículo aparecido en el diario santacrucero La Prensa el 29 de julio de aquel año. Busqué en la Hemeroteca Municipal, encontré dicho artículo y lo reproduje como Anexo al Preámbulo en el libro; así quiero dejar constancia de que, por fin, se alzaban algunas voces defendiendo nuestro patrimonio.

          El Sr. Hooton solicitó autorización del Gobierno para continuar sus investigaciones, pero no se le concedió, en parte, como él barrunta, por los continuos cambios de Gabinete que a la sazón se producían en la política española, y también por las dificultades inherentes a la Primera Guerra Mundial, en todo su apogeo en aquellos momentos. Regresó a EE.UU., y haciendo bueno aquello de que “vemos la paja en el ojo ajeno”, pese a sus críticas a los expoliadores, él se las ingenió para sacar de la isla bastantes restos que hoy están en su Universidad de Harvard.

          Luego durante unas 130 páginas la traducción continuó su curso normal, con una alta proporción de amenidad, incluso para un profano en la materia como yo, pues esa parte se basa en las obras de los primeros historiadores de Canarias, como fray Alonso de Espinosa, Viana, fray Juan Abreu Galindo, los capellanes de Juan de Bethencourt, Bontier y Le Berrier, y el Capitán Glas, un británico, quien, por cierto, publicó en 1764 una traducción de la obra de Abreu. Aquí también quiero aclarar, y así lo hago constar en alguna de las Notas que añadí al original, para, en mi opinión, facilitar la comprensión de la lectura, que cuando Hooton transcribe citas o párrafos traducidos de autores españoles por él mismo u otros autores de habla inglesa, me he ido directamente a la versión original en español y la he transcrito tal cual, obviando así la doble traducción -la ya efectuada del español al inglés y la que debería hacer yo del inglés al español. Creo que de esta manera el texto gana en frescura y originalidad, pues leemos los primitivos párrafos tal y como los escribieron sus autores.

          Con el Capitán Glas, y como anécdota, me sucedió que bastantes veces, al cotejar lo por él traducido con el original en español, no encontraba párrafos enteros, o me parecía que no reflejaba con exactitud lo que Abreu había escrito. Ello me sumía en cierta perplejidad, porque, aún contando como aseguran los italianos que “traduttore, traitore”, considero que la regla esencial del traductor consiste en “ni añadir, ni eliminar”. Luego me sentí muy feliz al comprobar que don Alejandro Cioranescu había escrito, mucho antes, que Glas traduce “con una libertad que, a veces, nos impide reconocer el texto del autor español”. Por ello, ya saben que, pese a la fama alcanzada por Glas, en este asunto hay que leer directamente a Abreu.

          En esas aproximadamente 130 primeras páginas, el autor hace un repaso exhaustivo a las características físicas y los hábitos personales de aquellos antiguos canarios, estudiando por islas la organización social, la política, la justicia, las actividades sociales, la religión, etc. Dedica especial atención al lenguaje y busca afinidades entre las islas al repasar costumbres, divisiones sociales, restos arqueológicos, etc.

          Como es lógico, dedica un especial cuidado al tema de los embalsamamientos y de las momias, y finaliza los capítulos dedicados a estos asuntos con observaciones y estudios estadísticos sobre el color de la piel, la estatura y las proporciones corporales.

          La parte más técnica sigue a continuación, basada especialmente en el estudio de más de 450 cráneos del Museo Municipal, buscando relaciones entre sus características morfológicas, correlaciones y herencias, etc., llegando a unas interesantes conclusiones con comentarios a las hipótesis de los antiguos investigadores que habían estudiado el origen del pueblo aborigen canario. Esta, que podemos llamar segunda parte, estoy seguro que será la que presentará mayor interés para los estudiosos e investigadores y, a lo mejor, ¿y por qué no?, para algún lector curioso.

          El profano, como yo, volverá a leer con cuidado el último capítulo, que Hooton titula “Intento de reconstrucción de la prehistoria canaria”, y en el que ordena en el tiempo las invasiones que se produjeron, las características morfológicas de cada grupo invasor, su posible procedencia y las islas en que se asentó.

          Completan el libro 191 tablas, 31 figuras y gráficas estadísticas y 6 croquis de cuevas, amén de 39 láminas, reproducciones fotográficas que van desde paisajes a utensilios, pasando por instantáneas de cráneos.

          Si tuviese que definir a Hooton, valiéndome de nuevo de esa desvergonzada osadía de que hablé al principio, y reconociendo paladinamente que, antes de abrir el libro no tenía ni la menor idea de quien era ese señor, diría que me ha impresionado su meticulosidad, su matemática mente que utiliza la Estadística como herramienta fundamental para llegar a conclusiones (luego supe por Conrado que Hooton fue un pionero en la utilización del ordenador -piensen que falleció en 1954-) y que tuvo que ser un gran profesor por la forma con que hace llegar al lector su pensamiento, aún sobre los temas más técnicos. Creo también que era un intelectual polifacético, multidisciplinar, como se dice hoy, y hasta añadiría que, en su persona, reunía grandes conocimientos de muchas de las ramas científicas que agrupa CRONOS, esa organización nacida hace casi un cuarto de siglo en nuestra isla, y que engloba geógrafos, biólogos, arqueólogos, prehistoriadores, antropólogos sociales, etc. CRONOS fue la célula embrión para el nacimiento del Instituto Canario de Bioantropología, que vio la luz hace ya 12 años, y que de corazón desearía que se sintiera feliz al contar con esta traducción a la lengua común de los españoles y de 300 millones más de hermanos hispanoamericanos.

          En cuanto a las ayudas recabadas y prestadas durante la traducción, debo decir que al principio, en lo que he calificado como primera parte, la cosa no ofreció más dificultades de las normales, pero lo malo comenzó cuando el texto se fue complicando con el empleo de terminología técnica. Aquí fueron un apoyo fundamental mi hija Cristina y varias Enciclopedias en las que tuve que leer mucho sobre cráneos. El libro incluía además varias citas en lenguas muertas, como latín y griego, para cuya traducción molesté a don Victorino Fernández Argüello, a la sazón Teniente Vicario de la Zona Militar de Canarias, y a don Pedro Ontoria Oquillas, también contertulio, maestro e investigador; y aparecían también citas y textos en francés, de cuya traducción se hizo cargo otra de mis hijas, Maribel. Ya he dicho que el libro incluye numerosos gráficos y tablas en las que otro hijo, Javier, me ayudó sobremanera enseñándome muchas cosas de informática. Como también recoge fotografías y esquemas, fue un amigo y compañero de mi último destino, el Brigada de Artillería don José Luis Fariña Peña, quien me ayudó con los escaneos y reproducciones, y de nuevo Daniel García Pulido en el apoyo y búsqueda de datos para las notas que incluí en la traducción y que no figuraban en el original.

          Y cuando todo estuvo acabado, aquel presunto interés universitario por la obra no se tradujo en nada, con lo que me resigné a aparcar el libro y considerar que los 8 meses que llevó su traducción y la confección de gráficos, tablas, etc., no habían sido sino una gimnasia mental, que por otro lado tampoco venían mal a mis vetustas células grises, aquellas que tanto citaba en sus aventuras Hércules Poirot.

          Pero ocurre una circunstancia particular. Resulta que una de mis hijas, Cristina, está casada con un nieto de don Luis Diego Cuscoy, por lo que dos de mis nietos, los dos hijos que ellos han tenido, son también bisnietos de aquel gran hombre. Y a mí me gusta que los niños, Alejandro y Beatriz, no olviden, y se sientan orgullosos de quien proceden, por lo que, con alguna frecuencia, los llevo a esa maravilla de Museo que es el nuestro de la Naturaleza y el Hombre, donde existen recuerdos y citas, como la que reproduzco al terminar un pequeño preámbulo en el libro, de su bisabuelo Luis. Y en aquella tesitura del libro aparcado, una mañana que con los dos nietos leía un panel colgante dedicado a Diego Cuscoy, caí en la cuenta que, junto a ese, había otro similar relativo a Hooton y en el que se hablaba de esta obra que hoy tenemos aquí.

          Entonces lo tuve claro: doña Fidencia Iglesias, responsable de Museos y Centros insulares, seguro que acogía con interés una propuesta de publicación de la obra. Al día siguiente le hice una llamada telefónica, nos vimos pocas fechas después y en breve espacio de tiempo me comunicó la decisión de que el libro vería la luz en nuestra lengua. Ya corría el año 2002, a mí me habían “reactivado” y dado el cargo de Director del Centro de Historia y Cultura Militar del Mando de Canarias, con lo que había dejado de ser florero y tenía trabajo, bastante trabajo; más o menos por las mismas fechas, doña Fidencia se había involucrado de lleno en la empresa de conseguir el regreso a la isla de unas momias tinerfeñas que estaban en Argentina,  y aunque cada vez que nos veíamos nos prometíamos reactivar el tema, los meses fueron pasando. Finalmente, en septiembre del año pasado, volvimos a entrevistarnos, retomamos el asunto… y ya está.

          ¡Ah! Pero por si la felicidad fuera poca, Paco Pomares me telefoneaba una mañana para decirme que su Editorial se iba a encargar de la impresión del libro. Sé de la seriedad y el cuidado que en Ediciones Idea ponen en el trabajo, por lo que, repito, la felicidad fue completa.

          Ya está aquí el libro. Vuelvo a sentir el sano orgullo del que hablé antes; no sé si mi trabajo es bueno o malo, pero lo que sí les aseguro es que está hecho no sólo con la mente, sino en un 80% con el corazón, por devolver a Canarias algo en correspondencia a lo que Canarias nos ha dado a mi familia y a mí mismo. Y además, claro está, para que en lo sucesivo, investigadores, historiadores y curiosos tengan otra sólida base en la que apoyarse cuando quieran estudiar, o conocer, la Historia (con mayúsculas) del pasado de las islas y la Historia (también con mayúsculas) de su incorporación a la Corona de Castilla y a España, y queden sin valor, con el modesto refuerzo de mi trabajo, algunas historias (ahora con minúsculas) que uno escucha de vez en cuando.

          Gracias muy especiales a doña Fidencia y al organismo que preside, y a Caja Canarias, siempre dispuesta a impulsar la cultura. Gracias a D. Conrado, pues su prólogo, como reconocería el propio Hooton, incrementa la importancia de la obra.

          Y para finalizar, decir también que mi trabajo lo dedico especialmente a un hombre que admiro, al que no tuve la fortuna de conocer, uno de los bisabuelos de mis nietos Alejandro y Beatriz: don Luis Diego Cuscoy.

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