Nicolás y sus almendros (Retales de la Historia - 29)

Por Luis Cola Benítez (Publicado en La Opinión el 23 de octubre de 2011).

          Nicolás Estévanez Murphy, Las Palmas (Sede de la Inquisición), 1838 – París, 1914. Periodista, poeta, militar, guerrillero, revolucionario, hombre de acción y… espíritu soñador.

          A los quince años ingresó en el Colegio Militar de Toledo. Cruz Laureada de San Fernando en Marruecos (“Castillejos” con Prim y “Tetuán” con O’Donnell), participó en quince acciones y dos batallas. Ascendido a capitán por méritos de guerra, no sin cierta reticencia por parte del ayudante de O´Donnell que le consideraba muy joven para el ascenso, a lo que oponía Nicolás que por lo visto no lo era para recibir balazos. Medalla del Ejército de África, Benemérito de la Patria y Cruz de Isabel la Católica. Guerras de Santo Domingo, en la que mandó un batallón a pesar de ser sólo capitán,  y Puerto Rico (1864-65).  Paliza a un sargento: dos meses de prisión preventiva, quince días de suspensión.

          No firmó el manifiesto de los sargentos de San Gil porque se insultaba a Prim y, cuando se le acusó de insultos al Rey replicó con contundencia que, en su opinión, a un rey se le podía matar si era necesario, pero nunca insultarle. Por estas y otras acusaciones se enfrentó al general Pavía y se presentó en Madrid desde París para desafiarle a duelo. Visita a Prim en Londres, se reincorpora a la milicia como comandante en situación de reemplazo, pero no pide destino para no colaborar al restablecimiento de la monarquía.

          Más tarde se incorpora a las fuerzas de Cuba, pero en 1871, a los 34 años, abandona el Ejército en protesta por el fusilamiento de estudiantes cubanos. No obstante, cuando Alemania ocupa las islas Carolinas, se ofrece voluntario por si es necesaria su colaboración para defender los intereses de España.

          Tres veces diputado a Cortes, Ministro de la Guerra en la I República. Gobernador Civil de Madrid. A la caída de la República, renunció a la pensión de ex ministro.

          A pesar de sus largas ausencias nunca perdió el contacto con su patria chica, con su terruño, que llevaba muy dentro, en su corazón. De ahí su afirmación, no siempre bien entendida, de que su patria "era de un almendro, la dulce,  fresca, inolvidable sombra". La sombra del almendro de su infancia vivida en la casona de Gracia, junto al pedregoso barranco, cuyo profundo tajo lindaba con el ámbito de sus recuerdos y correrías, por "una senda torcida entre zarzales". Recuerdos que, en su agitada vida, nunca le abandonaron y le hacían exclamar, henchido el pecho de nostalgias, que "a veces con delicia mi corazón evoca, mi almendro de la infancia, de mi patria las peñas y las rocas".

          Algunos no entendieron los profundos sentimientos de patriotismo que Nicolás intentaba expresar con sus palabras, más universales cuanto más se concentraban en algo tan mínimo y concreto como puede ser la sombra de un almendro. Alguien llegó a decir que si para un hombre la patria era la sombra de un árbol, más le valía colgarse de él. ¡Qué injusticia para el que siempre, con sus aciertos o errores, lo dio todo en defensa de sus ideales patrios! Y, en todo momento, con total énfasis, apasionadamente y sin reservas.

          Nicolás era un hombre honesto y de firmes convicciones, lo que sin duda no favorecería su trato personal con aquellos que actuaban con dobleces, con los timoratos o los cobardes.

          Posiblemente le llegarían los ecos de las censuras, derivadas de la incomprensión de su figura poética, pero él seguiría evocando a sus almendros como último refugio para sus más íntimos sentimientos patrióticos y el más acendrado amor a su tierra:

                              Yo no sé los almendros lo que duran
                              en este mundo donde todo acaba,
                              donde todo fenece en breves días;
                              pero las musas de mi patria auguran
                              en blandas armonías,
                              que el que su sombra en mi niñez me daba
                              vivirá mientras haya trovadores
                              en la tierra sin par de mis amores.

          A su muerte, en 1914, Nicolás fue incinerado en París y se puso su nombre a una antigua calle de nuestra capital, hasta entonces conocida con el sugerente nombre de  “Botón de Rosa”. Seguro que sus cenizas se removieron inquietas en protesta por la pérdida de tan hermoso y evocador nombre.

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