Niño, ¡átate los cordones! (Cosas que pasan - 3)

Por Jesús Villanueva Jiménez  (Publicado en La Opinión el 16 de octubre de 2011)

           Hace poco, una tarde entre semana, paseaba yo por la calle Robayna, camino de la del Castillo, con la sana intención de tomarme un reconfortante barraquito en la terracita de la cafetería que hace esquina entre ambas calles santacruceras. Justo a la altura de la librería La Isla, a unos pasos delante de mí, una madre instaba al hijo (un mozalbete de unos doce o trece años) a que se atase el cordón de una de las zapatillas deportivas, con el que iba barriendo la calle desde hacía ya un buen tramo. El niño -que se iba merendando uno de esos bollos llenitos de grasas saturadas y colesterol, y que evidenciaba unos kilitos de más-, arrastrando los pies y gastando suela innecesariamente, refunfuñó sin hacer a su madre el menor caso. La madre detuvo la marcha e instó de nuevo al niño a que se atase el cordón que reptaba cual culebra por el suelo (medio metro de cordón, palabra que no exagero). El niño volvió a emitir una especie de mugido y ni caso. Por tercera vez la madre insistió:

          -Pedrito, por favor, átate el cordón… no ves que vas arrastrándolo y lo vas a pisar y te vas a caer -aquello ya era más una súplica desesperada que el mandato de una madre.

          -¡Ayyy, maaamiii, déeejame... qué más da… no seas pesaaada! -contestó el niño, sacudiendo la cabeza y apartando a la madre de su paso, cuando hacía ademán de atárselo ella misma.

          La mujer, con una expresión de desesperación marcada en el rostro, desistió de su razonable objetivo, y el muchachito se salió con la suya.

          En eso, observé con detenimiento a los protagonistas de la patética escena: Pedrito se cubría la cabeza con una gorra de visera, que llevaba de medio lado; vestía una camiseta amplísima, con motivos de futbol americano, que le llegaba casi a las rodillas, y unos vaqueros anchos caídos, cuyos extremos también arrastraba y pisoteaba con los talones; y calzaba unos deportivos de famosísima marca, casi del tamaño de dos lanchas, muy coloridos y acolchados, con aspecto de costar un ojo de la cara. El niño seguía arrastrando cada paso, como si viniera de atravesar kilómetros de desierto. La madre, una mujer menuda que abultaba la mitad que el niño, cargaba la pesada mochila escolar, evitando mirar a los pies de Pedrito. Madre e hijo siguieron su marcha calle del Castillo abajo. Pedrito, a su paso, seguido del cada vez más enguarrado cordón, y su madre cargando la pesada mochila y, adivino, la aún más pesada frustración, la de esa tarde y la de quién sabe cuántas tardes más.

          Entonces recordé a mi padre: una sola mirada suya, una, hubiera bastado para que yo me hubiese atado el cordón suelto de aquellos Keds de lona, blancos o azules, austeros y humildes, que debían durarme, al menos, todo el curso escolar.