La primera fuente pública (Retales de la Historia - 8)

 

 

Por Luis Cola Benítez   (Publicado en La Opinión el 29 de mayo de 2011)

         

           El año 1706 resultó nefasto para Tenerife. Por una parte, el volcán de Garachico, que sepultó su famoso puerto, hasta entonces emporio de riqueza para el comercio de la Isla; por otra, el frustrado ataque a Santa Cruz del contralmirante John Jennings, con todo lo que esta situación bélica tuvo que representar para el Lugar y Puerto. Sin embargo, Santa Cruz recibió este año un magnífico regalo en forma de una fundamental mejora: la primera fuente pública con la que contó la población.

          Santa Cruz era entonces un pequeño pueblo de unos 2.200 habitantes, que ocupaban un reducido solar. Según el plano de fecha más cercana de que disponemos, el de Tiburcio Rossel de 1701, el caserío se repartía desde el barrio de El Cabo –con muy pocas construcciones– hasta San Francisco, y desde el mar hasta la calle del Norte. A ambos lados y ladera arriba, prácticamente nada en cuanto a casas de habitación.

          Los vecinos sólo contaban para su uso y subsistencia con la poca agua que corría por los barrancos, la que se extraía en las norias de la calle a la que dieron nombre y los pozos o aljibes de las huertas o patios de las casas cuyos propietarios podían permitirse este lujo. Es fácil imaginarse la alegría general que embargó a los santacruceros, cuando el capitán general Agustín de Robles hizo traer el agua de los nacientes de Monte Aguirre, en la cordillera de Anaga, por unos rudimentarios canales de madera que, atravesando montes, riscos y barrancos en un recorrido de más de doce kilómetros, llegaba a la plaza principal o del Castillo, en cuyo centro se instaló la fuente o pila que ponía el preciado líquido a disposición de todos.

          A partir de entonces aquel espacio pasó a conocerse como "Plaza de la Pila", y el agua, que según Agustín de Robles era del Rey, se suministraba desde allí a los barcos previo pago de cierto canon, según el porte y travesía de los navíos, y gratis y libremente a los vecinos del lugar. No cabe duda de que representaba un gran adelanto y comodidad, casi a la puerta de las casas.

          La fuente o pila convocaba en el lugar a muchos y variados personajes: vecinos, aguadoras, acemileros, soldados, chiquillería..., y no siempre reinaba la armonía en aquellas reuniones, que en ocasiones terminaban en escándalo o riñas, cuando alguno o alguna no aceptaba guardar el turno para proveerse. Además, los vertidos y derrames convertían el entorno en un lodazal inmundo, al mezclarse el barro con los excrementos de burros y mulos que hasta allí se llevaban para cargar las barricas o envases.

          Así continuaron las cosas durante años, hasta que en 1813 el Ayuntamiento de Santa Cruz dispuso de su primera Casa Consistorial en la cabecera de la Plaza de la Pila, haciendo esquina con la calle del Castillo. Era la vieja casona, alta y sobrada, con fachada principal y balcón haciendo frente a la plaza, en la que cuatro años antes había nacido el tinerfeño que llegaría a ocupar varias veces el más alto cargo político de la Nación, el general Leopoldo O´Donnell Joris. Esta casa era entonces propiedad de una firma comercial extranjera, que la cedió en alquiler a la corporación municipal.

          Como parece lógico, los ediles no consideraron edificante el espectáculo que a diario se daba frente a ellos y decidieron enlosar la plaza y trasladar la Pila junto al castillo de San Cristóbal, y así se hizo. Al lado de su nueva ubicación estaba la Plazuela de las Verduras, junto a la que dos años después se inauguró un flamante mercado de abastos, el primero de que dispuso la población. Mal o bien, la vieja Pila siguió cumpliendo su cometido, no siendo el menos importante el suministro al aljibe del castillo, al riego de la Alameda del Muelle y la "aguada" a los buques en escala, hasta que por el uso y mal uso comenzó a tener problemas de pérdidas, siendo incapaz de retener el agua. Primero se pensó repararla y trasladarla a otro lugar, aunque al final se desechó y se sustituyó por una nueva fuente: la de Isabel II.

          La histórica Pila se abandonó en un solar municipal y con el paso del tiempo iba resultando semienterrada entre escombros y desechos, hasta que casi sesenta años más tarde fue redescubierta por un ciudadano curioso de nuestra historia que solicitó le fuera cedida, la reparó y pasó a ocupar un lugar destacado en un jardín de su propiedad. Este ciudadano era Anselmo J. Benítez, abuelo del autor de estas líneas, y puede decirse que gracias a él se conserva este inapreciable testigo de la historia de la ciudad, a la que sus herederos la devolvieron para que retornara a la plaza de su origen, a la que dio nombre.

          La vieja Pila, que debemos conservar con esmero, no es sólo la primera fuente pública que dio de beber al antiguo Lugar y Puerto y, con su modesta apariencia, el primer elemento urbano con pretensiones ornamentales de que dispuso la población. No es sólo eso porque, además, es el más antiguo testimonio del patrimonio civil urbano del que disponemos. Al margen del patrimonio religioso –parroquia, ermitas, etcétera–, no hay elemento público más antiguo.

          Se echa de menos una inscripción, cartela o placa que explique su origen y significado. Cuidémosla, como valioso testigo de nuestra historia.