¿Recuerda usted la guagua?

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Publicado en El Día el 2 de mayo de 1986).
 
 
 
          Usted, conductor, automovilista, proclive y asiduo cliente del azabache volante, ¿cuánto tiempo hace que, como pasajero, no usa los autobuses y, de forma muy especial, nuestras guaguas de itinerarios rurales y hasta bucólicos, por la “carretera vieja” del norte isleño?
 
          Ahora que las lluvias han sido pródigas, dicha parcela parece la prolongación de la campiña gallega o asturiana. Allá, en La Orotava, con cielo entoldado y fresquillo notándose en el rostro, la guagua es puntual a la cita.
 
          Son, hasta cierto punto, las de siempre: se prohíbe fumar; no hablar con el conductor. Hay cuarenta y siete asientos. No se sabe la gente que cabría de pie, que también se puede ir. Aquí todavía se cede el asiento a las personas mayores y a las embarazadas. Y tienen derecho a reducciones “los mayores de sesenta y cinco años, estudiantes de centros oficiales y niños de hasta diez años inclusive”. El conductor suele ser bonachón, buena persona, apacible, cauteloso y cuando ponen en tela de juicio su parsimonia en el volante puede oírse aquello de:
 
                    –A mí ahora lo que me gustaría es levantar el vuelo y estar en Santa Cruz.
 
          Y una pasajera -los hombres casi nunca hablan en alto- le apaciguará, contestándole:
 
                    –Aquí no le molesta nadie, maestro. Ni las moscas.
 
          Vendedores de lotería, labriegos, jubilados, pensionistas, viejecitas atildadas y sonrientes, madres con niños oliendo a perfume y enjabonada reciente; estudiantes con indumentarias tan descuidadas como holgadas y cómodas. Ha desaparecido, ya saben, la figura del cobrador, que ahora lo interpreta el propio chofer con el auxilio de una máquina que arroja el ticket, muy diminuto, por cierto, que puede contener, según el itinerario, las más variadas tarifas.
 
          En Santa Úrsula, a un lado y otro de la carretera, rivaliza la pujante papa con la verticalidad dentada del maíz; y en La Victoria de Acentejo es inevitable el olorcillo que desprenden los bodegones, los mesones y casas de comidas, con el clásico enjambre de coches aparcados en los huecos más inverosímiles. Entre el verdor circundante, el casi inevitable borrón de ese automóvil desvencijado, ciego, sin ruedas ni matrícula pero con el simbolismo y decadente rotulo de chatarra. Surge la fachada de una discoteca a la que los nísperos parecen campanillearle con sus frutos y allí, en un recodo de la izquierda, una peculiar cortinilla nos recuerda las cazuelas de Rosales.
 
          Hay que poner la primera para enfilar la larga, sinuosa y angosta calle principal matancera. Hay momentos en que parece que el autobús no podrá seguir la ruta. Nuestra ventanilla, sin proponerlo, se convierte en personaje intruso y fugaz frente a las ventanas ciudadanas y el atasco se soluciona con una sonrisa y con un saludo. Algunas amapolas que festonean la carretera están a punto de ser decapitadas por la irrupción lenta, pero impecable del autobús que ahora, con sello de cautela y prudencia, se enfrenta con el serio y temido espectáculo de los barrancos, mientras un par de niños saludan y despiden al pasaje con la ternura y con la ingenuidad que disfrutábamos en el muelle Sur ante la marcha nocturna de nuestros oscuros e inolvidables correíllos.
 
          Por un momento perdemos el encanto de lo añejo y rural y nos embrutecemos y masificamos en la autopista, donde los coches silban y la tranquilidad parece una utopía. “Respete el paisaje”, dice el cartel. Pero allí mismo, muy cerquita, otros carteles publicitarios ocultan lo natural y nos ofrece consumo.
 
          Volvemos a la “carretera vieja” para saludar al joven y erguido drago de El Sauzal y nos espera Tacoronte con sus vides retorcidas, con sus olores de adobo, sus tejas rojizas y sus palmeras como plumeros clorofílicos. Se nos va alejando lo genuino, lo tradicional, lo rural, en la periferia de La Laguna donde los universitarios impregnan de juventud nuestras guaguas, que sufrirá paciente estrangulamiento en La Cuesta para luego cruzar por holgadas calles santacruceras y concluir su itinerario en la Terminal de Autobuses, tras haber realizado, increíble pero cierto, cuarenta y tres paradas en algo más de una hora y cuarto, periodo de tiempo que, por lo variopinto del trayecto, se nos antojó, como puro santiamén.
 
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