Telón final para CATS

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Publicado en El Día el 15 de agosto de 2012).
 
 
          Ampliando nuestro anterior comentario sobre los musicales de Londres, van a permitirnos ustedes que centremos ahora nuestra atención en Cats, uno de los de mayor éxito en el West End londinense, que hace solo tres meses se despidió del público después de veintiún años en cartel y nueve mil representaciones, que se dice pronto. La decisión de bajar el telón por última vez ha sido tomada por razones económicas, ya que los teatros de Londres, dicen, se han visto afectados por el descenso del número de turistas, sobre todo estadounidenses, tras los atentados del 11 de septiembre. 
 
          Comparable únicamente al éxito de El Fantasma de la Ópera, Cats ha sido el musical que durante más tiempo se ha representado no solo en Londres, sino en Broadway, donde estuvo en cartel dieciocho años, hasta septiembre de 2000. El espectáculo ha llenado teatros en trescientas ciudades de todo el mundo. 
 
          Con cierto énfasis dicen los británicos -que, sin lugar a dudas, siguen siendo unos cicateros de mucho cuidado- que el tema cumbre de Cats, su canción Memory, se ha oído tantas veces en todos los confines de la Tierra que si estas interpretaciones se pudiesen empalmar una tras otra, tardaríamos cinco años en escucharlas… De ella, de Memory, se han hecho más de cien versiones. Por todo ello, vamos ahora a rendirle un homenaje, un recuerdo, y muy sincero, a aquellas vivencias musicales que, años atrás, gozamos en las butacas del londinense New London Theatre, ahora cerrado a cal y canto.
 
          En Cats gravitaba el genio musical de Andrew Lloyd Webber, el autor del inolvidable Jesucristo Superstar y, también, del citado El Fantasma de la Ópera.
 
          Andrew Lloyd Webber se decidió a llevar a escena Cats porque cuando casi era un niño había leído un libro que le había fascinado: Old Possum’s Book of Practical Cats, del poeta norteamericano Thomas Stearms Eliot, premio Nobel de Literatura en 1948. Ese libro contenía versos que, según Lloyd Webber, “poseían una extraordinaria musicalidad, así como unos ritmos muy personales”.  
 
          Allí, en el New London Theatre, el escenario -donde estaba estampado un amplísimo collage- se confundía con el patio de butacas. Y cuando se apagaron todas las luces y el público enmudeció, surgieron, de aquí y allá, de casi todos los rincones del ventilado recinto, que no era precisamente muy grande, centenares de ojitos de gatos que, a veces, parecían transportarnos a algunas privilegiadas autopistas británicas, donde esos cat-eyes nos orientaban, nunca deslumbraban, en noches sin luna. Y cuando poco a poco venía la claridad, iban saliendo de aquella especie de lazareto -“adornado” de ruedas, llantas, cloacas y paraguas- lomos, rabos y garras; gatas y gatos. Felinos de todo tipo: aristócratas, elegantes, bravucones, presumidos, orgullosos, errantes, vagabundos, mendigos, del mal vivir… y cuando hablaban, cantaban y bailaban -¡Dios mío, cómo lo interpretaban y bailaban!- pues, entre bromas y veras, satirizaban a sus dueños y a la sociedad británica con la que algunos de ellos vivía. Reflejaban a una Inglaterra ahora perdida, “que nunca va a poder ser la misma”
 
          Excelentes maquillajes, vestuario con mucha imaginación, increíble fidelidad en un sonido que, la mayoría de las veces, uno intuía la col del play-back. En el epílogo de la primera parte se cantaba por primera vez Memory, una pieza sentimental y sugerente, bella y delicada, que siempre ha quedado dulcemente grabada en los tímpanos  más exigentes.
 
          Antes, nuestros vecinos, los felinos, habían dialogado y cantado antes todos nosotros, en todos los niveles del coqueto recinto, desde las butacas hasta el mismísimo “gallinero”. Después, en el intermedio, paradójicamente, seguía la función, donde los pausados mamíferos miraban a los espectadores con un semblante muy especial y donde sus gateos y movimientos causaban una unánime hilaridad. Algunos, lo más relevantes del cartel, atendían a la demanda juvenil del autógrafo. Al final, tras toda una exhibición de alta coreografía y luminotecnia en aquel escenario con aspecto de circo, los “¡bravo!” eran obligatorios. Y de aquella treintena de gatos/as con un movimiento de baile distinto, aparecía, uno a uno, sobre un generoso collage, para recoger el elogio verbal y la trepidante acción del aplauso.
 
          A la salida, y en todos los rostros, una sonrisa. Y en sus oídos, una canción inolvidable: Memory, que seguiremos oyéndola a pesar que el New London Theatre haya bajado, definitivamente, el telón para Cats.    
 
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