El beso, El pensador y El eterno ídolo de Rodin (II)

 
 Por Antonio Salgado Pérez  (Publicado en El Día el 28 de mayo de 2008).
 
 
Aquel París de 1975…
 
 
          Un entretenimiento para las mañanas vacías, ¿las había realmente en París? Podía ser un largo deambular por las calles y plazas, en busca de las estatuas y esculturas que se escondían por los rincones de aquella heterogénea capital. Porque París parecía que le temía al arte, y que lo mantenía cerrado en salas de conciertos y en museos, para que no ejerciera ningún efecto sobre el público de la calle. Se aseguraba -y lo recogía Ramón Chao en su libro Guía secreta de París- que la clase obrera, mayoritaria en la nación, era ampliamente minoritaria en la frecuentación de museos, ya que solo representaba el cuatro por ciento de los visitantes.
 
          Usted, amable lector, si un día tiene la oportunidad de visitar París no deje de ir al museo Rodin, otro emporio de la cultura francesa, por aquel entonces ubicado en un palacete del siglo XVIII donde se podía admirar las obras de aquel increíble escultor junto a numerosos cuadros y dibujos, que de todo hizo Auguste Rodin (1840-1917).
 
          Mirando de cerca El beso, El pensador o El eterno ídolo, donde el erotismo era la nota predominante y el trazo de una perfección pragmática, uno, profano en la materia, tenía forzosamente que extasiarse ante aquel juego de genialidad e inspiración. ¡Cuántas esculturas, bocetos, copias, pinturas y dibujos presenciamos en aquellas cómodas y ventiladas dependencias, antaño palacete, luego hotel y más tarde criadero de tulipanes…!
 
          Un detalle que llamaba poderosamente la atención eran las “protuberancias” que en algunas esculturas sacaba a relucir el genio; como tumorcillos esparcidos por aquellos cuerpos retorcidos, gesticulantes, desesperados, vivientes; de una arrolladora personalidades, a años luz de tanta camelancia como vemos hoy en día en salas de vanguardia…
 
          Para Rodin el artista no debería ser esclavo del modelo sino, al contrario, era el artista el que escogía, con su propio ojo y sensibilidad, al objeto a representar y por medio de su imaginación era capaz de modificarlo para crear una imagen totalmente nueva a la visión del mundo.
 
           ¡Qué maestría en la concepción de la escultura de Honoré de Balzac, que en su época fue rechazada por los escritores y la “oficialidad francesa”. Se le encargó primero a Rodin, pero este imaginó al escritor de pie, en bata de casa. Era tal la fuerza que irradiaba la obra y era tan poco académica, que asustó a los jurados y se decidieron por la de Falguiere, convencional, pero de ejecución impecable, que se podía contemplar en la avenida de Friedland. Hasta 1939 estuvo esperando el Balzac de Rodin un sitio en la Ciudad de la Luz. Nosotros lo pudimos contemplar, magnifico, en el cruce Vain Boulevard Raspail. Considerada como la expresión perfecta de la escultura occidental, la obra de Rodin marcaba un nuevo camino en la historia del arte donde sus tres vedettes más famosas siguen siendo las mencionadas anteriormente, donde el erotismo, que seguirá siendo lo artístico, sensible y delicado, da justa replica aquel hombre en bronce, desnudo, sentado, sumido en profunda y honda meditación. Rodin había estudiado la anatomía no para ser dominado por ella sino para usar el cuerpo humano como una herramienta de expresión de la psicología y los sentimientos humanos.
 
           En fin, Rodin dividió su escultura en dos líneas distintas: la primera, a la que bautizó como “alimentaria”, era la escultura decorativa de la cual vivía y, como su nombre indica, se alimentaba a sí mismo y, la segunda, más popular y transgresora, es conocida como su obra pura y trascendente en la historia del arte occidental, donde surgió el trío ya mencionado y su obra más importante, Las puertas del infierno, también ubicada en el museo Rodin donde, como ya hemos apuntado, uno se extasió ante tanta calidad en esculturas, bocetos, copias, pinturas, dibujos…
 
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