Cromos británicos (15) Las llamas de Windsor
Por Antonio Salgado Pérez (Publicado en El Día el 29 de agosto de 1998
LAS LLAMAS DE WINDSOR
¿Dónde fue el incendio? Es la interrogante que, ahora, vienen asaetando los oídos del personal que tutela y vigila todas las dependencias del vetusto castillo de Windsor. Es la pregunta que, de una u otra manera, formulan los miles de turistas que diariamente, van como de romería a esta feria flanqueada por torres, almenas y torreones.
Ahora, en bellísimos opúsculos, donde el papel couché y las fotos son de una gran calidad, se nos narra que el drama del día en que el fuego asoló el “hogar de la Reina” vivirá en la memoria de los que observaron el desarrollo de los acontecimientos en sus pantallas de televisión, vieron la torre de Brunswick en llamas y la solemne figura de la soberana inspeccionando el daño después de extinguido el fuego.
El incendio que se propagó por el ala noroeste del castillo de Windsor en la mañana del 20 de noviembre de 1992 dejó a su paso una huella de destrucción. Y todo por una cortina, que empezó a arder en la Capilla de la Reina…
¿Dónde fue el incendio? Y el guardián, tan uniformado como ceremonioso, evita señalar con el dedo y lo hace con una mirada. Es suficiente. Nos proporciona la dirección. Con eso el visitante parece quedar tranquilo. Y ahora compensa la tragedia, aunque sea a ritmo de maratón, extasiándose, por ejemplo, ante las chimeneas de mármol; bustos, tapices, retratos y cuadros, que cambian frecuentemente de lugar, como para despistar un poco al visitante asiduo que, formando una manada humana y oyendo el martilleo del “sigan, por favor no se detengan”, observa resignado desde su particular ventanilla de un loco carrousel las famosas colecciones de armas y de instrumentos musicales; los recuerdos de las guerras napoleónicas, la tapicería francesa, aquella Cámara de Waterloo -¡qué bóveda!-. Lo que jamás verán nuestros ojos será aquel hermosísimo Salón de Recepción del que solo se salvó, milagrosamente, un enorme vaso de malaquita… Ni veremos aquel peculiar tejado de madera del Salón de San Jorge. Ni el retrato de ecuestre Jorge III pasando revista, de William Reechey. Pero las llamas fueron muchísimo más benevolentes con los Rubens, Rembrandt, Van Dyck y Durero.
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