Vivencias de un tinerfeño en Inglaterra (XXXIII)

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Retazos de su libro Bye, bye. Vivencias de un tinerfeño en Inglaterra (1974-2004) publicado en 2006). 
 
 
 
MANTA  Y  CANTIMPLORA
 
 
          Vamos a seguir recordando a Joaquín Merino, uno de aquellos españolitos que, en las postrimerías de la década de los 50 del pasado siglo, y para perfeccionar su inglés, tras cruzar el Paso de Calais, llegaba a Inglaterra “con tres rodajas de chorizo y una barrita de pan como único alimento para la interminable jornada”, como nos lo describe, con originalidad y fuerza, en ese libro de difícil catalogación que responde por Londres para turistas pobres.
 
          Y tenemos que seguir recordando a este escritor, cuyo evidente humor no excluye una gran dosis de sentido común y de admiración por la “life” inglesa, porque al analizar las penurias de aquellas lejanas expediciones de osados estudiantes a la Rubia Albión, inevitablemente se nos reflejan las comodidades y facilidades que hoy disfrutan, por ejemplo, numerosos grupos de alumnos tinerfeños que todos los años, en época veraniega, se trasladan al Reino Unido para someterse a cursos intensivos del idioma inglés.
 
          Ahora, estos alumnos, pertenecen a la generación de las “tres íes”; es decir, a la informática, a la investigación y al inglés. Quienes, en mayor o menor grado, no posean, en la actualidad, esta tripleta de conocimientos, puede decirse que está perdido en este mundo cibernético, robotizado y estresante. Por todo eso, muchos padres consideran hoy tal idioma como una inversión. Y quienes lo reciben son precisamente sus hijos, con las facilidades y comodidades que ya hemos apuntado, porque ahora no se prodigan las mochilas, las mantas, las cantimploras, el chorizo ni el pan de antaño, de aquella década de los 50 que nos reflejó Joaquín Merino en el mencionado tomo.
 
          Ahora, al hijo, a la hija, se le pone en sus manos un billete de vuelo regular directo Tenerife-Luton-Tenerife; se les integra en un grupo y una profesora les acompaña constantemente para el asesoramiento pedagógico y para velar por el bienestar del alumno, que allá, en Gran Bretaña, goza no sólo de clases de inglés diarias con profesores acreditados sino que son tutelados, además, por familias seleccionadas, que les acogen en sus respectivos domicilios británicos, en cuyos programas de actividades se incluyen facetas deportivas, sociales y culturales. Y, para mayor sosiego, van respaldados con un seguro de responsabilidad civil y de accidentes, así como por un seguro de enfermedad avalado por la Seguridad Social Británica.
 
          O sea que hoy, y aquellos que se lo puedan permitir, en vez de mochila, llevan maleta; en vez de manta, una familia y, por cantimplora, un seguro.
 
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AL  AIRE  LIBRE,  CON  BERNARD  SHAW
 
 
          Ann Ducat, con su proverbial y enriquecedora persuasión, nos lo había recordado cada año: “No se pierdan la representación teatral que, al aire libre, en el mes de julio, lleva a cabo The National Trust, en Ayot St. Lawrence, en los jardines de la mansión donde durante sus últimos cincuenta años residió Bernard Shaw”.
 
          Y allá, en el ubérrimo condado británico de Hertfordshire, en un bucólico paraje, recóndito, denominado Shaw’s Corner, comprobamos, al atardecer, un peculiar y distinguido desfile de personas que, tras aparcar, a cierta distancia, sus respectivos vehículos, venían portando toda clase de sillas y mesas plegables para acudir a una cita que resultaría inolvidable. Las sillas, para sentarse; las mesas, para ubicar toda aquella clase de viandas que, igualmente, llevaban consigo. Y amplios manteles que luego se extendían sobre el verde y generoso césped del jardín para instalar una gran variedad de “tupperwares”, vasos, botellas, termos, pequeñas neveras y, en fin, los mejores y más extraños manjares que habíamos visto en aquella Inglaterra, donde en un día como el que intentamos describir parecía que aquellos británicos “habían tirado la casa por la ventana” y quedaba muy en entredicho su pregonada frugalidad en la mesa. ¿Y por qué este, a simple vista, fenómeno gastronómico, donde parecía prevalecer el régimen vegetariano? Pues porque allá, en aquellos amplísimo jardines, impecablemente cuidados, que orlaban la extraordinaria residencia de aquel insigne Premio Nobél de Literatura que respondía por George Bernard Shaw( 1856-1950); allá, decíamos, todos los años, en el citado mes de julio, la mencionada The Nacional Trust, hada madrina en preservar campiñas, costas, museos, casas de renombre y jardines, concita a un determinado sector de público a presenciar, en un marco único e irrepetible, una pieza teatral de aquel prolífico autor que aunque nació en Dublín, cuando descubrió la paz y tranquilidad de Herfordshire vivió aquí hasta su muerte, junto a su esposa, la aristócrata irlandesa Charlotte Payne –Towsend.
 
          Dos violines, una viola y un violonchelo, se encargaban previamente de ir preparando el acto estelar. Azafatas uniformadas, sonrientes y muy amables, ya habían dado las órdenes para que aquella peculiar “cola” fuera desplazándose y tomando sitio en el jardín, con sus sillas de tijeras, sus hamacas, sus prendas de abrigo, sus paraguas, sombrillas y algún que otro sombrero, jamás un cigarrillo humeante, todo ello bajo un cielo que amenazaba una lluvia que, afortunadamente, nunca surgió en aquel Reino Unido, de variable clima, donde se había creado una raza de personas isotérmicas, incapaces de sudar en verano o pasar frío en invierno; en un ambigú, bebidas y refrescos; en otro, un surtido bufé para tapar algún hueco de última hora…
 
          El cuarteto musical, muy disciplinado, siguió dándole ojeadas a sus partituras mientras, a pocos metros, aquel señor imbuido en un “smoking”, daba buena cuenta a su variadísima ensalada, y su señora, en traje de fiesta, acababa sirviéndole, en una sofisticada copa, el espumoso champán. Seguía entrando el público, previa visita a la correspondiente taquilla. Se notaba distinción y estilo en sus atuendos aunque, de vez en cuando, se veían unos “shorts” del acalorado, o la bufanda del friolero. A simple vista, parecía una reunión de intelectuales, ejecutivos, hombres de empresas, médicos y auditores retirados. Los frondosos árboles, el cromatismo de las flores, aquella inmensa alfombra esmeralda del “green-grass” y la visión de aquella mansión típicamente británica, cubierta de enredaderas, le otorgaba al entorno un sabor muy especial.
 
          Los violines, la viola y el violonchelo dejaron de tocar. El numeroso público les brindó una sincera ovación. Luego, el silencio, el respeto, la corrección.
 
          Michael Holroyd, el más destacado biógrafo de Bernard Shaw, hizo un encendido elogio de éste y, a continuación, presentó a Dulcie Gray, una especie de porcelana china que, con delicadeza, recordó a aquel autor que en su teatro esgrimió el espíritu de crítica a las instituciones inglesas, llevando al límite el escándalo, que ella, sobre el escenario, como actriz, tantas veces había representado. Y luego, entre golondrinas y palomas, muy vivaces ante aquel ambiente primaveral, la anunciada pieza teatral, The inca of Perusalem, donde los intérpretes, a viva voz, sin micrófonos ni megafonías, fueron desgranándonos sus respectivos parlamentos de espaldas a aquel singular edificio, que ahora hacía de decorado, donde el pensador, el novelista, había recibido las visitas de Pandhi Nehru, H. G. Wells, Nancy Astor y Vivien Leigh, entre otros famosos. Allí, en aquella mansión, entre 1906 y 1950, año de su óbito, este genio nunca se cansó de escribir y de imaginar historias. Creó, en realidad, un teatro de contenido social, vestido de un humorismo desbordante. En el Cincuentenario de su nacimiento para la muerte, sus incondicionales le habían vuelto a recordar en aquel marco de quietud y vitola pastoril. En aquel señalado aniversario, actores, directores, empresarios teatrales y público en general, se volvió a decir que, después de William Shakespeare, “Bernard Shaw fue el más grande de los dramaturgos británicos”.
 
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