Vivencias de un tinerfeño en Inglaterra (XIII)

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Retazos de su libro Bye, bye. Vivencias de un tinerfeño en Inglaterra (1974-2004) publicado en 2006)
 
 
EL ENCANTADOR INFIERNO DE CAMBRIDGE
 
 
          La idílica, pastoril y romántica Cambridge nos recibió con un calor de “estate quieto y no te muevas”. Con tanta luz, mejor se puede contemplar sus alrededores, aquellos terrenos cubiertos de pequeños “cottages”, donde se convierte la teja en paja y ésta se encarcela con tela metálica para combatir la fuerza eólica y donde también se nos reflejaba una vez más que este país, en otros tiempos modelado para el placer de la aristocracia, ha llegado a ser el “país de las clases medias”.
 
          Hace más de cuarenta años el académico ya desaparecido André Maurois, en un delicioso libro, ya se aventuró a decir que en Inglaterra la “distribución de la felicidad” había cambiado. Algunas de las antiguas y grandes casas estaban todavía en manos de su inicial propietario, pero en muchos casos el aumento del coste de la vida y los impuestos hicieron que aquel no pudiese sostenerla.
 
          Cambridge es siempre visita obligada aunque sepamos, de antemano, que vamos a penetrar en un pequeño y encantador infierno: una caravana, una romería de visitantes de Babel; escolares, grupos turísticos, todo ello orlado con el penetrante olor yanqui de los inevitables “hot-dogs” que allí resultaban muy sabrosos porque el pan británico era blanco, crujiente, suave y apetitoso. Ese olor se iba desvaneciendo cuando nos acercábamos al guirigay de su pequeño y popular mercado de fresco pescado -el bacalao era siempre una garantía- y aromáticas fresas, que algunos canarios como puro entretenimiento, ya habían recolectado en más de un huerto familiar.
 
          Apenas, como en la “City “londinense, se veían nativos por las atiborradas calles. El bombín ya resultaba pieza de museo. Y al que se atrevía a salir con él le llamaban, al instante, “carroza”, “porcelana” o “reliquia”, que allí también se conocía el pasotismo y el lenguaje “cheli”, a su estilo. El foráneo pasaba desapercibido; siempre llevaba una bolsa de tela o un plástico; una máquina fotográfica japonesa; un paraguas -cuando intuía lluvia- y la camisa desabrochada hasta el ombligo cuando el termómetro se había vuelto como loco en aquella localidad donde el musgo, como fosilizado, aún permanecía en la austera arquitectura de la famosa universidad y edificios anexos.
 
          Por aquellas calles como tablas de planchar, muchísimas más bicicletas que coches y, por supuesto, algún que otro “taxicab” con turistas despistados que desde la ventanilla podían observar que se estaban perdiendo el espectáculo siempre emocionante y entrañable -por lo menos, para nosotros- del dúo de violín que nos deleitaba, en plena calle, con piezas de Beethoven; o aquel arpista que tras los últimos compases recogía, en la generosa funda de dicho instrumento, el cariñoso donativo de los peatones, mientras un poco más allá, una jovencita de James Bond, con mostrador portátil, nos invitaba, a grito pelado, al bocadillo y al refresco.
 
          Un pequeño consejo. Si alguna vez acuden o vuelven a Cambridge pregunten por la “Casa de las tías”, tanto si hace calor tórrido, frío glacial o temperatura primaveral. Por sólo dos libras sirven el té más relajante y reconfortante, en tacitas de porcelana china, con los clásicos “scones”, una especie de panecillo donde se unta la mermelada y la crema. Al té, por favor, no le pongan azúcar, aunque se la ofrezcan en terroncitos y morena. En vez de azúcar, un chorrito de leche. Las camareras tenían vocecillas de coro celestial y el recinto no podía ser más acogedor, con sillas antiguas, como de “la abuelita”; cuadros que mostraban hojas desecadas; fotografías ocres de familiares victorianos y mantelitos de croché de limpieza inmaculada.
 
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  MARILYN
 
 
          En las Escuelas Pías, de Tenerife, durante un periodo de positivo internado, en el curso de 1953, recuerdo que el bondadoso Padre Marcos (q.e.p.d) dejó escapar a los mayores del grupo “al cine de las seis y media”. En la cartelera del Royal Victoria (q.e.p.d.), sensual y provocativa, estaba Marilyn Monroe. La película se llamaba Niágara. El contoneo, la voluptuosidad de aquella rubia embutida en un ceñidísimo traje gualda nos desveló toda aquella noche en el internado del Quisisana, otrora hotel y, por aquel entonces, colegio con aspecto de castillo medieval, con almenas y torreones. 
 
           En el Teatro Adelphi, ubicado en el “West End” londinense, compitiendo con Evita, Cats y Song and Dance estaba, en el verano de 1983, Marilyn, un nombre legendario en el mundo del espectáculo, con sus labios rojos de lasciva, sus serpenteantes caderas y sus trajes de luciérnaga.
 
          La difícil tarea de reencarnar a la estrella más imitada de todos los tiempos se le encomendó a Stephanie Lawrence, quien precisamente ya había dejado a un lado el papel de Eva Perón, donde expuso una Evita  formidable, que tuvo estupenda réplica en la interpretada por Paloma San Basilio, en Madrid que, igualmente, nos entusiasmó.
 
          En Evita, Stephanie Lawrence cantaba, bailaba y dramatizaba; ahora, en Marilyn no sólo cumplía a la perfección idéntica y difícil trilogía sino que, incluso, convencía anatómicamente hablando, ya que la rubia Stephanie, de veintinueve años, no resultaría tan bella como el mito, pero ondulaba su cuerpo de tal manera, cimbreaba de tal forma su proporcionada figura que en más de una ocasión parecía que estábamos viendo a la mismísima caprichosa criatura que volvió tarumba, en Niágara, al amargado Joseph Cotten.
 
          En Marilyn, como en Evita, Stephanie Lawrence era el ochenta por ciento del musical donde empresarios yanquis habían invertido más de un millón de dólares en un espectáculo llamado a competir con otros éxitos consolidados en Londres, aunque en la velada veraniega a la que asistimos, muchas de las butacas estaban vacías, coyuntura que por primer vez observábamos con cierta extrañeza ya que en aquella época del año, debido a la masificación turística, para garantizar el acceso a los más renombrados espectáculos, había que hacer las reservas con meses de antelación. Por ejemplo, para el musical Cats, las entradas estaban agotadas hasta el próximo mes de diciembre.
 
          Como simple espectador, Marilyn nos resultó un musical muy interesante, con una iluminación excepcional y un sonido insuperable, donde el travelín era otro destacado protagonista ya que desde éste, John Christie -en una actuación muy convincente- iba narrando, como cameraman de las películas de Marilyn Monroe, las dos partes en que se dividía este musical: la primera se refería a la leyenda cuando sólo era Norman Jean Baker, aterrorizada ante la idea de crecer y llegar algún día a ser vieja y fea. La segunda, que comprendía desde Joe Di Maggio hasta Arthur Miller -músculo e intelecto-, abarcaba la estampa en que la diosa del cine conseguía el poder y concluía trágicamente su vida -¿accidente, suicidio o asesinato?-
 
          Como simple espectador intuimos que en Marilyn sobraban los últimos minutos donde el teatro se convertía en pura sala cinematográfica con una cama, un teléfono y una actriz acabada y barbitúrica que se quedaba sola, olvidada, en el más escalofriante anonimato, que parecía ser pauta obligada para muchas de las estrellas que un día brillaron en un firmamento de indiferencia.
 
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