Vivencias de un tinerfeño en Inglaterra (XI)

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Retazos de si libro Bye, bye. Vivencias de un tinerfeño en Inglaterra (1974-2004) publicado en 2006).
 
 
“El cup of tea” y “Evita”
 
          Se ha dicho hasta la saciedad que en Inglaterra se come mal. Pero a primeras horas del domingo nos dice la señora de la familia donde estamos hospedados:-¿Quieren desayunar fuerte?
 
          Y tras la rápida afirmación por aquello de que en cuestión de alimentos, en estas tierras, y por respeto al estómago, jamás se puede decir que no, vimos con cierta sorpresa que en un enorme plato y, además, hirviendo, nos servían judías dulces, champiñones, una rodaja de pan y un huevo frito; y el inevitable “cup of tea”, descubriendo que la materia prima de la mermelada, la naranja amarga, era adquirida a los sevillanos por los británicos, que las envasaban, las consumían y, el resto, nos las vendían como mermelada.
 
          El almuerzo, para los españoles, parecía al principio como una broma o como un engaño ya que te “despachaban”, de una a una y media de la tarde, con un sándwich vegetal, tres galletas, una fruta y un vaso de refresco. Y a eso de las tres de la tarde, el “cup of tea”, o sea un té con un poco de leche.
 
          A eso de las seis de la tarde, cuando aún el sol entraba de lleno en el luminoso comedor, se acomodaba la familia y a cada comensal se le servía un solo plato que parecía el sueño de un vegetariano: pimientos rojos, tomates, jamón York, papilla, beterrada, apio, rodajas de huevo duro y lechuga. 
 
          ¿Y saben ustedes una cosa? Pues que tras engullir tan frugal cena el estómago quedaba satisfecho y más tarde nos percatábamos de que había sido sumamente digestiva aunque debía complementarse con el último “cup of tea” del día, con el té de las nueve o diez de la noche, con mucho más té que leche, sin azúcar, muy caliente, otorgándole el suave dulzor cualquier tipo de galleta donde los ingleses tanto se esmeran, ya sea con relleno o sin él.
 
          Sólo allí, en Gran Bretaña, entre sorbo y sorbo, sin ladridos de perros ni coches; con el lejano trepidar del tren que luego se ocultaba bajo una luna llena, esta infusión sabía como en ninguna otra parte del mundo. Unos achacaban este sabor sin igual al método empleado, que algunas veces era puro rito; otros, al agua; la mayor parte, a la leche, que nunca era en polvo, lo que sería de pecado mortal tras comprobar aquellas manadas de vacas pastando sin cesar sobre aquellas alfombras de fresco pasto.
 
          Sea por lo que sea, lo que sí podemos afirmar es que en aquellas localidades periféricas de Londres, llámese Hemel Hempstead, Ware o Welwyn Garden City, esperábamos, “el té de las nueve” como una bendición especial. Era la única manera de olvidarnos por completo de la televisión, que allí, en el Reino Unido, tenía una nitidez que impresionaba, pero que en verano te asaetaba con interminables sesiones de “cricquet”, caballos y películas de terror. Era la única manera, por ejemplo, de apreciar y gozar intensamente las sutiles cadencias sonoras del irlandés James Galway que con una flauta de milagro nos brindaba un “long-play” inolvidable, oído en torno a una familia que nos había brindado el difícil sello de “saber escuchar” y hablar en el momento justo y necesario. También, en torno a aquel “cup of tea” y pastas, volvimos a escuchar en la conserva del casete la ópera “rock” “Evita”, que días antes, en el abarrotado “Prince Edgard Theatre”, nos había producido gran impacto con la excepcional interpretación que de “Che” Guevara había hecho Mark Ryan, que en cierto modo oscureció la actuación de Stephanie Lawrence (Evita, más actriz que cantante; y la de John Turner, un Perón de idéntico físico pero estático y como incómodo en el escenario). La orquesta, los efectos de la luz y la acústica eran, simplemente, increíbles.
 
          El público, al final de la obra, estuvo, de pie, como unos cinco minutos, aplaudiendo a aquella criatura musical parida por el dúo Tim Rice y Andrew Llody Webber, los mismos padres del ya legendario “Jesucristo Superstar”.
 
Menos un londinense, todo en Oxford Street
 
          Lo mejor que podíamos descubrir en Gran Bretaña era su campiña; sus pueblos más recónditos, donde parecía que el tiempo había permanecido estático; con sus “cottagges”, fondas y tabernas (“pubs”) con carteles de variopintas figuras que servían, nos apuntaban, como punto de referencia a los analfabetos de antaño.
 
          Contemplar aquellas amplias llanuras con un verde cuajado de frescura y vida, nos hacía olvidar incluso aquella evidente monotonía. Se olía a hierba fresca, a tierra húmeda, a fragancia de flores, que algunas veces percibíamos, en cortísimos intervalos de tiempo, cuando nos convertíamos en esporádicos y circunstanciales jardineros de nuestras macetas de terraza provinciana. Se respiraba hondo para inundar unos pulmones sentenciados por varios olores y humos.
 
          Una vez más nos había sorprendido la rígida campaña que allí se venía sosteniendo contra el tabaco. En televisión no habíamos visto ni un sólo “spot” publicitario antes de las once de la noche. Y después de las once, sólo propaganda de puros y tabaco para pipas. En algunas cajetillas de cigarrillos, y con la advertencia del Ministerio de la Salud, estas frases lapidarias: “Seguir fumando puede costarle a usted más que dinero”. “Estos cigarrillos pueden dañar seriamente su salud”. En el bar del aeropuerto de Heathrow pudimos leer en un cartel: “Usted está ahora en el área de los no fumadores…”. Ya eso lo comprobábamos en las postrimerías del estío de 1980.
 
          En estas largas y frondosas praderas se podía contemplar aquel vivificante espectáculo de centenares de vacas rumiando un alimento que parecía no acabarse nunca. Cuando soplaba la brisa se les veía pastando en la misma dirección, a favor del viento del noroeste, con ejemplar disciplina. Sólo bastaba darle un pequeño giro a nuestra vista para extasiarnos ante aquellos campos de prolíficas cosechas: la henchida y vibrante espiga de trigo; la sumisa fresa; la frambuesa y mora, que ellos, los británicos, recolectaban como fruta y para vino de mesa en un alarde de previsión y de ahorro para épocas de rigurosos inviernos; esa época de las “vacas flacas”. Campos que, sin embargo, no llegaban a cubrir las necesidades del mercado interior con aquella agricultura de espejismo. Con aquel clima benigno pero tiempo malo que dejaba muy a menudo en entredicho a los técnicos meteorológicos, que anunciaban intervalos de sol y ambiente seco y terminaba en truenos, rayos y relámpagos; con una lluvia de Arca de Noé que apenas se apreciaba en las calles por un drenaje como para pedir recortes de éste.
 
          Y de vuelta a la localidad, al pueblo, pudimos comprobar que durante un mes no habíamos visto perros ni gatos muertos en las autopistas: o no los atropellaban o los retiraban y recogían inmediatamente tras la mortal colisión. Autopistas que por las noches tenían un aspecto felino con aquellos “ojitos de gato” que como línea central marcaban perfectamente los límites.
 
          Estábamos lejos y cerca de aquellos siete millones y pico de habitantes de Londres, donde las ambulancias y los coches de la policía parecían estar compitiendo todo el día en velocidad y sirena por la asfixiante Oxford Street, donde un sábado usted encontraba de todo: chinos, japoneses, pakistaníes, árabes, sudamericanos, españoles… Todo menos un londinense.
 
La “Wimpy”, paraíso de la hamburguesa
 
          ¿Dónde solían ir aquellos escolares que todos los años invadían las localidades periféricas de Londres para aprender el idioma, conviviendo con familias británicas durante espacios de tiempo que abarcaban desde un mes hasta seis semanas?
 
          El paraíso gastronómico de estos estudiantes era la “Wimpy”, negocio gastronómico incrustado en todo el mundo pero de forma muy especial en Inglaterra, su cuna, donde había proliferado en la década de los 80 del siglo pasado. Era, por supuesto, el paraíso de las hamburguesas, que presentaban de muy diversas maneras en platos que “entraban por los ojos”.
 
          Sus cocineros acostumbraban a ser chinos; y turcos y pakistaníes, los camareros, de camisa blanca, chaleco rojo y pantalón negro. Era muy difícil de encontrar camareras, pero las había, que llevaban blusa blanca, falda negra, delantal y gorrita albiroja. Predominaba en estos establecimientos el color rojo con el resto del arco iris en las sillas y mesas de plástico. De plástico eran también los helechos que colgaban de unos techos blancos y muy bien iluminados.
 
          La numerosa concurrencia hacía cola en las horas punta para engullir unos platos que se despachan con gran celeridad después de verlos perfectamente explicados y fotografiados en carteles verticales y plastificados, donde el precio de cada plato era tan primordial como el colorido de los manjares.
 
          No estamos intentando hacerle publicidad a la “Wimpy”. Estas líneas vienen a ser como un pequeño homenaje para aquellos estudiantes que nada más llegar a aquellas localidades, y aprovechando la primera estancia de convivencia con sus compañeros, se apiñaban en estos establecimientos armando una algarabía muy particular.
 
          Se comía con facilidad; eran “alimentos ligeros, sin trampa ni cartón, estandarizados”. Aún, ni remotamente, se conocía lo de “fast-food” (comida rápida), lo de “comida basura”... Desde hacía algunos años el menú parecía inalterable: por eso todo el mundo lo conocía al dedillo. El gremio infantil solía encandilarse con el “Knickerbocker Glory”, abundante mantecado de frutas y galletas, que se saboreaba con una cucharilla con aspecto de diminuto remo; o con el “Banana Long Boat”, donde el plátano parecía una góndola surcando aguas polares. El “cup of tea” costaba treinta y tres pesetas; el café con leche, cuarenta y ocho; un vaso de leche, treinta y siete y, de Coca-Cola, cincuenta y cinco...
 
          Había muchachitos que se conformaban con pedir una “Portion of Chips” (simples papas fritas), rociándolas o mojándolas en salsa de tomate; y con la ayuda de un pan esponjoso y sabroso, solían quedar satisfechos. Este “menú” no les costaba más de cincuenta pesetas.
 
          La “Wimpy”, por supuesto, admitía toda clase de público; pero el gremio infantil y juvenil le otorgaba un sello original. La relación de platos, que muchos escolares conocían tanto como el “Big Ben”, tenía un múltiple anaquel, donde a la socorrida hamburguesa le acompañaba, en dichos platos, una salchicha, una rodaja de tomate, lechuga, “bacon”, lomo, huevo frito y papas fritas con sus correspondientes salsas, no descartándose el pescado empanado. Ningún plato excedía de las trescientas pesetas; y el más barato, doscientas. Observarán que no eran precios de saldos pero, insistimos, en los albores de aquella década de los 80, seguía siendo el paraíso gastronómico de aquellos escolares que querían echarse “una canita al aire”.
 
Las “antenas de caracol”, otra ingenuidad yanqui
 
          En Londres, en aquella capital de la innovación, se podía comprobar la falta de imaginación que parecía envolver al mundo. Por aquella época, la moda juvenil, importada de la ingenuidad yanqui, estribaba en lucir unas “antenas de caracol”, rematadas por corazones y plumajes, que le otorgaban al portador un aire de dibujo animado.
 
          Las bombas que, en el verano de 1981, salpicaron de sangre y muerte los aledaños de Regent y Hyde Park, apenas inquietaron a la masa humana que seguía deambulando por aquellos contornos enfrascada en su aire fatalista y resignado. Pasear sin sol, sin viento, sin lluvia y libre de paquetes por Oxford Street, era algo impagable. Con la música de fondo de unas sirenas de película de Al Capone, la interminable caravana de taxis azabaches; las peculiares estructuras de los autobuses rojos y, en las calles transversales, respetando la prohibición de circular por la vía principal, la irrupción de aquellos coches particulares, largos como anacondas, llenos de tules, sedas y antifaces que olían a petrodólares.
 
          Fruterías ambulantes, con techos de trapo y cartón, localizadas en cada rincón estratégico exhibían esas dagas amarillas de los plátanos de Israel y esas manzanas rojas y lustrosas de bruja de Blancanieves; mangos sin fibra que se vendían como algo especial y mágico, todo ello distribuido y presentado con tal acierto “que entraba por los ojos”, gestando la sonrisa de aquel vegetariano que con pancarta y canción quería conducir al mundo por el camino de la fruta y de la verdura...
 
          Era un calidoscopio de interminables figuras donde muchos se preguntaban dónde defecaban las nubes de palomas que revoloteaban por Leicester Square, entonces con la fornida figura de Sylvester Stallone, que producía, dirigía y protagonizaba su “Rocky III”.
 
          ¿Quo Vadis, Soho londinense? Lo porno, evidentemente, había decaído. Ahora predominaban los “amusements” (tragaperras y derivados) y las enormes tiendas de discos. Los candelabros fálicos de los sex-shops eran productos trasnochados al igual que otros “atributos del amor”, que a pesar de su obsolescencia aún seguían vigentes para un estrato determinado de chinos, pakistaníes y árabes que ponían ojos de lascivia ante las muñecas hinchables, con la inconfundible etiqueta roja de los sensuales labios de Marilyn, formando la “o”, no del estupor sino de la provocación.
 
¡El Támesis inunda londres!
 
          Cuando en el Támesis la marea era mezquina, resultaba difícil explicarse el aviso que figuraba por todas partes en la capital británica, al pie de un montaje fotográfico, que parecía el anuncio de una película de catástrofe, que decía: “Londres puede inundarse en cualquier momento”. Y en pleno mes de julio de 1981, más difícil, ya que hacía como quince días que no caía una gota de agua por aquellos contornos, aunque los prados, y las interminables superficies de césped conservaban, insólitamente, un verdor  especial.
 
          Una sugerencia, un consejo, puede que una súplica: no se le ocurra embarcarse desde la Torre de Londres si tiene intenciones de visitar, por ejemplo, Greenwich, la ciudad del famoso meridiano, aunque se olvide un poco su excepcional museo marítimo y su célebre “Royal Naval Collage”. Y menos aún se embarque cuando la marea esté baja porque es como si le invitaran a ir a un matadero municipal cuando están descuartizando y destripando a los animales de turno. Sobre un río achocolatado, de dudosa pesca y olor no precisamente de Floris, se ofrecía a nuestras miradas un panorama desolador de embarcaciones con panzas de gabarras y riberas que parecían mugrientas playas de arena grisácea, con brillo de lodo, impregnadas por el musgo formado por unas aguas que ahora habían cogido otros derroteros. Los gruesos troncos que sostenían industrias y empresas de variadas etiquetas, se nos antojaban como peculiares palafitos de una tribu muy “sui géneris”, cuyos habitantes parecían esconderse tras aquellas paredes carcomidas; tras aquellos muros horadados por la humedad y por la desidia humana. Parecía el cementerio naval de una potencia que ahora se conformaba con barquichuelas de cercanías y de cabotaje. Allí parecía reposar para siempre lo que fue crucero, lo que fue corbeta y lo que se denominó trasatlántico de lujo. Alguna que otra gaviota revoloteaba sobre nuestra descuidada barcaza en búsqueda desesperada de algún pececillo perdido y asfixiado en esta agua dulce con la vitola de la amargura. ¿Y decían que aquí, en el Támesis, se podía pescar, incluso, salmones?
 
          Sólo faltaba la especial sintonía de algunas composiciones de los Pink Floyd para darle musical funeral a estos alrededores que los británicos no deberían enseñar a sus turistas, que ya tienen con las películas de Boris Karloff y Alfred Hitchcock, invitados nocturnos en la televisión del Reino Unido que por aquel entonces, en capítulos, nos estaban ofreciendo sus restos de imperialismo con las Malvinas, que ellos, lógicamente, llamaban Falkland.
 
          Menos mal que aquel panorama como de historias para no dormir fue suavizado y ahogado –nunca mejor dicho- por el gremio estudiantil isleño que, una y otra vez, interpretó el inevitable “esta noche no alumbra” con alguna que otra incursión de “…allá en el Rancho Grande” que, algunas veces, seguían tatareando en los politécnicos y colegios de Ware, Hatfield, St. Albans y Hemel Hempstead.
 
          Pues sí, el Támesis puede inundar Londres en cualquier momento. La situación no era nueva. Hubo ya inundaciones y la última, en 1953, costó la vida a un buen número de británicos sureños. Los geólogos han comprobado que Londres, construido sobre suelo arcilloso, se hunde progresivamente. En general, toda la Isla bascula hacia el mar a razón de tres centímetros por decenio. Los científicos han vuelto a recordar que en cien años las mareas han subido en Londres más de sesenta y seis centímetros.
 
          Para que los londinenses supiesen el riesgo que corrían, el municipio, en el mencionado montaje fotográfico, presentaba a la abadía de Westminster en el agua. A ese entrañable símbolo de la capital británica, el “bus” rojo de dos pisos, conocido como el “routmaster”, se le presentaba surmegido hasta media altura y, las calles, surcadas por botes neumáticos...
 
          Lo mismo que Tokio teme los terremotos, Londres teme al río. Según el ayuntamiento del Gran Londres, todo el que viva a menos de tres kilómetros del Támesis está en peligro. El británico o es tétrico por temperamento o es práctico por experiencia. Por televisión nos explicaban, en un prodigioso documental, lo que le podía ocurrir a Londres si el enemigo lanzase en pleno Picallly Circus una bomba nuclear. Y con lo del Támesis, añadían los expertos: “Si se produjera una inundación sería la mayor catástrofe natural conocida en Londres desde el incendio de 1666”.
 
          A pesar del panorama, los turistas seguían agolpándose en los comercios de Oxford Street y los estudiantes españoles, franceses y tunecinos acudiendo a los diferentes centros docentes de la periferia de Londres para conocer “in situ” la lengua de Margaret Thatcher. No les importaba la “niebla asesina” londinense; ni las posibles inundaciones, desbordamientos e inminentes bombardeos nucleares...
 
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