El adiós al gran General, al buen hombre (Relatos del ayer - 24)

 
Por Jesús Villanueva Jiménez  (Publicado en la Revista NT de Binter en su número de junio de 2018).
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          Acababan de darle la triste noticia: "El general Gutiérrez ha fallecido". Apesadumbrado, el teniente Grandi se llegó hasta el baluarte de Santo Domingo, a la derecha del castillo de San Cristóbal, puesto del que era comandante. Miró al Atlántico en calma, plateado por el sol de aquel  15 de mayo de 1799. Posó la diestra sobre el bronce frío del cañón El Tigre. Recordó la ocasión en la que don Antonio se le acercó y de manera amable e informal le dio conversación, en el mismo lugar en que se hallaba.
 
          "—¿Cómo se llama vuestra merced, teniente? 
 
           —Francisco Grandi Giraud, mi general. 
 
          —¿Es vuestra merced nacido en Santa Cruz, Grandi?
 
          —En La Laguna, mi general. Aunque mi sangre es mitad andaluza, mi padre es gaditano. Mi madre es lagunera, como yo.
 
          —Sin duda, tiene Canarias sangre de todas partes de España —apuntó Gutiérrez. Luego miró de nuevo el cañón El Tigre y lo palmeó varias veces—. Buen bronce, sí señor... Me temo, Grandi, que tendrá que rugir en breve, y espero que muerda con rabia."
 
           Recordaba aquellas palabras como si las hubiera escuchado hacía un rato. 
 
           En ese instante, de las dependencias del castillo salían, camino de casa del General -en la calle San José, esquina con San Francisco-,  el coronel jefe de Artillería don Marcelo Estranio, el teniente coronel del Batallón de Infantería don Juan Guinther, el jefe de Ingenieros, coronel don Luis Marqueli y don Juan Ambrosio Creagh y Gabriel, capitán de Infantería y ayudante secretario de Inspección. Expresiones de pesadumbre en aquellos rostros. Todos apreciaban mucho a don Antonio. Todos lo admiraban. A la altura de la Plaza de la Pila, a los pies de la imagen de la Virgen de Candelaria, a ellos se unieron el Alcalde Real, don José Antonio de Zárate Penichet, y el escribano público don Matías Álvarez, que lo acompañaba. De la calle de la Marina llegaba el comerciante don Pedro Forstall, y más atrás se veía al también empresario don José María Carta. A la comitiva improvisada se habían sumado chicharreros de toda condición: pescadores, artesanos, gangocheras, aguadoras y lecheras. Melquíades cerró la herrería, y con su amigo Efigenio, el carbonero, y el arriero Isidoro se encaminaron a casa del viejo General.
 
          Una multitud se había congregado en silencio, a las puertas de la morada de don Antonio. Sólo accedieron al interior las autoridades civiles y militares, a quienes recibieron el Vicario don Santiago Bencomo y don Pedro Gutiérrez, sobrino del difunto. Todos recordaron en aquellos momentos la victoria santacrucera sobre los británicos de Nelson, ejército y pueblo guiados por su Comandante General, el 25 de julio de 1797; y muchos su intercesión en la consecución del otorgamiento Real al lugar de Santa Cruz, dada la gloriosa defensa realizada por ésta contra las fuerzas invasoras inglesas, del privilegio de villazgo, con la denominación de Muy Leal, Noble e Invicta Villa, Puerto y Plaza de Santa Cruz de Santiago. 
 
          Ahora, a sus sesenta y ocho años de agitada vida, el viejo General descansaba en paz. 
 
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