Leopoldo O'Donnell El precursor de nuestras actuales intervenciones en el exterior.

 
A cargo de Emilio Abad Ripoll  (Pronunciada el 20 de noviembre de 2017 en el CHCM de Canarias, Almeyda, Santa Cruz de Tenerife).
 
 
 
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          Si uno fuese un viejo cura, que, aunque sí viejo y abad, no lo soy, podría empezar, como los de mi quinta recordamos haber oído muchas veces en “tiempos preconciliares” desde los púlpitos. Es decir soltando con voz vibrante un latinajo: “NIHIL  NOVUM  SUB  SOLE”, para luego traducir lentamente fijando una seria mirada en los fieles: “NADA  NUEVO  BAJO  EL  SOL”.
 
          Pero también podría comenzar  con algún comentario relativo a lo lista que se cree la gente joven cuado nos explican a los mayores determinados aspectos o situaciones de la vida,  aspectos y situaciones ampliamente conocidos y vividos por nosotros, aunque, al parecer de los jóvenes, desconocidos o muy mal gestionados por  nuestra generación. Por otra parte, seguramente igual que hicimos nosotros hace 50 ó 60 años.
 
          Y, ¿a qué viene esto? se preguntará alguno. Paso a explicarme. En España el pueblo se siente hoy, en su gran mayoría, orgulloso de sus FAS; opinión sustentada especialmente en su extraordinario comportamiento en las operaciones más allá de nuestras fronteras que son ahora parte muy importante de la actividad de los Ejércitos españoles.  
 
          Los políticos arriman el ascua a su sardina, justificando ese estado de opinión en que ello se debe muy especialmente a que, desde hace 40 años, más o menos, esta nueva y democrática España se ha vuelto a integrar en la vida normal de los demás países. Ignoran, u obvian -mintiendo como bellacos- que es precisamente desde hace unos 30 años  (menos quizás, desde la desaparición del Telón de Acero para ser más concretos), cuando se ha desatado esta ola de intervenciones fuera de las fronteras propias que nosotros, y muchos otros países, hemos empezado a desarrollar.
 
          Pero, volvamos al viejo cura y su  NIHIL NOVUM SUB SOLE. A lo largo de toda nuestra larga y, para muchos, desconocida Historia, sin tener en cuenta los tiempos de la colonización americana o en el Pacífico, ni las guerras de Italia del XVI,  ni las guerras imperiales en el centro y norte de Europa, ni las del Protectorado, ni Ifni, ni Sahara, etc. han sido muchas las ocasiones en que nuestras Unidades han salido fuera: unas veces con las armas, por ejemplo para proteger al Papa, cuando Italia se estaba formando allá por los años 40 del siglo XIX; otras veces con medicinas, brazos, picos y palas para ayudar en desastres a países vecinos (el terremoto de Agadir en Marruecos o las inundaciones de Túnez, en los 50 del siglo XX), otras con equipos médicos, como en Vietnam diez o quince años después
… 
          Por eso, cuando el general González Arteaga y el profesor González Pérez me propusieron  hablar algo sobre el teniente general  O’Donnell se me ocurrió la idea de que podría centrar la charla en la importante guerra de Marruecos de 1860, cuando el chicharrero Leopoldo O’Donnell era Presidente del Consejo de Ministros de España. Además sabía que en nuestra Biblioteca Militar hay un maravilloso libro titulado Atlas histórico y topográfico de la Guerra de África sostenida por la Nación española contra el Imperio marroquí (1859-1860), editado por el Estado Mayor Central del Ministerio del Ejército, que supone una fuente inagotable de datos, croquis, etc.
 
          Así se lo dije a los codirectores de la Cátedra, y a ambos les pareció bien la propuesta, de modo que me dispuse a trabajar. A mí me gusta empezar por los antecedentes, por lo que acudí, valga la inmodestia, a un sencillo y esquemático trabajo de Historia de España que fui redactando en los años en que formé parte del profesorado de una Academia Preparatoria para ingreso en las Academias Militares de los tres Ejércitos, que auspiciada por Capitanía funcionó, y muy bien, en Santa Cruz allá por los años 80 del siglo pasado. Y allí, repasando la época en que O’Donnell era Presidente del Gobierno, me tropecé con las cinco intervenciones militares en el exterior y superpuestas en el tiempo, en aquel período de cinco años que iban de 1858 a 1863: Cochinchina, Marruecos, Méjico, República Dominicana y el Pacífico.
 
          Entonces “cambié el chip” y pensé dedicar la charla a repasar brevemente esas cinco  “salidas al exterior”, en gran parte desconocidas, y dejar para otra ocasión, si la Cátedra no decide expulsarme y lo cree conveniente, el entrar de lleno y en detalle en una de ellas, la Guerra de Marruecos de 1860.
 
          De ahí el título de O’Donnell como precursor, impulsando -e incluso participando personalmente en una de ellas- las intervenciones en el exterior, predecesoras de las numerosísimas que hoy en día reportan honor y gloria a nuestros actuales Ejércitos. Vamos a ello.
 
La época de O’Donnell
 
          No hay tiempo para explicar las causas -además, estoy seguro de que todos ustedes las conocen- por las que O’Donnell llegó a ser, en tres ocasiones, Presiente del Consejo de Ministros, o sea del Gobierno, de España. Sólo quiero destacar en el marco de aquel convulso siglo XIX español la época en que ejerció ese cargo, cuando era el líder de un partido llamado Unión Liberal que prácticamente desapareció con su fallecimiento. La Unión Liberal aglutinó en aquellos momentos a los más moderados de los liberales y a los más liberales de los moderados, es decir que era un partido más o menos de centro con gentes de diversas procedencias y pelajes políticos., en gran manera desengañados de los extremismos y dogmatismos.
 
          En pantalla vemos ahora un esquema político de todo el siglo XIX y en él les señalo lo que se llegó a llamar “la época de O’Donnell” o el “gobierno largo de O’Donnell”, precisamente coincidente con los momentos en que se van a desarrollar las intervenciones en el exterior que vamos a tocar a partir de ahora.
 
          Vamos a empezar por orden cronológico, pero nos saltaremos la segunda, la de Marruecos, para hablar de ella en último lugar, además de que para mí fue la más importante, dejar así la puerta abierta para esa hipotética futura charla en que la trataríamos con la extensión que se merece.
 
 
LA  INTERVENCIÓN  EN COCHINCHINA (1858-1862)
 
          Es este hecho, esta “intervención en el exterior”, uno de los más desconocidos de nuestra Historia militar. ¿Quién recuerda hoy que en 1859 (precisamente cuando se acercaba a pasos agigantados la guerra con Marruecos) unos españoles tomaron Saigón, combatieron en lo que hoy es Vietnam, y hasta desembarcaron por las mismas playas en que, 105 años después, lo harían los marines norteamericanos en una guerra de la que sabemos infinitamente más que de la expedición a Cochinchina del coronel Bernardo Ruiz de Lanzarote y el comandante Palanca? Para obviarlo recomiendo el libro del general Luis Alejandre titulado La guerra de Cochinchina. Pero, ¿qué territorio era la Cochinchina?  Lo vamos a ver en ls dos siguientes proyectables: Este es un mapa francés de 1900, y en él vemos lo que entonces era Cochinchina, hoy absorbida por Vietnam, como se observa en esta imagen de Google.
 
          Una vez más o menos situados, vamos a hablar un poquito de aquella acción. España tenía en su poder las Filipinas y los misioneros españoles, junto a los franceses, hacía años que habían dado un salto al continente asiático e intentaban evangelizar a los indígenas. Pero el tema no era sencillo. 
 
          El salvajismo de los naturales no era fácil de domeñar, y así, en 1858, se quemaron iglesias, se destrozaron colegios, se arrasaron las misiones y fueron asesinados varios misioneros de ambos países, pero sobre todo levantó la indignación la decapitación de un obispo español, el dominico Fray José María Díaz Sanjurjo. 
 
          En Francia, Napoleón III, al que seguramente le importarían algo las muertes de algunos de sus compatriotas y, desde luego, ni un bledo las del obispo y misioneros españoles, vió en los hechos el “casus belli” con el que soñaba. Inglaterra, que ya se había expandido por la India y lo estaba haciendo en China, no dejaba meter más manos en la olla de riquezas que suponía el dominio del comercio asiático. Con el pretexto de castigar aquellas muertes, Francia podría poner pie en Indochina, contrarrestar el predominio inglés en Asia y el emperador reforzar su posición política interior.
 
          España contactó con Francia y se comprometió a colaborar en una expedición de castigo. En diciembre de aquel 1858, el gobierno francés pidió al español un contingente de entre 1.000 y 2.000 hombres. Lo cierto es que, desde Madrid, con los crónicos problemas políticos, no se actuó de muy buena gana, pues aquello parecía un problema relativamente importante, pero también demasiado distante como para implicarse en un compromiso serio.
 
          Pese a todo se decidió colaborar con 1.650 hombres, en buena parte tagalos, segregándolos de la guarnición de las Filipinas, desde cuya Capitanía se protestó alegando que ya tenían escasas fuerzas para defender las más de 5.000 islas del archipiélago de los frecuentes ataques piráticos y los conatos rebeldes, por lo que aquella disminución del personal disponible empeoraría la situación. Encima, todo auntaba a que el contingente iba a apoyar los posibles intereses de Francia en el continente. También se aportaba a la empresa el vapor de guerra Jorge Juan, al que en 1860 se unirían la corbeta Narváez y la goleta Constancia.
 
          Aquí falló claramente nuestro Gobierno. Simplemente se pusieron los hombres a disposición de Francia, bajo un mando francés, sin órdenes claras al Coronel Bernardo Ruiz de Lanzarote que mandaba nuestras Unidades (un Regimiento de Infantería de línea, dos Compañías de Cazadores, tres secciones de Artillería, y algunas fuerzas auxiliares) y sin tan siquiera designar un representante político para el caso de que se llegase a negociaciones, como era de esperar, con los naturales.
 
          El 1 de enero de 1859, los aliados bombardeaban el fuerte de Turan y desembarcaban por su bahía. Pese a la feroz resistencia de los naturales el avance prosiguió y el 17 de febrero del mismo año se conquistaba Saigón. Fueron el comandante Palanca (quien, por cierto, andando el tiempo, sería Capitán General de Canarias) y un puñado de soldados españoles los primeros que lograron entrar en la fortaleza de la capital enemiga.
 
          Y como va a ocurrir en todas estas “intervenciones en el exterior” que estamos repasando, las bajas por enfermedad superaron con creces las producidas en combate. Pero el signo de la campaña era victorioso, aunque el crecido número de bajas en los aliados hizo que Napoleón III autorizase al almirante Grenouilly a que iniciara las negociaciones de paz que reclamaban los annamitas (conversaciones en las que el francés no permitió la presencia de los españoles).
 
          Pero semanas después, la tregua (aprovechada por los naturales para rearmarse y reorganizarse) se rompió y las hostilidades continuaron. En septiembre de 1859 llegó un nuevo jefe francés, el contralmirante Page, muy celoso de la vida de sus hombres (de los franceses se entiende) pues siempre colocaba a las fuerzas españolas en el primer escalón de cada asalto. Tanto el coronel Ruiz de Lanzarote, como el comandante Palanca (que le sustituiría en el mando al regresar aquel a Filipinas) se habían percatado casi desde el principio de las verdaderas intenciones francesas e informaron en varias ocasiones a sus superiores, sin resultado alguno.
 
          Cuando tras casi dos años más de luchas y muerte fueron cayendo los últimos puntos fuertes del enemigo, y el final de la guerra se aproximaba, Page ordenó, sin ni siquiera comunicárselo al gobierno español, que nuestras Unidades (apenas sobrevivían tan sólo 200 hombres) se reembarcaran rumbo a Manila. Y la paz se firmó, para más escarnio sin presencia española, el 14 de abril de 1862.
 
          Resultado de la aventura: Francia conseguía su objetivo: Ponía pie en Indochina y durante más de 80 años  iba a controlar el comercio con lo que hoy son Vietnam, Camboya y Laos. Nosotros volvíamos con muchos menos hombres y con las manos vacías. Según Becker "España procedió con verdadera candidez, de lo cual se aprovechó Francia para recabar todas las ventajas".
 
          Tan solo nos queda allí un pequeño territorio, un cementerio, leo que en el centro de Vietnam, casi oculto por una tupida maleza en el que 32 tumbas y algunas lápidas semidestrozadas son el testimonio de que, al igual que algunos de nuestros soldados fueron los últimos de Filipinas, también otros fueron los primeros de Cochinchina.
 
 
LA REPÚBLICA DOMINICANA VUELVE A ESPAÑA (1861-1865)
 
          Mucha gente sabe donde está la caribeña isla de Santo Domingo, e incluso algunos habrán ido a pasar unas vacaciones en la República Dominicana. 
 
          Es posible que algunos menos sepan que fue bautizada como La Española al ser descubierta por Colón y los suyos en el primer viaje. Quizás menos gente conozca que la isla está dividida en dos partes y que cada una constituye un Estado distinto: la citada República Dominicana  y la paupérrima Haití.
 
          Posiblemente aún menos sabrán que toda la isla fue española hasta 1697, en que, por el Tratado de Ryswick, España cedió a Francia (cuyos bucaneros y piratas eran de facto los dueños de esa parte) lo que hoy es Haití.
 
          Y seguro que todavía será menor el número de los que tengan conocimiento de que, al firmarse en 1796 el Tratado de Basilea que ponía fin a la guerra del Rosellón, España cedió nuestra parte de la isla a Francia. Por cierto, estoy seguro que, pese a los esfuerzos de Juan Carlos Cardell para darlo a conocer en un libro que publicó hace pocos años (La Palma francesa y otros…) aún habrá menos gente que sepa que, gracias a un tinerfeño, el portuense Domingo Iriarte, quien fue el representante español en las conversaciones para la firma de aquel Tratado, no perdimos La Palma en lugar de aquella mitad española de La Española (y valga la redundancia).
 
          Pero, el porcentaje será aún muchísimo más ínfimo si buscamos quienes conozcan que aquella parte cedida en 1796, y que luego seria la República Dominicana, se reincorporó a España en 1808 y otra vez en 1861, en ambas ocasiones a petición de sus propias autoridades. De esta última reincorporación vamos a hablar brevemente.
 
          Tras diversas vicisitudes que no tenemos tiempo para relatar y, además no vienen hoy al caso, nació en 1844 la República Dominicana en la parte española de la isla. Sus gobernantes, empezando por el principal, un rico hacendado mulato llamado Pedro Santana, lo hicieron francamente mal, y cuando estaban a punto de ser ocupados por los haitianos, en 1858, pidieron ayuda militar a España.
 
1861. La segunda reincorporación
 
          Los norteamericanos amenazaban con la invasión si la ayuda española se producía, de modo que Santana, “motu proprio” en marzo de 1861, izó la bandera de España en las antiguas fortificaciones de Santo Domingo. El 19 de mayo, el gobierno español aceptó la anexión; sin que se produjese más reacción internacional adversa que la de los EE. UU., en aquellos momentos con poca capacidad de actuación por estar envueltos en su propia Guerra de Secesión.
 
          En España se produjo un momento de exaltación patriótica. ¡Ahí era nada que una parte de la España de América quisiera retornar al hogar materno! Desde Cuba, y bajo el mando del Comandante General del Apostadero de la Habana, Joaquín Gutiérrez de Rubalcaba, una flotilla de dos vapores de ruedas, tres fragatas de hélice y un buque de transporte llevó rápidamente a La Española el primer contingente. Luego irían otros a lo largo de los 4 años de guerra. 
 
          Pero las cosas no rodaron bien. Santana no era precisamente un hombre querido por parte de los dominicanos y muchos creyeron que la anexión a España, con Santana más o menos en el poder allí, no supondría nada nuevo. Los independentistas comenzaron una guerra muy dura, en la que el contingente español enviado desde la Península y Puerto Rico, si bien al principio obtuvo algunas victorias, tuvo que ir replegándose a determinadas posiciones fuertes ante la imposibilidad de dominar la isla. Y más bajas que la guerra volvieron a ocasionar las enfermedades tropicales. En algún lado, pero no he podido reencontrar donde, leí que sufrimos unas 10.000 bajas, lo cual me parece muy exagerado, pues nunca llegamos a tener tantos efectivos allí, pero puede servir como botón de muestra de las dificultades de la aventura.
 
          Con el paso de los meses y los años, en España, la guerra estaba demostrando ser ahora extremadamente impopular y, en combinación con otras crisis políticas que estaban ocurriendo, contribuyó a la caída de O’Donnell. El nuevo Ministro de la Guerra de España ordenó el cese de las operaciones militares en la isla, mientras que el nuevo primer ministro Ramón María Narváez llevó el asunto ante las Cortes Generales.
 
1865. La retirada
 
          Con su permiso, voy a dejar que sea el canario Nicolás Estévanez, entonces Capitán de Infantería, que había ido a Santo Domingo con el Batallón de Voluntarios de Puerto Rico, quien nos la cuente.
 
                    “…Evidentemente, los dominicanos, dados sus medios de acción, no nos hubieran desalojado nunca de los puestos que ocupábamos; pero es igualmente cierto que nosotros éramos impotentes para reconquistar y someter la isla. 
 
                      Estaba en la conciencia de unos y otros que la guerra no podía seguir; no había más solución que el abandono de la isla y el reconocimiento de la República Dominicana. Y así lo hizo, por último, con aprobación del Parlamento, el gobierno del general Narváez.
 
                          El cementerio de del campo de Montecristi guarda los huesos de innumerables víctimas de la anexión…”
 
          Y volvimos, con poca gloria y mucha pena. De la aventura sólo quedó el recuerdo de que los dominicanos fueron los únicos americanos que volvieron a ser españoles a petición propia. Y, como no, de que allí, en el suelo de la República Dominicana, reposan los restos de muchos militares españoles.
 
 
LA  INTERVENCIÓN  EN  MÉJICO (1861-1862)
 
          Esta desafortunada intervención que se llevó a cabo entre 1861 y 1862, marcó el inicio de la decadencia de O’Donnell, así como del antagonismo entre otras dos de las figuras políticas y militares más destacadas del siglo, los generales Prim y Serrano, de una enemistad que perduró para siempre en su relación mutua. Repasemos los antecedentes del caso.
 
          En 1861 Méjico, inmerso desde hacía años en cruentas guerras civiles, debía considerables cantidades de dinero, deudas que se incrementaban progresivamente, a España, principalmente, Francia e Inglaterra.
 
          En enero de aquel año tomó el poder Benito Juárez, derrocando al moderado general Miramón, que mantenía buenas relaciones con España.  El nuevo presidente enseguida comenzó a poner en práctica una política de hostilidad hacia los países citados, de nuevo especialmente contra el nuestro, y la Santa Sede, llegando a expulsar a nuestro embajador y al nuncio. Con las relaciones rotas los incidentes y violencias contra residentes españoles en Méjico continuaron.
 
          En mayo, británicos, franceses y españoles ya parecían dispuestos a intervenir de manera combinada para poder cobrarse sus deudas y poner fin a la anarquía reinante en el país.
 
          En julio aumentaron las expropiaciones contra los extranjeros y el desorden. A mediados de ese mes, Juárez declaraba a México en bancarrota por lo que era incapaz de acceder a los pagos requeridos. Todo ello llevó a una intensificación de conversaciones diplomáticas entre los tres países europeos que, además, veían la ocasión de intervenir sin el obstáculo de los Estados Unidos (que apoyaría a Méjico en aplicación de la doctrina Monroe), en aquellos momentos no precisamente “unidos”, sino en plena guerra de Secesión.
 
          El 31 de octubre de 1861 se firmó en Londres un convenio entre España, Francia e Inglaterra que contemplaba el envío a Méjico de fuerzas militares de los tres países, con la finalidad de hacer cumplir al Gobierno mejicano las obligaciones económicas pendientes (en nuestro caso desde hacía 25 años) y a conminarle a que mostrase un mayor respeto y protección para los súbditos de las tres potencias. La operación buscaba la garantía del pago al fijar como objetivo la ocupación de los principales puertos mejicanos. En el artículo 2º de la Convención de Londres se expresaba claramente que los europeos se comprometían a no buscar para ellos ninguna posesión de territorio y a no ejercer influencia alguna en la política interna de Méjico. 
 
          ¿Qué otros intereses podían encontrarse detrás de la alianza? Francia, la principal causante del fracaso de la operación, ocultaba que su proyecto consistía en instaurar allí un régimen político -una ”monarquía sumisa”-  del agrado de París, frenando a la vez el expansionismo norteamericano; Gran Bretaña, como no, buscaba también obtener ventajas comerciales. Pero, ¿Y España? Aparte del cobro de la enorme deuda, quizás tan solo el intento de demostrar otra vez, como hacía un año en Marruecos, que volvíamos a ser un país con el que había que contar en la política internacional. Además, aquello también había sido España…Y con el añadido de que para nosotros se incrementaba el peligro de la operación por lo reciente que estaba aún el recuerdo de las guerras de emancipación y, luego, el intento de Barradas.
 
          Como todos conocen, el jefe de la fuerza expedicionaria, el general Prim (en la cúspide de su gloria como consecuencia de la acción de los Castillejos en la campaña de Marruecos),  pasó por aquí, camino de Méjico, a bordo del Antonio de Ulloa y como no tenemos tiempo, no les leo, pero les recomiendo que lo hagan ustedes, si no lo han hecho, lo que en ese delicioso libro de don Francisco Martínez Viera titulado El antiguo Santa Cruz. Crónicas de la capital de Canarias (y también en sendos artículos de los dos últimos Cronisrtas Oficiales de Santa Cruz, Luis Cola y José Manuel Ledesma, y también de José Manuel Padilla )  se cuenta de la visita a la ciudad (01-12-1861), la misa en San Francisco, la cena en Capitanía, que estaba en el Palacio de los Carta, del gentío en la Plaza de Candelaria y del baile que se celebró en su honor en el Casino, etc. etc
 
          La expedición, que viajaba adelantada a Prim, se componía de unos 7.000 soldados encuadrados en 3 Regimientos de Infantería, 2 Batallones de Cazadores, 2 Baterías (una a lomo y otra a caballo)y 2 Escuadrones de Caballería, más 300 artilleros y 700 ingenieros.
 
          El general Serrano, capitán general de Cuba, al saber del nombramiento de Prim, se adelantó a la llegada de éste y envió al ejército expedicionario, al mando del mariscal Gasset y embarcados en la flotilla del almirante Gutiérrez de Rubalcaba (6 fragatas, 6 vapores y 14 barcos de transporte, 6 a vela, 6 de hélice y 2 de ruedas; en total 26 buques), con rumbo a Veracruz, puerto que ocuparon el 17 de diciembre de 1861, así como San Juan de Ulúa. Al llegar Prim a La Habana se encontró con que "su" ejército estaba ya en México.
 
          Mientras tanto, Juárez movilizó 50.000 soldados y acusó a España de un intento de reconquistar el viejo virreinato de Nueva España. 
 
          Cuando Prim llegó a Méjico encontró en muy malas condiciones a nuestras tropas, muy afectadas por el duro clima tropical (y con muchos enfermos por el “vómito negro”). Hasta el 6 de enero no llegaron los aliados europeos lo que supuso una enorme ayuda a los españoles.
 
          Cuando Prim, ya en Méjico como decimos, fue informado de las pretensiones galas (no por el Gobierno español, sino por un general mejicano exiliado) se desconcertó; y se asombró cuando O’Donnell le escribía diciendo que “no había que imponer la monarquía ni oponerse a ella”. Al poco llegaban otros 4.500 franceses y el general que los mandaba, traía una carta del Emperador Napoleón III para Prim, en la que le desvelaba las verdaderas intenciones de nuestros vecinos del norte. Prim contestó al emperador explicándole que sería imposible crear una monarquía en un país en el que no existían monárquicos y decidió enseguida retirarse de la empresa, de acuerdo con los ingleses, dejando solos a los franceses. En barcos británicos se retiraron varias de nuestras Unidades hacia Cuba, mientras quedaban en tierra 3 Batallones de Infantería, toda la artillería y algunas Unidades de los Servicios.
 
          El General Prim remitió una carta muy seca a Serrano exigiéndole que le enviase barcos para repatriar a los que habían quedado en tierra, lo que sentó muy mal al Capitán General de Cuba, partidario de seguir la línea marcada por O’Donnell.  Es a partir de este momento cuando las relaciones entre ambos se iban a hacer muy tensas. Serrano envió un informe a O’Donnell solicitando que Prim fuese juzgado con severidad, pero éste se le adelantó y dos emisarios suyos entregaron en la Corte su propia versión de los hechos. Y cuando O’Donnell fue a ver a la Reina con el borrador de un decreto desaprobando la actuación de Prim, aquella lo recibió diciéndole: “¿Has visto que cosa tan buena ha hecho Prim? Estoy deseando verle para felicitarle”. O’Donnell, claro, se guardó el decreto en un bolsillo.
 
          Como siempre ocurre en nuestro país, los políticos y la opinión pública se dividieron entre las alabanzas y los vituperios hacia el Marqués de Castillejos. Vistas las cosas que siguieron, parece ser que Prim tuvo razón y España hizo bien retirándose de aquella aventura, diseñada a mayor honra y gloria de “la France”, y apartándose de la guerra que condujo a la efímera creación de un Imperio latino personificado en un Archiduque austríaco, el pobre Maximiliano que, como saben, sería fusilado en Querétaro por Juárez. Claro que lo de latino, por el papanatismo de muchos, ha quedado irremediablemente unido a lo que siempre se debió haber llamado Iberoamérica o Hispanoamérica y no ese nombre, que tanto gusta a nuestros políticos y periodistas y que a mí me produce repelús oír y no digamos repetir: América Latina.
 
          En definitiva, el asunto de Méjico supuso un rotundo fracaso para la Unión Liberal y O’Donnell. Una barrera en la relación Prim – Serrano con consecuencias en la convulsa política interna española del XIX. Y también el abandono por parte Prim de su mayor o menor participación en la aplicación de la política de la Unión Liberal, pues se “deslizó” hacia los progresistas.
 
 
LA  GUERRA  DEL  PACIFICO
 
          Y vamos con otro episodio casi desconocido de nuestra Historia: la guerra que se declaró entre España por una parte, y Perú, Chile, Ecuador y Bolivia por otra, aunque estos dos últimos países no tuvieran mayor participación que la de negar a la flota española la realización de las imprescindible operaciones logísticas de reavituallamiento de los buques tras una larga permanencia en la mar.
 
          La verdad es que fue una guerra que se pudo haber evitado, pues se desató por orgullo y el prurito de limpiar, por uno y otro lado, el honor que todos consideraban manchado. Veamos en unos pocos minutos un resumen de lo que sucedió.
 
          España había organizado, en 1862, una expedición científica, con finalidades también diplomáticas, compuesta por tres buques al mando del contralmirante Luis Hernández-Pinzón Álvarez, que debía recorrer parte de la costa americana del Atlántico (desde Río de Janeiro hasta el cabo de Hornos), y desde aquí, rumbo Norte, la del Pacífico hasta San Francisco. 
 
          Una vez completada y en su viaje de regreso, ya en 1863,  fondearon en el puerto peruano del Callao, donde supieron que unos colonos españoles (vascos) habían sido muertos en una hacienda. Mientras la flota se dirigía a Valparaíso, en Chile, España pidió explicaciones que Perú se negó a dar a un enviado diplomático de nuestro país. Aunque el gobierno había advertido a Hernández-Pinzón que “la misión… es de paz… que el Gobierno quiere paz y buena inteligencia”, el enviado español, al informar al almirante que Perú no iba a resolver con justicia el caso de los asesinatos, le entregaba nuevas órdenes en las que se expresaba que el inicial deseo de paz podría modificarse si las autoridades peruanas no solucionaban el asunto y  que quedaba justificado el uso de la fuerza “en el caso extremo de atentado contra la seguridad de los barcos, su personal o el honor nacional”. Por ello, en abril de 1864 la flota ocupaba las islas Chincha, productoras de guano, vital para las exportaciones peruanas.
 
          Tras algún nuevo incidente naval, el gobierno español decidió reforzar la flota, enviando nuevos buques. encabezados por la flamante fragata blindada Numancia, mandada por el Capitán de Navío don Casto Mñendez Núñez.. Chile se solidarizaba con Perú y negaba cualquier abastecimiento a los españoles.
 
          A principios de diciembre de aquel 1864 llegaba desde España el Vicealmirante José Manuel Pareja para hacerse cargo de la flota. Semanas después empezaba una serie de negociaciones que culminarían con la firma de un tratado que restablecía las buenas relaciones entre los dos países, retirándose España de las Chincha y recibiendo una indemnización de 3 millones de pesos. 
 
          Apenas tres semanas después de ratificado el tratado por el Presidente de Perú, se produjo un golpe de estado que dio al traste con lo acordado. Pasaron los meses y Pareja, nombrado Ministro Plenipotenciario ante Chile, presionaba para que se levantasen las restricciones impuestas al revituallamiento de los barcos españoles. Los chilenos no aceptaron, por lo que nuestro almirante decidió bloquear dos puertos (no tenía barcos para más). Al día siguiente de comunicada la decisión a Santiago, Chile declaraba la guerra a España el 25 de septiembre de 1865.
 
          Dos meses después, la corbeta chilena Esmeralda capturaba a la goleta española Virgen de Covadonga. Pareja, ante la evolución de la situación, se suicidó y el recién ascendido a contralmirante. Casto Méndez Núñez, comandante de la Numancia, tomaba el mando de la flota, que en estos momentos estaba constituida por la citada Numancia, fragata blindada; las 5 fragatas de hélice, Blanca, Resolución, Villa de Madrid, Berenguela y Almansa; una corbeta de hélice, Vencedora; y 7 buques auxiliares de transporte. Tomaba el mando de la Numancia el CN Juan Bautista Antequera, tinerfeño.
 
          En los primeros días de 1866, Perú y Chile firman una alianza y declaran la guerra a España, uniéndose poco más tarde primero Ecuador y luego Bolivia. La escuadra española no cuenta ahora con ninguna base para repostar en toda la costa sudamericana del Pacífico.
 
          La flota aliada hostiga en alguna ocasión a la española, pero se retira a aguas poco profundas, donde no pueden navegar nuestros barcos. Ante la imposibilidad de enfrentarse a los buques enemigos, como deseaba Méndez Núñez, en contra de su voluntad y la de la sus hombres, pero en cumplimiento de lo ordenado por el Gobierno, a primeros de abril la flota española bombardeó el indefenso puerto de Valparaíso en Chile.
 
         Nuestros barcos, con mal sabor de boca en sus tripulantes por haber llevado a cabo una acción que poca o ninguna gloria aportar, se dirigieron luego al peruano puerto de El Callao, el más fortificado de la costa sudamericana del Pacífico, al que también se le había ordenado bombardear. En Perú se auguraba una derrota aplastante de los españoles.
 
          El 1 de mayo se recibía en la flota un despacho del gobierno español en el que se daba la orden de volver a España. Méndez Núñez dijo lo siguiente al alférez de navío que se la comunicaba: “Mañana bombardeo El Callao. La orden no ha llegado todavía, llegará pasado mañana y en cuanto me la comuniquen me apresuraré a cumplirla”. 
 
          El 2 de mayo de 1866, a las 11:30 de la mañana, el buque insignia, la Numancia, tocó a zafarrancho de combate y comenzaba el bombardeo de El Callao. El cañoneo duró más de 6 horas, y como recogía el propio Méndez Núñez en la alocución que dirigió a sus hombres al término de la lucha, a las cinco de la tarde había sido desmantelada casi toda la artillería peruana, pues sólo disparaban ya 3 cañones de los 59 (más 13 en sus buques de guerra) con que contaban la misma mañana. En ese momento, la flota se alejó de la costa.
 
          En cuando a las bajas humanas, por parte nuestra están perfectamente cuantificadas: 43 muertos, 83 heridos (entre ellos el propio Méndez Núñez, que recibió 8 heridas serias y siguió en su puesto de mando hasta que se desmayó por la pérdida de sangre) y 68 contusos. Por parte peruana, las cifras más optimistas hablan de 200 bajas entre muertos y heridos, y las más pesimistas de 2.000.  Los últimos investigadores cifran entre 200 y 350 los muertos y un número mayor de heridos. Nuestros muertos fueron enterrados en la isla de San Lorenzo, que se encuentra frente al Callao y tiene 8 kms. de largo por dos de ancho, y en la que, incluso desde la época prehispánica, se celebraban enterramientos.
 
          Ambos bandos se dieron por satisfechos. España por haber castigado los insultos y desplantes y no haber perdido ningún barco.  Los peruanos, los que peor parte llevaron, presumiendo de haber impedido que los “colonizadores españoles” volvieran a izar su bandera en El Callao (cosa que ni el gobierno de España ni Méndez Núñez, lógicamente,  pretendieron nunca).
 
          En agosto de 1879, 13 años más tarde, se firmaba en París un Tratado de Paz y Amistad entre España y Perú, en el que se recogía que..”habrá total olvido del pasado y una paz sólida e inviolable ente S.M. el Rey de España y la República del Perú”. También se firmó la paz con Bolivia el mismo año, en 1873 con Chile y dos años después con Ecuador.
 
          El capitán de navío José María Blanco Núñez, prestigioso historiador naval y con el que coincidí en determinados momentos de nuestras vidas, dijo en una entrevista que la acción “elevó al rango de tercera potencia marítima a la España del siglo XIX… pues… la Armada fue capaz de mantener una guerra en una costa hostil de más de 5.000 millas, restituir el honor de la Corona Española, finalizar con la estúpida crisis escalada por una serie de actuaciones diplomáticas y gubernativas nefastas, y regresar en dos divisiones a sus bases españolas, la una por el Cabo de Hornos y la otra dando la vuelta al mundo (por Filipinas y Buena Esperanza), méritos sobrados de mar y de guerra”.
 
          Tras la acción de El Callao, la flota española se dividió en dos partes, como nos decía el CN Blanco. Una regresó directamente a España, y la otra, con la Numancia, mandada por el CN. Antequera y en la que enarbolaba su insignia el VA. Méndez Núñez,  volvió dando la vuelta al mundo. Nuestro barco se convertía así en el primer buque blindado que lo conseguía. Don Casto Méndez Núñez regresó a España aclamado como un héroe, y muchas ciudades le dedicaron calles y plazas y le levantaron estatuas. Aquí, en nuestro Santa Cruz, sin ir más lejos, se le dio su apellido a  la céntrica e importante calle que tenemos a menos de 100 metros de Almeyda y que, no sé si a conciencia, o por azares de los caprichos municipales -al ser bien pensado, me inclino por lo primero- se encuentra en un entorno en el que es vecina de las calles Numancia, su buque insignia, Antequera, el comandante de la Numancia, O´Donnell, el presidente del gobierno y Callao de Lima, el centro de la acción.
 
 
LA GUERRA DE MARRUECOS (1859-1860)
 
          Dejé para el final esta charla, a la que fue, sin duda alguna, la más importante de las cinco intervenciones en el exterior desarrolladas cuando O’Donnell fue Presidente del gobierno, tanto por el escenario (a las mismas puertas de la Península y afectando directamente a unas de nuestras plazas norteafricanas),  por la entidad del esfuerzo (más de 40.000 hombres fueron a la guerra, encuadrados en 54 batallones de Infantería, 12 escuadrones de Caballería, unas 15 baterías de Artillería y 6 compañías de ingenieros, es decir, casi todo lo que teníamos operativo en el Ejército de Tierra; además de una flota de unos 60 barcos y hasta casi 100 guardias civiles); por el elevado número de bajas propias y enemigas; y por las consecuencias interiores (toda España unida en un sentimiento común) e internacionales (reconocimiento a perpetuidad de la españolidad de Ceuta y Melilla)…
 
          Pero también, tras exponer ahora muy brevemente aquella campaña, para dejar las puertas abiertas a que en un futuro próximo, más o menos cuando empiece el “curso escolar” 2018, dedicar a ella una sesión entera, que también el Museo, la Biblioteca y el Archivo podrían enriquecer con fondos propios montando una exposición bajo el denominador común de la Guerra de Marruecos. Ahí dejo la propuesta.
 
Preliminares
 
         Como parece demostrarse de lo que llevamos visto, O’Donnell, a la sazón Presidente del gobierno y Ministro de la Guerra, trataba, con las intervenciones en el exterior, que  España volviese a figurar entre las naciones “que importaban” cuando se acababa de pasar el ecuador del siglo XIX, y, a la vez, desviar la atención pública española desde la política interior hacia otros asuntos. Y quizás el más palpable de esos intentos fue la que se conoció como la Guerra de Marruecos. Pérez Galdós lo explica mucho mejor que yo con las palabras que pone en boca de un personaje de su Episodio Nacional titulado  “Aita Tettauen” :
 
                    “Aún no sabemos lo que será O’Donnell como general en jefe del ejército de África; es de creer que sepa conducirlo y acaudillarlo con la mayor ventaja nuestra y daño grande del enemigo. Esto lo veremos. Lo que no tiene duda es que el buen señor se acredita con esta guerra de político muy ladino, de los de vista larga, pues levantando el país para la guerra y encendiendo el patriotismo, consigue que todos los españoles, sin faltar uno, piensen una misma cosa y sientan lo mismo, como si un solo corazón existiera para tantos pechos y con una sola idea se alumbraran todos los caletres. ¿Les parece a ustedes poco? Esto es lo más grande que se ha hecho en España desde que yo nací, y me alegro, pues en mi larga vida no he visto más que trifulcas entre españoles…”
 
          En el verano de 1859 surgió el pretexto. Catorce años antes, por el Tratado de Larache, se había acordado con Marruecos la ampliación del perímetro de Ceuta, y ahora estaban comenzando unas pequeñas obras de fortificación en los nuevos límites. El 24 de agosto, elementos de la vecina cábila de Anghera, que ya llevaban varias jornadas destruyendo por la noche lo que se levantaba de día, rompieron también un escudo de España que señalaba el límite fronterizo. El gobierno español exigió que se castigase a los culpables, y ante las reticencias de Marruecos (a quien en la sombra apoyaba Gran Bretaña, que no quería a ninguna potencia en la otra orilla del Estrecho de Gibraltar), comenzó a reforzar la guarnición de la plaza española y situó la escuadra en Algeciras. Por si acaso, también empezó a concentrarse en la zona de Algeciras un Cuerpo de Ejército, compuesto por unos 11.500 hombres a las órdenes del teniente general Echagüe. Semanas después empezaría a formarse en Cádiz una División de Reserva mandada por el mariscal de campo Orozco. 
 
          Cuando el 1 de octubre se reanudaron las sesiones de Cortes (pese a las circunstancias parece ser que las vacaciones de los señores dioutdos eran sagradas), O’Donnell pronunció un patriótico discurso que enardeció a la Cámara. Se aprobó enviar a Marruecos un ultimátum, que expiraba 14 días después, exigiendo el castigo público de los culpables y la reposición, con todos los honores, de nuestro escudo. La respuesta marroquí fue tan poco satisfactoria, que el día 22 O’Donnell obtenía la aprobación por unanimidad de los 187 miembros de la Cámara presentes para declarar la guerra a Marruecos.
 
La guerra 
 
          El 28 de octubre nuestra Armada comenzaba el bloqueo de los puertos de Tánger y Larache y se creaba, rapidísimamente un Ejército expedicionario compuesto por 3 Cuerpos de Ejército (uno de ellos el citado de Echagüe), 1 División de Reserva (la de Orozco, ue pronto mandará Prim) y otra División de Caballería. En total: 163 generales y jefes, 1.599 oficiales, 33.228 de tropa, 3.947 caballos y mulos y 74 cañones.
 
          A la espera de un futuro y mucho más detallado relato de la campaña, tan sólo unas breves pinceladas.
 
          - El 3 de noviembre era nombrado general en jefe del Ejército de Operaciones el TG. O’Donnell.
 
        - Objetivo estratégico: Tomar Tetuán para sentarse a negociar con los marroquíes, si llegaba el caso, en una posición de fuerza.
 
        - Distintas opiniones sobre el punto de desembarco: Río Martín, más cercano a Tetuán, o Ceuta. Al principio se prefería el primero, pero la amenaza de demasiados riesgos  por los pocos medios adecuados para el desembarco de tantos hombres, ganado y material, que lo haría muy largo en el tiempo, los muchos efectivos enemigos en la zona que lo  dificultarían en gran manera y las posibilidades de temporales, muy frecuentes en el Estrecho,  hicieron que O’Donnell se inclinase por Ceuta, con el inconveniente importante de la necesidad de habilitación de caminos para poder mover la artillería y satisfacer las muchas necesidades logísticas.
 
          - En medio de un enorme temporal, el 19 de noviembre desembarcaba Echagüe con su I CE. Aquel mismo día las Unidades tomaban el Serrallo que se convertiría en campamento y  puesto de mando.
 
          - Escaramuzas y combates a lo largo de las siguientes semanas que hacen ver que la empresa no iba a ser fácil. Entre finales de mes y diciembre desembarcan el resto de las Unidades.
 
          - El cólera, favorecido por las continuas lluvias, que embarran y encharcan el terreno, y el gran número de hombres hacinados en Ceuta y sus alrededores, hace verdaderos estragos en las Unidades.
 
         - Mientras infantes, jinetes y artilleros combaten casi todos los días, prosigue el enorme esfuerzo de los ingenieros, protegidos por la División de Reserva de Prim, abriendo caminos donde antes había trochas, senderos o nada.
 
          -  El 1 de enero de 1860 empieza el avance, y se obtiene la victoria de Castillejos con la electrizante arenga de Prim a los soldados del Córdoba. 
 
          - Entre los refuerzos llegan los voluntarios catalanes, los tercios vascongados y, por primera vez en campaña en España, una Batería de cohetes.
 
          - Siguen los combates y los avances hasta la toma de Tetuán el 5 de febrero. Los catalanes, haciendo un "casteller", colocan la bandera de España en lo alto de la Alcazaba.
 
         - Más avances y más victorias en Samsá y Wad Ras, camino de Tánger. De esta última batalla, hoy tan sólo un detalle. Los cañones  tomados a los moros se convirtieron en los dos leones que flanquean la entrada al Congreso de los Diputados.
 
         - Y, por fin, el 24 de marzo la capitulación marroquí, y el Tratado de Paz que recogía la ampliación de los territorios de soberanía española en Ceuta y Melilla, una indemnización de unos 400 millones de reales, permiso para instalación de una factoría pesquera en Santa Cruz de la Mar Pequeña (por error se situó en Ifni en lugar de en Puerto Escondido) y de una misión religiosa en Fez. En resumen, escasos beneficios, (“una paz pequeña para una guerra grande”, como la oposición las calificaría).
 
          - Buena parte de las tropas volvieron a España. Triunfal desfile en Madrid, Otras siguieron en Tetuán hasta mayo de 1862, es decir más de dos años después de finalizada la campaña.
 
Las bajas
 
          Las bajas fueron elevadísimas para lo que duró la contienda, pues murieron en combate 786 hombres (5 jefes, 48 ofíciales y 733 de tropa). A consecuencia de las heridas fallecieron otros 366 (2 jefes, 42 oficiales y 322 de tropa), lo que eleva la cifra de muertos en la lucha a 1.152. A estos hay que sumar 2.888 muertos por enfermedad (11 jefes, 50 oficiales y 2,827 de tropa). Ello hce un total de 4.040 fallecidos. Los heridos fueron 4.994 (2 generales, 3 brigadieres, 44 jefes, 242 oficiales y 4.703 de tropa). En total las bajas fueron 9.034 entre muertos y heridos, lo que supone aproximadamente el 23 % de un ejército algo superior a 43.000 hombres. 
 
 
EPÍLOGO
 
          Y hasta aquí hemos llegado, en este sucinto repaso a aquellas cinco operaciones en el exterior de la época O’Donnell. Unas actuaciones que costaron mucha sangre y de las que no obtuvimos beneficio alguno en cuatro, pues tan solo la de Marruecos permitió ampliar los limites de Ceuta y Melilla a la vez que certificar su unión indisoluble con el resto de España.
 
          Pero siempre nos quedará la sublime lección de aquellos que requeridos por el deber, lo acataron; que en sitios tan distintos y tan distantes como Asia, América del Norte, el Caribe, el Pacífico y Marruecos supieron rubricar con su sangre la empresa, por descabellada o inútil que ésta fuera, o nos parezca a toro pasado, y a los que, en definitiva, deberíamos recordar más a menudo.  Os aseguro que ese fue el objetivo de esta charla: que en vez del ya clásico y aséptico minuto de silencio, los que hemos hecho del amor a España nuestra pasión eterna, pensásemos una hora en quienes lo dieron todo, sin esperar nada, y les agradeciésemos su ejemplo de fidelidad al juramento que empeñaron.  
 
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