Una historia de ciencia invisible

 
Por Ana María Díaz Pérez  (Publicado en el Diario de Avisos el 10 de febrero de 2017 y en la página web de Museos de Tenerife).
 
estudioso
 
 
          Cuando el poeta Gustavo Adolfo Bécquer escribía -impregnado de especial romanticismo- aquello de “… los invisibles átomos del aire…”  probablemente no se refería o no quería referirse a lo que a nosotros dicha frase nos induce a pensar, desde el primer instante de su lectura. Comento esto en relación a los conceptos que se usan normalmente en ciencia, la capacidad de sorprendernos en relación a los avances de la misma, así como a la importancia de que dichos avances lleguen a toda la sociedad como sería deseable.
 
          Y es que divulgar ciencia, al alcance de todos, uno de los objetivos de los museos de ciencias naturales, además de conservar colecciones y realizar investigación científica de calidad, como ya expresé en una ocasión, con motivo del I Encuentro de Museos canarios. Estrategias de futuro (noviembre de 2015), en artículo publicado en la web de Museos de Tenerife; es una obligación, si bien, no exenta de cierta dificultad.
 
          Y leyendo -recientemente- un interesante artículo titulado "Science in the age of selfies", publicado por la prestigiosa revista Proceedings of the National Academy of Sciences of the United States of America, cuyo título (coincidirán conmigo) es tan atractivo como el propio contenido, sus autores (Geman & Geman, 2016) hacen una curiosa reflexión acerca del estado actual de los avances científicos y la cuantificación y/o frecuencia de dichos descubrimientos. Me llama -además- poderosamente la atención que dicho trabajo se halle entre los cincuenta más leídos de dicha revista, conocida por las siglas PNAS, según datos de diciembre de 2016, es decir, prácticamente ayer.
 
          En el trabajo, Geman & Geman (2016) nos dan su opinión acerca de lo que ellos consideran llamaría la atención a un viajero del tiempo (desplazándose desde 1915 hasta 1965) en relación a avances en ciencia. Según los autores, dicho viajero se quedaría atónico ante el ingente número de hallazgos, planteamientos de teorías científicas o modelos de ingeniería  gestados/inventados durante dicho periodo, cincuenta años (código genético, otras galaxias, transistor, satélites de comunicación, escritura de software, poder nuclear…), y se cuestionan si en la segunda etapa del viaje (desde 1965 hasta 2015), con menos aunque no por ello menos importantes noticias, ¿se mostraría tan impactado?
 
          Esta publicación me ha hecho reflexionar y me ha obligado a remitirme a otro trabajo, algo más distante en el tiempo, del que son autores Wheeler, Raven & Wilson (2004), que versa sobre taxonomía, disciplina encargada de describir y nominar organismos y de la que me confieso no solo usuaria habitual, sino ferviente defensora, en especial por su papel en la crisis de biodiversidad y a los “tiempos” y a las “formas” de la investigación científica, ya aludida por Geman & Geman (2016). En dicha publicación se habla de la generación actual como depositaria (afortunada) de la quizá última oportunidad de explorar y documentar la diversidad de la vida en el planeta, algo que tal vez no puedan hacer las próximas. Pero también en ella, Wheeler et al., (op cit.) manifiestan su preocupación por la dificultad de trabajar con material de colecciones biológicas (toda la información no está disponible en bases de datos y no siempre hay libre acceso en ciertos casos), lo que podría llevar a problemas de diversa índole en el futuro (Cianferoni & Bartolozzi, 2016). Incluso algunos investigadores (Padial & de la Riva, 2007) definen la taxonomía como la Cenicienta ("Taxonomy, the Cinderella of Science, hidden by its evolutionary stepsister"), señalando que los descubrimientos en dicho campo no deben quedar relegados a ser solo meros apéndices en relevantes publicaciones científicas. Quizá no sea tarde para establecer -una vez más- el papel de los museos que albergan colecciones biológicas en relación a la resolución de problemas que preocupan y ocupan a la sociedad actual. Puede ser también el momento de enfatizar el valor de especímenes (miles) que se almacenan (con o sin nombre aún) en estas instituciones.
 
          Ellos no son solo piezas claves para descifrar enigmas actuales serios (algunos muy graves), vinculados con seguridad pública, sanidad local, cambio climático, prevención de catástrofes, cultivos, enfermedades o pandemias (Di Euliis et al., 2016). También son, si me permiten la expresión, testigos de cargo en relación a la existencia de formas de vida que, en este instante, mientras usted lee estas líneas, pueden estar desapareciendo y, por no estar estudiadas, nominadas, catalogadas, compartidas y divulgadas… aunque hayan existido, jamás se conocerán (Crawford et al., 2010; Pimm et al., 2014; Urban, 2015). Reunir ese conocimiento de vida es una de las claves de actuación para los taxónomos (nominadores de especies) de los museos  del siglo XXI. 
 
          Coincidimos con Henen (2016), en que -evidentemente- se hace necesario cuidar escrupulosamente los muestreos (tipología) para no romper la estrecha simbiosis hombre-natura; metodología de campo que, junto a investigación científica de calidad y colecciones de referencia, se hallan más vigentes que nunca, sí, ahora, en el llamado Antropoceno, ¿una nueva era geológica? eso concluyen muchos investigadores, aunque tal vez pudiera tratarse solo del tiempo que aún nos queda para buscar –desesperadamente- a nuestra Cenicienta su hermoso zapato de reconocimiento general…
 
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