El bastón del abuelo (Cuento de Navidad)

 
Autor: Carlos Hernández Bento  (Publicado por vez primera en esta página la víspera de Navidad de 2016 y en el diario Colima de la ciudad mejicana del mismo nombre el 26 de marzo de 2017).
 
 
“La vejez no hace niños, como dicen. Nos halla siendo verdaderos niños.” (Goethe)
 
 
 
                                “Querido abuelo te escribo para decirte que detras de la puerta del pasiyo se te quedo el baston. Yo pensaba que la gente
                                  cuando se ba de viaje se despide de todo el mundo y cuando es para siempre mas todabia.
                                  Mama no me abiso de nada el dia que te fuiste. ¿Porque no biniste por casa para llebarte tu baston y despedirte?
                                  Ultimamente te hecho mucho de menos. Ya se esta asercando la noche buena y me gustaria mucho que vinieras a casa
                                  como todos los años para cenar. Asi podrias despedirte bien y darme un beso como siempre que bienes a casa. Caramba. 
                                  Te hecho mucho de menos y quiero berte otra bez para decirte adios.”
 
 
          Llegaba la Navidad y el chiquillo guardaba como un tesoro la esperanza de volver a ver a su abuelo fallecido unos meses atrás. Desaparecido bruscamente. Sin avisar. La noche en que todo sucedió, la madre no quiso exponerlo ante lo más crudo de la vida: cuando se desvanece en brazos de la muerte.
 
         “Hijo… Esta noche te quedas con tía, que mamá y papá tienen que ir a ver a abuelo que está un poquito enfermo, ¿vale?”. Le dijo aguantando puñetazos de dolor. Y añadió: “Pórtate bien y acuéstate pronto, que no me tenga que dar las quejas. Mira que luego vienen los Reyes y ya te he explicado mil veces lo que pasa con ellos.”
 
          El niño no entendía nada de lo que estaba pasando. Desde aquella extraña llamada, nada había vuelto a ser igual. A veces sorprendía a su madre llorando sin motivo aparente. Cierto es que el hombre estaba malo, pero ya se recuperaría. ¡Vaya problema! Él mismo había estado enfermo no hacía demasiado y ya se encontraba perfectamente.
 
          ¿Por qué lloraba entonces mamá? ¿Por qué siempre tenía prisa? ¿A dónde iba con papá todos los días? Ellos por lo general estaban en casa y ya empezaba a incomodarse. “¿Aquí ya no hay paseo por la tarde, ni cuento por la noche? ¡Tenga usted padres para esto!”
 
          Entre tanto, el anciano, en su último momento de lucidez, preguntaba por el menor de sus nietos. El único que no había podido ver. Ya había venido el resto y, ¡caramba!, no es que él tuviera ningún tipo de preferencias, pero algo falta cuando alguno falta, ¿verdad?
 
          Todo sucedió de repente para el buen hombre. El hilo del que pendía su vida acabó por romperse. Justo en el momento que había esperanzas de recuperación. Lo que vino después… Todo el mundo sabe lo que viene después… Silencio. Silencio y llanto.
 
          Al poco tiempo la madre transmitió el desasosiego que la abrasaba por dentro a su marido: “¿Cómo se lo decimos al niño? Estaba muy unido a mi padre y si no sabemos cómo hacerlo podríamos hacerle mucho daño. ¡Es tan pequeño todavía!”
 
          “Pues mujer, - le respondió- háblale como se le habla a un niño de la muerte. Como de un viaje eterno y sin retorno, y al mismo tiempo hermoso. Dile que está con Dios. Que ha ido a verle y que algún día iremos nosotros.”
 
          “Pero ¡entonces! – gritó furioso al escuchar la explicación- ¿Por qué no pasó primero a despedirse de mí? ¡Dile que venga! ¡Se le quedó el bastón detrás de la puerta del pasillo y si va a hacer un viaje tan largo tiene que llevárselo! ¡Lo necesita para caminar!”
 
          Los días del otoño cayeron como hoja seca y los del invierno cual copos de nieve. Nochebuena llegó. Agridulce como siempre. El belén, el árbol, el turrón de almendra y los villancicos. Sin embargo, faltaba algo. Lo más importante.
 
          El niño aguardaba la vuelta de su abuelo para poder despedirse de él como Dios manda y, de vez en cuando, se asomaba ansioso por la ventana. A través del cristal, sus ojitos rastreaban la plaza con la esperanza de ver acercándose por ella la figura del anciano, esta vez sin bastón, que vendría para saludar al único de sus nietos que no pudo estar en su partida definitiva. Pero, lo cierto es que nada ocurrió…
 
          La más triste Nochebuena tocó a su fin para el más triste de los niños del mundo, quién seguía sin comprender por qué su abuelo se había ido para siempre, sin darle siquiera un beso de despedida.
 
        En los hogares de toda la ciudad comenzaron a apagarse las luces, al igual que la esperanza de su pequeño corazón. Su madre lo mandó a la cama y se fue, pasillo adentro, con el alma a rastras. Pero, antes de acostarse, quiso comprobar si, cuando menos, su abuelo se había llevado el bastón que estaba tras la puerta y, para su desgracia, allí continuaba apoyado de la misma manera que hacía tanto tiempo.
 
          De un salto se metió en la cama y ya no quiso saber más nada del mundo. Apagó la luz y se dispuso a dormir… Fue entonces cuando lo increíble se hizo cierto. En lo que llamamos duermevela, un beso, ¡tan real!, rozó su mejilla, y hasta pudo reconocer el olor al tabaco y la loción del querido anciano.
 
          Despertó sobresaltado, encendió la luz lo más rápido que pudo y gritó ansioso: “¡Abuelo, abuelo!” Viéndose con desesperación, absolutamente solo. Entre las blancas sábanas y paredes de la estancia… En medio del vacío más redondo y frío. Quizá había sido únicamente el más bello sueño que tenerse pueda. El más bello deseo imaginable... Un intangible. Un imposible.
 
          Saltó, entonces, de la cama y, como un vendaval de esperanza, corrió al pasillo para comprobar, con el júbilo más grande que en pecho humano quepa, que el viejo bastón del anciano… ¡Ya no estaba tras la puerta!
 
          Al mirar de nuevo a la plaza por la ventana vio, ya casi doblando la esquina, la tenue figura de su abuelo empuñando el bastón en alto, que se volvía para decirle adiós… ¡Esta vez para siempre!
 
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                              “Dedicado al niño que mi abuelo Fernando Bento se llevó consigo un 30 de octubre del año 2000. Ese niño que todos llevamos
                               dentro y que sólo es capaz de reír, llorar y enfadarse sin llegar a comprender del todo lo que ocurre. El niño que está debajo
                               de la racionalidad adulta. El que sin duda es motor del mundo. ¡Caramba!
                               En La Laguna de Tenerife, a 24 de diciembre de 2000, vísperas de Navidad.”
 
 
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